Tengo una cajita de música que entona las notas de «La Internacional» accionando una manivela. Puede resultar cursi, chabacano o incluso estúpido, pero cuando me acecha la melancolía la hago girar y me devuelve el ánimo. Casi todos tenemos algún recurso poco convencional para evadirnos de la triste realidad, para recuperar la ilusión, esa pasión […]
Tengo una cajita de música que entona las notas de «La Internacional» accionando una manivela. Puede resultar cursi, chabacano o incluso estúpido, pero cuando me acecha la melancolía la hago girar y me devuelve el ánimo. Casi todos tenemos algún recurso poco convencional para evadirnos de la triste realidad, para recuperar la ilusión, esa pasión humana que para la militancia de Izquierda Unida es hoy un recurso virtual, fantástico, casi inalcanzable.
Lo cierto es que, en los últimos años, ni la realidad social ni la militancia en IU ofrecen demasiadas alegrías. Algunas de vez en cuando, pero por cuentagotas, para no abusar. Al día a día, al vecino despedido, al país invadido, a la mujer asesinada, hay que sumar las broncas internas, los resultados negativos o la involución del proyecto.
Por primera vez en mucho tiempo el entusiasmo y la emoción contenida se desataron en aplausos espontáneos cuando el camarada Cayo intervino en las IX Asamblea. Añorábamos un discurso sincero, natural, alejado de la monotonía, del catecismo repetido, del ritmo monocorde de aquel que simplemente cumple. Natural y sencillo como señala Marcos Ana que deben ser, ejemplarmente, los revolucionarios verdaderos. Cayo llegó al cerebro pero también al corazón, sin falsa emotividad, con la humildad de una persona cordial, pero con la fuerza y la oratoria de un comunista comprometido, de un trabajador con sentimiento de clase. Aquello que es difícil evidenciar en horas lo demostró en sólo décimas de segundo. Y demostró algunas cosas más: por ejemplo, que la renovación no es un guarismo biológico fijado por el calendario, o que existen dirigentes latentes de valía contrastada, experiencia y saber estar, como demostraron también las elecciones primarias de hace un año.
En una Asamblea anodina Cayo devolvió la confianza, contagiada incluso a compañeros que avalaron otras listas. Provocó aplausos sinceros, rebosantes de esperanza, una explosión necesaria de júbilo por escuchar el discurso cercano, comprensible y directo de un simple militante más. Cayo Lara ha dejado de ser Cayo Lara y es ya la representación del cambio, la voz de los que nos dejamos la piel sin retribuciones económicas por nuestra actividad política, de los que no miramos la nómina antes de elegir bando, de los que recorremos miles de quilómetros sin la comodidad de aviones y hoteles con estrellas, de los que no necesitamos estrangularnos con corbata para parecer más respetables, de los que sabemos que hay vida política más allá de las grandes ciudades, de los que nunca exigimos un puesto en las candidaturas, de los que pegamos carteles, hacemos discursos o repartimos panfletos, sin desaliento, lamentaciones o contraprestaciones, de los que siempre decimos sí cuando la organización lo requiere, de los que en definitiva, damos el callo por IU.
Por eso, cuando la decepción, la tensión y el hastío me asaltaban, cuando más deseaba enviar todo a la mierda, Cayo hizo sonar las notas en su cajita de música. Y me ha devuelto la ilusión.