La devolución ilegal de menores a Marruecos demuestra que las decisiones las adopta el Ministerio del Interior en solitario. Esto solo se explica por la ausencia de interés por parte del Gobierno hacia la política de inmigración
Virgen de agosto. La tradición rezaba que en este momento del año nunca pasaba nada. Sin embargo, en un mundo donde todo se precipita, estos días no son una excepción. Muchos de los hechos que están marcando el agosto de 2021 europeo están vinculados, directa o indirectamente, con la migración. La llegada de iraquíes a Lituania procedentes de Bielorrusia, la deslocalización danesa del asilo, la crisis humanitaria que a buen seguro traerá el gobierno talibán en Afganistán, y más cerca, la repatriación ilegal de los menores migrantes de Ceuta hacia Marruecos, son episodios que continúan una tendencia que profundiza la aproximación al hecho migratorio como amenaza para las sociedades de acogida y de la que estas tienen que defenderse.
Dos décadas se cumplen este año del 11-S, veinte años que han construido políticas de inmigración que miran con desconfianza y miedo a la movilidad humana. Durante este tiempo la securitización ha sido la característica más prominente de la migración vista desde Occidente. Durante este periodo también, la UE ha sido la región que más ha avanzado en esa dirección. La construcción de una Europa fortaleza sostenida, cada vez más, sobre la necropolítica, es el modelo que hoy todos quieren seguir, incluso a pesar de su poca eficacia demostrada para cumplir los objetivos previstos, esto es, frenar la llegada de flujos migratorios.
Pues bien, este aciago verano pareciera que la realidad siguiera empeñada en mostrarnos cómo, a pesar de la ausencia de coherencia de la política de migración y asilo europea, nuestros líderes continúan avanzando por el mismo sendero que ha invertido ingentes cantidades de dinero en una externalización fronteriza que, lejos de proteger a los refugiados, ha puesto en riesgo sus vidas y las de los suyos y de paso han reforzado y legitimado a regímenes no democráticos con los que han llegado a acuerdos vergonzosos. El Pacto Europeo de Migración y Asilo, presentado en 2020, mantenía este rumbo, también las políticas migratorias de los Estados miembros siguen esta errática senda.
España está siendo uno de los alumnos más aventajados de este tipo de política. Más allá de gestos efectistas y simbólicos como el del Aquarius o estos días con el “hub” de distribución de los refugiados afganos a otros países europeos, lo cierto es que poco o nada se ha hecho en este ámbito. Es más, en lugar de avanzar en la construcción de una política migratoria que ponga el foco en la gestión de los flujos migratorios económicos, en el refuerzo de la política de asilo, tanto en recursos humanos como en marco normativo (es importante recordar que la ley de asilo de 2009 todavía espera su reglamento de desarrollo), o en las políticas de integración, dotándolas de un presupuesto acorde a su relevancia, lo que se observa es un mayor énfasis en el control fronterizo y su securitización. Y así queda constatado por el Real Decreto 286/2021 del 20 de abril, donde la Secretaría de Estado de Migraciones queda absolutamente dependiente políticamente de las decisiones que se adopten desde la Secretaría de Estado de Seguridad del Ministerio del Interior. Las actuaciones que ya se venían observando en crisis como la de Canarias de 2020, ahora quedan refrendadas por la modificación de la estructura orgánica mencionada. La crisis canaria de noviembre de 2020 dejó en evidencia la ausencia de iniciativa política por parte del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, y el mando en plaza que adoptaba Interior a imagen y semejanza de los mejores gobiernos del Partido Popular. Presenciamos entonces una vuelta al año 2000 en materia de política migratoria ¿Recuerdan la Delegación del Gobierno para la Extranjería y la Inmigración establecida en el año 2000 con Ignacio González a la cabeza? Si no es así, entonces no es posible explicar la razones por las que no se reactivó y actualizó el plan de traslados a la península coordinado entre comunidades autónomas y Gobierno central, aprobado en 2005 y que incluye una red de plazas de acogida temporal y una comisión mixta de seguimiento.
La crisis vivida en Ceuta no ha hecho más que reforzar este tipo de actuaciones, esta vez ya con un marco institucional ajustado. Las decisiones las adopta el Ministerio del Interior sin más, tal y como está quedando de manifiesto con la devolución ilegal de menores hacia Marruecos. Sin informar a la fiscalía ni a los compañeros y compañeras del Consejo de Ministros, con agostidad y alevosía y pensando que una vulneración tan grave de los derechos de la infancia pasaría desapercibida. Pero todo esto solo es posible explicarlo desde la ausencia de interés por parte del Gobierno hacia la política de inmigración. Unas actitudes que hacen que no sea necesaria una victoria de Vox para ver cómo han ganado el discurso y la política en este ámbito. Ya se sabe que una golondrina no hace verano, al igual que un gesto como el del Aquarius tampoco hace política migratoria.
España no es el único país donde podemos identificar este tipo de rendiciones ideológicas y políticas. Se trata de un hecho generalizado en toda Europa. Dinamarca, otrora adalid de la protección internacional, ha aprobado una ley que permite deslocalizar el asilo en terceros países, y lo ha hecho bajo el liderazgo de un gobierno socialdemócrata; Macron, con la vista puesta en un año electoral complicado, también lo ha dejado claro en sus últimas intervenciones, al igual que el candidato de la CDU y sucesor de Merkel, Armin Laschet, a pocas semanas de las elecciones alemanas. El miedo a la derecha radical se ha instalado en todo el espectro del centro derecha y centro izquierda europeo, y lejos de plantear alternativas compran sus argumentos y su marco discursivo, si no hay cambios, estará todo perdido.
Ruth Ferrero-Turrión es profesora de Ciencia Política e Investigadora Adscrita al ICEI (Instituto Complutense de Estudios Internacionales).