-«Si no me puedo hacer la prueba ya, me voy, llevo toda la mañana esperando».– «No llevas toda la mañana, llevas 70 años esperando para esto». El diálogo se produjo ayer en la casa de la cultura de Aranda de Duero (Burgos). El que inicia la conversación es Máximiliano Pascual, de 84 años. Ha acudido […]
-«Si no me puedo hacer la prueba ya, me voy, llevo toda la mañana esperando».
– «No llevas toda la mañana, llevas 70 años esperando para esto».
El diálogo se produjo ayer en la casa de la cultura de Aranda de Duero (Burgos). El que inicia la conversación es Máximiliano Pascual, de 84 años. Ha acudido a que le tomen una muestra de ADN de saliva para identificar los restos de su padre, bajo toneladas de tierra en alguna cuneta de la ribera del Duero. El que trata de calmarle es Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. El momento es histórico. Un equipo de antropólogos forenses de la Universidad Autónoma de Madrid tomó ayer cientos de pruebas a familiares de fusilados para crear el primer banco de ADN de víctimas de la represión franquista.
Se agolparon en la puerta del laboratorio improvisado. Para soportar la espera es inevitable recordar el motivo que les junta siete décadas después en la capital de la comarca. «Mi padre era un simple labrador. Un día no volvió a casa. Se lo habían llevado para pasearlo. Siempre decía: A mí no me van a hacer nada, yo no me he metido nunca con nadie», recuerda José María Andrés, de 73 años. Pero el fascismo, en los primeros días de la Guerra Civil, cayó sobre su padre como lo hizo con cientos de personas en el verano de 1936. Su única culpa fue pertenecer a un sindicato y no pisar jamás la iglesia. Andrés tiene grabada a sangre la respuesta que el cura de su pueblo, Fuentecen (Burgos), dio a su madre cuando fue a pedir ayuda. «Padre haga algo que me quedo cinco hijos huérfanos. Ya no se puede hacer nada…, le soltó el cabrón. Eso se tiene que saber, ellos (los curas) y el alcalde tuvieron mucha culpa», recuerda Andrés rabioso.
La anécdota del 23 F
La caída de Castilla y León en manos del bando nacional, nada más empezar la guerra, despertó una oleada de represión que dejó marcada a la sociedad rural de la comarca de la ribera del Duero para las décadas posteriores. Varios de los ancianos congregados ayer en Aranda recordaron cómo el 23-F muchos de sus vecinos, familiares de los vencedores en el 39, acudieron a los cuarteles de la Guardia Civil a ofrecer su colaboración.
«Es increíble que aquí hubiera tantos muertos sin que hubiera frente de guerra», comentó Fernando García, hijo, sobrino y nieto de represaliados en La Aguilera, un pueblo cercano a Aranda de Duero. «En mi casa siempre hemos celebrado el 16 de agosto. En San Roque nunca trabajamos la tierra. Tal día como hoy se libró mi padre del paredón», relata. El padre de García entró preso en la cárcel de Burgos en 1936. Don Simplicio, el alcaide del penal, le reclutó porque sabía leer y escribir. Se encargaba de leer la lista de los que iban a ser fusilados. «Un día paró a mitad y se echó a llorar. Le tocaba a él. Don Simplicio le escondío y se salvó de ir fusilado. Era 16 de agosto, San Roque», recuerda.
Las pruebas genéticas clasificadas ayer tardarán un año en poder ser comparadas con algunos de los más de 200 esqueletos recuperados en fosas comunes de Burgos. Un año, tras más de 70 de miedo y silencio, no se hará muy largo.