Hay algo en Esperanza Aguirre -lucidez, intuición, instinto de supervivencia- que la cataloga como una extraordinaria especie reptil en el terrario de la política española. Quizás sólo Artur Mas haya mostrado tal imaginación para la improvisación, el subterfugio, la reinvención personal. La semana pasada, mientras las trituradoras de papel del antiguo Palacio de Correos liquidaban […]
Hay algo en Esperanza Aguirre -lucidez, intuición, instinto de supervivencia- que la cataloga como una extraordinaria especie reptil en el terrario de la política española. Quizás sólo Artur Mas haya mostrado tal imaginación para la improvisación, el subterfugio, la reinvención personal.
La semana pasada, mientras las trituradoras de papel del antiguo Palacio de Correos liquidaban un cuarto de siglo de historia del gobierno de Madrid, Aguirre se sentaba ante la prensa para invitar a todos, Carmona, Carmena, Villacís, a un gobierno de «concentración municipal». Sólo ponía una condición: «que se acabe con los soviets de los distritos». Teniendo en cuenta que se trata de alguien que no pierde ni medio minuto en leer los programas de sus adversarios -al fin y al cabo, si en algo se distingue un político de pura cepa es en separar lo «importante» de lo fundamental- , Aguirre ha demostrado una capacidad excepcional para comprender esa «extraña cosa» que la ha derrotado. A lo mejor por eso, por su capacidad de reconocer a sus enemigos reales, se le deba atribuir una capacidad política muy superior a la de la mayoría de sus adversarios. Lo confirmaba unos días antes con su última «originalidad» -Aguirre no da puntada sin hilo-, al separar los campos en conflicto entre los partidos del régimen y los «antirégimen», a sabiendas que entre los primeros tiene todas las de ganar, mientras que entre los segundos la desbandada seguirá siendo la tónica mientras domine la confusión, el «espíritu de responsabilidad» y las medias tintas.
Sea como sea, Aguirre ha entendido lo fundamental. Los modos de hacer política que había aprendido durante casi cuatro décadas de transporte en coche oficial están seriamente amenazados. Con la misma intuición que sus viejos maestros, Rodolfo Martín Villa o Manuel Fraga, sabe -como cuando ellos cuando se enfrentaron al PSOE o al PCE- que el monstruo no es Podemos, ni tampoco una prestigiosa jueza por muy de izquierdas que sea, sino la marejada de fondo que empujó primero a los de Pablo Iglesias y hoy a Ahora Madrid.
La elección de la palabra «soviet» tampoco es casual. Obvio que pretende invocar el recuerdo del «terror rojo» entre los bienpensantes de la capital. Pero ella sabe que está hablando de otra cosa. «Soviet» fue el término que empleó Fraga para hablar de Vitoria en 1976, antes y después de masacrar la huelga más importante de la Transición. Y como Lenin en 1917, Aguirre se teme que vayamos a una situación de doble poder, en la que instituciones y políticos profesionales ya no reinan en solitario, teniéndoselas que ver con poderes sociales capaces de cosas extraordinarias.
Si se quiere entender tanto como Aguirre, hay no obstante que desacomodarse de las imágenes del realismo político más ramplón y leer la historia en los términos de un ciclo político más complejo que el electoral. Lo que ha sucedido en Madrid, y lo que nos va a sorprender en los próximos años, no comenzó el 25 de mayo de 2014 cuando Podemos se llevó el 10% de los votos en la ciudad, ni siquiera el 15 de mayo de 2011 cuando una insurrección democrática y pacífica cortocircuitó los mecanismos de reproducción de las mentiras que habían organizado la política desde 1978. Como en la historia de todas aquellas ciudades (París, Barcelona, Turín) que han sigo capitales de alguna revolución, el hilo rojo de esta región metropolitana, que aloja ya a siete millones de almas, tiene raíces profundas.
La Comuna de Madrid -no hay mejor nombre para designar aquello de lo que hablamos- se empezó a forjar a finales de los años noventa. Salió a la luz, como el topo de la historia, cuando eclosionó el movimiento global y el movimiento contra la guerra. Obtuvo su primer triunfo entre los días 11 y 13 de marzo de 2004, cobrándose la cabeza de su primer autócrata, Jose María Aznar. Y de ahí siguió su curso subterráneo con manifestaciones episódicas hasta que el 15M la desbordó en una clave insurreccional y democrática que duró varios meses en la acampada de Sol, se desparramó después en más de un centenar de asambleas de barrio y se confirmó con la ocupación de institutos, hospitales, facultades. Literalmente centenares de miles de personas se han iniciado y han hecho política -la seria, la de verdad, la que aspira a cambiar las cosas- en los episodios inconstantes, pero siempre sorprendentes, de la Comuna de Madrid.
La victoria de 24 de mayo en Madrid tiene pues una explicación compleja, pero es imposible si se separa de esta historia. Por eso conviene rebatir el manual improvisado de las claves del éxito electoral con el que se nos va a aleccionar -se nos alecciona ya- acerca del voto transversal de Carmena, de Carmena como «significante vacío» o de Carmena como atractor del voto del PSOE. Sin restar la eficacia que puedan tener todas estas explicaciones, resultan insignificantes y anecdóticas cuando se comparan con los soviets de Aguirre. Basta echar un vistazo al mapa electoral: los votantes de Ahora Madrid se concentran abrumadoramente en los distritos populares (Centro, Vallecas, Arganzuela), en los mismos barrios en los que menos debiera funcionar la identificación con la imagen de una jueza amable y anciana, en los mismos lugares en los que lleva concentrándose el esfuerzo militante de asambleas ciudadanas, movimientos de vivienda, mareas, centros sociales, etc.
Esperanza Aguirre, la última autócrata, ha sabido reconocer la monstruosidad «soviética» oculta detrás del rostro amable de Ahora Madrid. Por eso más allá de mandar a las hordas en contra del «gobierno de la izquierda radical», ha intuido también cuál puede ser el antídoto, la política de la representación y el compromiso institucional. Dejar que gobiernen, que asuman responsabilidades y con ello el funcionamiento normal en la administración de las cosas. Al fin y al cabo, están en minoría, ya caerán.
Por eso, la mejor manera de profundizar la democracia -¡de qué otra cosa se trata hoy!- no consiste tanto en asumir el chantaje implícito en la «responsabilidad» de gobierno, como en llevar de nuevo la movilización a las plazas, desbordar los órdenes de gobierno, recuperar la iniciativa política para la movilización social. Por contradictorio que parezca, hay que estar de acuerdo con Aguirre, lo de Ahora Madrid son los soviet, o en palabras más actuales: la democracia hecha de autonomía y autogobierno de los contrapoderes ciudadanos.
Emmanuel Rodríguez es miembro del Observatorio Metropolitano de Madrid
Fuente original: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=8044