Hay quien sin conocer Vallecas, ni andar por los Carabancheles, ni haber tomado una copa en Lavapiés, ni bajar al Metro, ni estudiar en sus universidades, ni haber comprado algo en el Rastro, ni pasear siquiera por Chamberí, cree en su ingenuidad que Madrid es sólo la residencia de los latifundistas andaluces, de los banqueros […]
Hay quien sin conocer Vallecas, ni andar por los Carabancheles, ni haber tomado una copa en Lavapiés, ni bajar al Metro, ni estudiar en sus universidades, ni haber comprado algo en el Rastro, ni pasear siquiera por Chamberí, cree en su ingenuidad que Madrid es sólo la residencia de los latifundistas andaluces, de los banqueros vascos, de los ejecutivos de las multinacionales, la sede del palacio de La Zarzuela donde vive el rey y del palacio de la Moncloa donde se reúne todos los viernes el consejo de ministros. Confunde así el culo con las témporas.
Ya en tiempos de Goya, cuando era poco más que una pequeña villa con su Corte de los milagros, el pueblo luchó a pecho descubierto contra las tropas invasoras napoleónicas mientras el rey Fernando VII esperaba en suelo francés que se le restituyera en el trono para imponer después el absolutismo y liquidar a los liberales.
Durante la guerra civil, Madrid resistió de manera heroica durante tres años el asedio de las tropas de los generales Franco y Varela con sus miles de mercenarios moros a las puertas de la Casa de Campo. Alberto Méndez, querido compañero de Facultad y de lucha, autor de una novela de lectura imprescindible, Los girasoles ciegos, en una entrevista que merece releerse (http://www.ladinamo.org/ldnm/articulo.php?numero=12&id=298) describió sin tono épico la grandeza moral del pueblo en la defensa de Madrid: «Madrid no la defendió un ejército regular, la defendieron señores que iban a trabajar y, al salir, cogían el fusil y se iban al frente y después se volvían a casa y tenían que echarse a dormir porque tenían que entrar pronto a trabajar. Más impresionante aún eran los chavales que querían irse al frente por las tardes y sus padres no les dejaban. Todo era tan… doméstico. No hubo épica, lo que hubo fue grandeza moral».
Los madrileños soportaron con estoicismo los bombardeos de la aviación fascista en sus barrios populares pero también en plena Gran Vía, en la Ciudad Universitaria que quedó completamente arrasada y hasta en la joya de la cultura española, el Museo del Prado, salvado milagrosamente de la destrucción por el gobierno de la II República. Antonio Machado cantó esos trágicos momentos en unos versos que vale la pena recordar:
Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena, rompeolas de todas las Españas! La tierra se desgarra, el cielo truena, tú sonríes con plomo en las entrañas.
En los años 60 del siglo pasado, la capital nos vio correr por sus calles delante de los «grises» a los jóvenes universitarios que pedíamos libertad mientras los obreros metalúrgicos del extrarradio celebraban asambleas donde nacieron Comisiones Obreras.
Dos grandes novelistas, el canario Benito Pérez Galdos y el vasco Pío Baroja narraron las penalidades de su gente humilde para poder vivir. En los años 30, Madrid gozó de las creaciones literarias de sus poetas como Federico García Lorca, Rafael Alberti, José Bergamín y Vicente Aleixandre. Más tarde, la pobreza de su pueblo y la miseria moral del franquismo quedaron dibujadas con mano maestra por escritores de la talla de Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Ignacio Aldecoa, Luis Martín-Santos, Lauro Olmo, Antonio Buero Vallejo, Rafael Azcona y Alfonso Sastre. En contra de la desmemoria promovida interesadamente por los apologetas de la transición, hay que conservar la memoria colectiva de este pasado de lucha para comprender mejor la actual resistencia de Madrid a la liquidación de los derechos sociales conquistados por el pueblo con tanto sacrificio.
La protesta ciudadana que no cesa
La semana pasada los madrileños se volcaron al paso de los mineros del Norte que concluían así su ya histórica «marcha negra». Los acompañaron en la Puerta del Sol por la noche y al día siguiente decenas de miles de ciudadanos se manifestaron junto a ellos por el paseo de la Castellana hasta el ministerio de Industria donde ni siquiera un director general se dignó recibirlos. ¡Esta es la calaña que dirige el gobierno de la nación!
Una vez que don Guindos, exdirector para Europa del banco quebrado estadounidense Lehman Brothers, dio a conocer el pasado día 13 de Julio el mayor recorte económico en la historia de España, varios miles de funcionarios públicos salieron espontáneamente a la calle para rechazar esta nueva y gravísima agresión a sus derechos. Desde entonces, noche y día, los manifestantes han protestado en las principales calles y plazas del centro de Madrid, ante las sedes del PP y del PSOE («la rosa y la gaviota me tocan las pelotas!», gritaban), e incluso han intentado en vano llegar al congreso de diputados, protegido con vallas y fuerzas antidisturbios de la ira popular.
A los funcionarios de la administración pública se han unido policías, bomberos, empleados del ayuntamiento, profesores, médicos y personal sanitario, pensionistas, jóvenes en paro, y un largo etcétera. Los estrategas del poder querían paralizar en pleno verano cualquier protesta anestesiando a la gente con el fútbol y los programas basura de las cadenas de televisión. El hartazgo, sin embargo, es tanto que el vaso se colmó. Y las mentiras de los ministros tan frecuentes, que ya nadie cree sus palabras, ni confía en sus promesas.
Cristina Cifuentes, delegada del gobierno en Madrid, después de haber prohibido la entrada de los mineros desde Moncloa a Sol, veto que sólo los jueces lograron levantar, amenaza ahora a quienes pretendan que Madrid se parezca a Atenas (¡). Debe considerar intolerable que nos inspiremos en la cuna de la democracia. ¿Desea entonces esta dama que Madrid se parezca a Miami, tan admirada por Esperanza Aguirre, con sus mafias omnipresentes y su curiosa interpretación de la ley y el orden? ¿O acaso lo que prefiere es que el pueblo sea llevado al matadero en silencio como los corderos? Tuvo doña Cristina la infeliz ocurrencia de pasear junto a un grupo de manifestantes, alguno de los cuales hasta se atrevió a increparla al grito de «dimisión». No la golpearon, ni la hirieron, ni la detuvieron como suelen hacer con demasiada frecuencia los policías a sus órdenes. Es intolerable que traten así a la delegada del gobierno, se queja amargamente el ABC.
Malos tiempos para los políticos que no se atreven a dar la cara y tienen que esconderse de la gente en la oscuridad de sus despachos con unos policías en la puerta. No hay peor cosa para estos testaferros del gran capital financiero que el pueblo pierda el miedo, harto de ser expoliado. Y eso es lo que está pasando.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.