Sigamos ignorando que entre nosotros hay excelentes pensadores, ninguneados por la banda de Prisa, y así será hasta que alguien, desde una cultura hegemónica, los «descubra» La lengua es compañera del Imperio (Antonio de Nebrija. Gramática de la Lengua Castellana 1492. Dedicada a Isabel la Católica) Los cuatro puntos cardinales son tres: Norte y Sur […]
Sigamos ignorando que entre nosotros hay excelentes pensadores, ninguneados por la banda de Prisa, y así será hasta que alguien, desde una cultura hegemónica, los «descubra»
La lengua es compañera del Imperio
(Antonio de Nebrija. Gramática de la Lengua Castellana 1492. Dedicada a Isabel la Católica)
Los cuatro puntos cardinales son tres: Norte y Sur
(Vicente Huidobro)
El título que acaban de leer es eso, un título, bajo el cual quiero tratar, aunque sea brevemente, del tema de que en las «culturas traductoras», como es la española, también hay gentes que piensan. (Recordemos aquí que, en nuestra opinión, hay tres tipos de culturas literarias: las hegemónicas o «creadoras», las traductoras o dependientes y las decididamente ausentes; ya volveremos sobre esto).
Fue el intelectual argentino del siglo XIX Domingo Faustino Sarmiento [NdeLH: de derecha y altamente reaccionario] quien, durante un viaje que hizo a España en 1846, dijo sencillamente esta gran verdad sobre la «cultura hispánica». «Ustedes -escribió a aquellos españoles- no tienen autores, ni escritores, ni sabios, ni economistas, ni políticos, ni historiadores, ni cosa que lo valga; como ustedes aquí y nosotros allá, traducimos». Ilustraba esta afirmación refiriendo que él no había visto «más libro español que uno que no es libro, sino unos artículos de periódico de Larra».
Esta opinión ha sido comentada después por algunos autores españoles escritores de verdaderos libros, como Américo Castro y Juan Goytisolo. Para éste, en su prólogo a la «Obra inglesa» de José María Blanco White, Sarmiento tuvo razón en su momento y Blanco White fue una excepción que se dio en el exilio y escribiendo en inglés; para Castro, en su libro sobre Cervantes y los casticismos, Sarmiento se olvidó, al decir lo que dijo, de que entonces sí había algunos libros españoles, sólo que, ay, los libros que don Américo cita son de Donoso Cortés y de Balmes, lo que más bien corrobora la afirmación de Sarmiento, no porque no sean libros -el Criterio es evidentemente un libro-, sino por su contenido altamente reaccionario.
Pero sigamos. Sea como sea -o haya sido como haya sido-, parece muy cierto que la «cultura española» forma parte, desde el siglo XVIII, de las culturas -no sólo literarias- dependientes y generalmente ignoradas. Tratando concretamente de la escritura, yo no puedo dejar de observar que nosotros estamos siempre leyendo a autores extranjeros traducidos y además citándolos como autoridades, y, en fin, traduciendo a muchos de ellos que todavía no lo han sido, y, desde luego, leyéndonos muy poco a nosotros mismos -a nuestros autores- y, en consecuencia, ignorándonos mucho. El caso es que la tasa de nuestra propia cultura la medimos por la cantidad de libros que se traducen al español mientras en los grandes países culturales nuestra producción es casi absolutamente ignorada, salvo en el campo de los hispanistas recalcitrantes, generalmente aislados en sus universidades, y aquí viene recordar a un poeta argentino, Baldomero Fernández Moreno, que escribía una especie de greguerías, una de las cuales dice así: «En español en el original. ¡Algo es algo!». Un ejemplo de la desatención a la cultura castellana en los países hegemónicos es que la «Revista de Occidente» de José Ortega y Gasset adquirió notoriedad en España sobre todo por su atención a la cultura alemana; atención que ponía al corriente a los españoles de lo mucho y bien que se pensaba en alemán. Era evidente que para estar «a la altura de los tiempos», como decía el mismo Ortega, había que leer a pensadores como Georg Simmel y, desde luego, Max Scheler, etcétera. No habría que añadir que de las culturas literarias que hemos llamado «ausentes», en esta península, la más ausente es la euskaldun, que queda situada a más bajo nivel aún que la catalana y la gallega, y, desde luego, que la castellana y la portuguesa.
Hace unos años, cierto «nuevo filósofo» francés, cuyo nombre no recuerdo, naturalmente famoso por el hecho de ser francés, publicó un libro sobre el tema de la función social de «las masas» en nuestro tiempo -un libro cargado, como es frecuente, de bibliografía-, y que un periodista le preguntó su opinión sobre «La rebelión de las masas» de José Ortega y Gasset, y que el filósofo galo respondió sencillamente que él, que tantos libros citaba, no conocía ése pero que, eso sí, «le habían hablado muy bien de él». Nada grave para su prestigio. ¿Un libro importante escrito en español? ¿Quién recuerda tal cosa después del Quijote?
Que no haya problemas. Nosotros sigamos traduciendo -que es lo nuestro- a los líderes intelectuales de las grandes culturas y aceptando nuestra propia inexistencia: los traductores no piensan. ¡A traducir, muchachos! Nosotros sigamos ignorando que entre nosotros hay excelentes pensadores, ninguneados, claro está, por los grandes medios que forman la banda de Prisa, y así seguirá siendo hasta que alguien, desde una cultura hegemónica, los «descubra» y nos revele que merecen una gran atención, lo que es muy improbable que ocurra por las razones que se dicen en este artículo. A muchos escritores euskaldunes les parecerá que publicar en castellano es una situación privilegiada; y sí que lo es en comparación con la «ausencia cultural» en la que ellos se encuentran, pues en relación al euskara el castellano/español es todavía una lengua «imperial».
Pero ¿hay alguien que mire hacia estas culturas, por ejemplo, desde Francia, fuera de los reductos universitarios? Trataré de responder a esta pregunta con unas pocas palabras, mejor dicho, con una sola palabra: Nadie, fuera del gueto que son las universidades y sus incombustibles «hispanistas».
Ahora me acuerdo de que Miguel de Unamuno desdeñaba el euskara por ser una lengua arcaica e incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, con lo que quería decir, incapaz para traducir las grandes literaturas modernas. También consideraba -aunque no lo dijera mucho- que la lengua castellana es un terreno literariamente poco recomendable, de manera que, según se dice, aprendió danés para poder leer bien a Sören Kierkegaard. Recordemos también que, a propósito de la obra cumbre de la literatura castellana, el Quijote, dijo que prefería leerla en inglés porque «ganaba traducida».
Podemos pensar, con estos datos y otros, que sería preferible para nosotros estar instalados en una de esas culturas hegemónicas, ya que resulta que incluso ser un escritor marginado francés -por ejemplo, Jean Gênet- convierte a este presunto desdichado («mártir», lo llamó Jean Paul Sartre), ipso facto (por ser francés), en una gran estrella para las culturas dependientes de la francesa. En cuanto a las culturas literarias sub-dependientes o «ausentes», traducir a un autor como Gênet siempre será una buena noticia, porque ello será una evidencia de que Unamuno no tenía razón y de que el euskara es una gran lengua culta.
Podría pensarse, ante un artículo como éste, que yo no soy partidario de que las otras culturas literarias sean traducidas al castellano. Nada menos cierto, aunque sí lo es que hace muchos años, cuando yo empezaba a escribir para el teatro, y ante la ocupación de todas las salas no mercantiles de Madrid por traducciones, tuve la idea de proponer, para dar lugar a un espacio de creación propia, que se dejara de traducir tanto, y así es que titulé un artículo «Desconozcamos el teatro extranjero… por ahora». Enrique Jardiel Poncela -muy nacionalista español él- me lo aplaudió, y yo le hice saber el verdadero sentido de mi posición, pues ya desde muy joven fui partidario de un internacionalismo cultural. Como ahora quiero manifestarlo ante el libro de Jacques Bouveresse «Bourdieu, sabio y político«, que acaba de editar Hiru y que ha provocado en mí las reflexiones aquí presentes.
Al mismo tiempo -y por las mismas razones- siempre seguiré lamentando que, por ejemplo, en el siglo XIX, Larra, que conocía al dedillo la literatura francesa, fuera completamente desconocido en Francia; o que, en el siglo pasado, el pensamiento de un destacado filósofo marxista, Manuel Sacristán, quedara oculto bajo la gran magnitud de su obra como traductor. «¿Manuel Sacristán? ¡Ah, sí, el traductor de Lukacs!».
Termino este artículo proponiendo seriamente mi decidida apuesta por el internacionalismo cultural; apuesta que ha de partir de una afirmación de nuestras propias culturas, hoy dependientes o ignoradas: un triste destino que es preciso romper. ¡Viva el internacionalismo cultural! ¡Viva el Sur!
Fuente: http://www.lahaine.org/index.
rCR