Mi amigo Rafael Pillado me pregunta sobre la situación de los trabajadores en la Cataluña de ahora. Lo primero que se me ocurre decir es que están desaparecidos. No es que no se les vea, porque siguen trabajando -los que pueden y en las condiciones que pueden-, sino que están oscurecidos como clase. Parece como […]
Mi amigo Rafael Pillado me pregunta sobre la situación de los trabajadores en la Cataluña de ahora. Lo primero que se me ocurre decir es que están desaparecidos. No es que no se les vea, porque siguen trabajando -los que pueden y en las condiciones que pueden-, sino que están oscurecidos como clase. Parece como si sus problemas hubieran dejado de existir y la realidad es que sus intereses como asalariados no cuentan en una sociedad alienada. Intentaré explicar por qué.
Ya se sabe que la amenaza más importante a los derechos de los trabajadores es, en particular desde la última crisis, el desmantelamiento del Estado social, esencial en el modelo de convivencia europeo. La embestida neoconservadora por la privatización de la sanidad, la educación o el sistema de seguridad social pretende además que la relativa seguridad conquistada por los trabajadores desaparezca, y, tras ella, su capacidad reivindicativa.
A menudo se oculta que el concepto de democracia política como se conoce hoy es obra de la acción de los trabajadores desde hace más de un siglo: democracia es sinónimo de igualdad. Cuando la izquierda comprendió que el objetivo de los trabajadores no era la destrucción del Estado, sino su democratización para convertirlo en instrumento de redistribución, había ganado una batalla histórica. Tras muchos años de luchas y organización política y sindical, los trabajadores habían conseguido hacer valer su peso como clase. Se había impuesto una visión del Estado como garante de la seguridad de los más débiles. La Constitución de 1931 fue el primer paso en España y, tras la larga noche del franquismo, se consiguió definitivamente en la Constitución de 1978. Los que vivimos aquella época sabemos, aunque ahora esté tan de moda denostar nuestra democracia, el papel que jugó la clase obrera organizada en la transición. Las libertades políticas y sindicales han permitido a lo largo de cuarenta años el mayor periodo de progreso en las condiciones de vida y de trabajo en toda nuestra historia. Hemos construido también en España un espacio de libertad y de democracia que nadie nos ha regalado y que compite sin problemas con las democracias más desarrolladas del mundo. El segundo paso decisivo para la consolidación de nuestro modelo de convivencia se produjo con nuestra integración europea. A pesar de todas las contradicciones, de todos los retrocesos, Europa sigue siendo -al menos por ahora- un ámbito privilegiado de democracia en el contexto del mundo actual.
Nadie vea en lo que digo ningún atisbo de triunfalismo. Ni todo está bien, ni estamos a salvo de retrocesos. Sólo trato de combatir un vicio muy arraigado en la izquierda, que las derechas siempre celebran, como es la infravaloración sistemática de nuestros avances, con la suicida y ahistórica manía de querer comenzar siempre de cero, como si las generaciones anteriores estuvieran equivocadas por definición.
La crisis engendra miedo entre los más débiles. La amenaza del paro, la precarización y el cuarteamiento de la clase son sus consecuencias conocidas. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo. Sabemos que las tendencias conservadoras se agudizan y que el individualismo crece. Pero también sabemos que nuestra arma es la insistencia en la solidaridad de clase, en la defensa de los valores colectivos y en el rearme sindical y político, a pesar de todas las dificultades. Pero cuando se confunde, como ahora, la acción (o inacción) política de un gobierno de la derecha con el sistema o con el Estado, las consecuencias son desastrosas para los trabajadores, que somos los más interesados en su defensa.
Lo cierto es que el conservadurismo va ganado la batalla. Se impone la huida del derecho del trabajo, el trasvase de las rentas de los trabajadores a las del capital, la involución en el respeto de dos de los derechos básicos de los trabajadores: el de negociación colectiva, dejando inermes a los trabajadores, y el de huelga con las nuevas amenazas punitivas del código penal. La izquierda política no es capaz de hacer frente a esta ofensiva. Primero, por su inconcebible división en el diagnóstico de lo esencial, que debería ser la recuperación de la presencia y la fuerza organizada de los trabajadores para recuperar su peso como clase en la sociedad. Segundo, por la incomprensible deriva de una parte de esa izquierda que sustenta la idea de que nuestra democracia es herencia directa del franquismo. O no saben lo que fue o se equivocan profundamente: la principal tarea hoy de la izquierda española -y europea- debería ser la defensa de nuestro Estado social y democrático de derecho, que tanta lucha y esfuerzo costó conseguir. Socavarlo, contribuyendo a esa especie de que España es una democracia fallida o poco menos, solo favorece a la derecha económica y política más ultramontana, interesada en todo lo que huela a deterioro del Estado.
Si en el conjunto de España las políticas desarrolladas durante la crisis han supuesto un retroceso de las condiciones de vida y trabajo y de las organizaciones obreras, en Cataluña han tenido más éxito que en ningún otro lugar. El proceso secesionista tiene su origen en la necesidad de la burguesía catalana de perpetuarse en el poder en el momento en que en Cataluña se ponían en práctica los más brutales recortes sociales como continuación de la para entonces consolidada deriva privatizadora de la enseñanza y la sanidad pública. Cataluña es, de lejos, la comunidad autónoma con la administración más corrupta durante decenios. Si Artur Mas, el adalid de los recortes y máximo dirigente de los convergentes, no quería entrar de nuevo en el Parlament bajando de un helicóptero quería hacer olvidar los estragos del 3%, tenía que agitar un espantajo: «España nos roba» y si somos independientes viviremos estupendamente sin el lastre de los españoles. No es de extrañar que la burguesía catalana, con gran tradición de brutalidad con los trabajadores – la misma que les perseguía a tiros en los años veinte y que se aprovechó como ninguna otra con las ventajas del franquismo- se pusiera inmediatamente manos a la obra. Y que el miedo de las clases medias catalanas a las consecuencias de la crisis, bien agitado por la propaganda institucional, hiciera el resto del trabajo. La agitación de los más bajos instintos supremacistas e insolidarios siempre es rentable para las derechas en momentos de crisis.
De manera paulatina pero constante, el objetivo ha sido el desgaste y la demolición del Estado para construir un enemigo externo. La provocación continua, el doble lenguaje y la insistencia en la diferencia (naturalmente, la superioridad frente a todo lo español) han sido el mensaje avasallador en una sociedad, al principio perpleja y después, en una parte, beligerante. La grosera sustitución de la perspectiva de clase por la nacional durante seis largos años ha permitido llenar de bruma las relaciones sociales en Cataluña. Esta pseudo-revolución de ricos contra pobres ha conseguido desviar la atención de los verdaderos problemas. Porque no se trata sólo de los «pobres» españoles, sino sobre todo de una acción política calculada y perseverante contra los trabajadores catalanes, hasta el punto de que su voz ha quedado callada, sus problemas inéditos y sus organizaciones de clase mareadas en un papel subsidiario de los intereses de las clases dominantes. No se olvide que la emancipación no puede ir nunca de la mano de la insolidaridad y que democracia es incompatible con desigualdad.
No ha bastado con el golpe antidemocrático de septiembre, aprobando vergonzosamente en el Parlament la derogación del Estatuto de Autonomía y la Constitución, instituyendo el nombramiento de los jueces por el Gobierno -estos que hablan de la separación de poderes- o despojando de la ciudadanía a más de la mitad de los catalanes al erigirse en interpretes únicos de la voluntad popular. La organización desde el poder público de las llamadas «huelgas de país» no es sino la versión más reaccionaria y caricaturesca de una noble acción obrera que tanto costó constitucionalizar. Cuando se asiste a la llamada de todos los órganos de la Administración pública a que los funcionarios dejen de trabajar sin perder su sueldo, como un acto patriótico, es difícil identificar la acción con una huelga.
La resistencia, tras las últimas elecciones, a admitir que la independencia ilegítima y antidemocráticamente proclamada fue un absoluto fracaso político, jurídico y de reconocimiento internacional, conduce ahora a la consolidación de la división y el enfrentamiento social. El victimismo se recrudece para intentar que quienes a sabiendas rompieron el orden democrático no asuman su responsabilidad. Las continuas invocaciones totalizadoras al conjunto del «pueblo de Cataluña», los repetidos intentos de uniformización de la sociedad en el altar de la patria, sólo pretenden enmascarar un nuevo bonapartismo del que su principal víctima son, como siempre, las clases trabajadoras. El nuevo culto al líder, ahora en la persona de un aventurero como Puigdemont, junto con la asfixiante intimidación del disidente, produce escalofríos en quienes conservamos la memoria.
Y estos son los que van diciendo que España no es un país democrático. Han engañado a muchos y tienen a su favor el desastre de gobierno del Partido Popular que todos padecemos. Confundir un gobierno de derechas, por muy inútil que sea, con un Estado democrático puede ser un buen argumento de propaganda que, si se repite muchas veces puede llegar a ser creído. Creer que por invocar la república (su furor de apropiación no tiene límites) son herederos de los valores republicanos, -basados, estos sí, en los derechos de los ciudadanos y no de los territorios, y en el respeto, la igualdad y la solidaridad- puede contentar a los que se han creído la mentira de que la guerra del 36 la libró España contra Cataluña y no las clases trabajadoras de toda España contra la reacción y el fascismo, presentes -y bien presentes- también en Cataluña. Pensar que la división de los trabajadores en una Europa constantemente amenazada en su modelo de democracia social es un buen negocio, puede ser compartido por gentes como la Liga Norte, la ultraderecha europea o los conservadores del Brexit. Pero que la izquierda caiga en esas trampas no sólo es inconcebible, sino que constituiría una grave traición a la clase que dice defender. Sustituir el avance democrático en la igualdad por el debate identitario ha sido -y es aún- la mayor victoria en años de la derecha económica y política catalana sobre los trabajadores. ¿Seguiremos así o nos caeremos del guindo alguna vez?
Fuente: http://lopezbulla.blogspot.com.es/2018/05/los-trabajadores-en-cataluna-retroceso.html