En los casos de violencia penitenciaria, el Tribunal Constitucional, y tras el toda la jurisprudencia menor, ha resuelto la cuestión otorgando presunción de veracidad a los funcionarios, en aquellos casos en los que existe una contradicción entre la declaración de un interno y la de estos. La asunción del principio de la dignidad de la […]
En los casos de violencia penitenciaria, el Tribunal Constitucional, y tras el toda la jurisprudencia menor, ha resuelto la cuestión otorgando presunción de veracidad a los funcionarios, en aquellos casos en los que existe una contradicción entre la declaración de un interno y la de estos.
La asunción del principio de la dignidad de la persona como presupuesto ético, elevada en el artículo 10.1 de nuestra Carta Magna al rango de fundamento del orden político y de la paz social, es sin duda alguna uno de los mayores logros de las democracias occidentales. Alcanzarlo no ha sido fácil, y lo cierto es que todavía nos cuesta dar respuestas coherentes y adecuadas a este principio respecto a determinados colectivos, entre ellos la población reclusa.
No en vano la Ley Orgánica General Penitenciaria 1/1979 -en adelante LOGP- dispuso la creación de los Juzgados de Vigilancia Penitenciaria, entre cuyas competencias, el artículo 76 preveía salvaguardar los derechos de los internos y corregir los abusos y desviaciones que en el cumplimiento de los preceptos del régimen penitenciario puedan producirse, en parte, como garantía concreta de la prohibición de los tratos inhumanos o degradantes contemplada en el artículo 14 de nuestra Constitución.
La previsión de que en el seno de la administración penitenciaria pudieran producirse abusos y desviaciones, no respondía sólo a circunstancias históricas, ni siquiera a las reivindicaciones de los presos comunes en el muy convulso panorama penitenciario español de los setenta. Responde, sobre todo, a la constatación de que, objetivamente, el privado de libertad se encuentra en una posición de vulnerabilidad e indefensión mucho mayor que el ciudadano libre, es decir, en una especial situación de riesgo objetivo.
Esta situación objetiva de riesgo, se debe principalmente a dos circunstancias. En primer lugar, a la opacidad intrínseca y, en mayor o menor medida inevitable, de todo centro penitenciario.
Así como en la denominada violencia contra la mujer la mayoría de las agresiones se producen en la opacidad del domicilio conyugal, lejos de miradas de terceros, la violencia penitenciaria se produce generalmente en espacios cerrados (opacos) en el que comúnmente se encuentra el privado de libertad frente al funcionario.
Hasta que por la jurisprudencia no se entendió que esa opacidad formaba parte del problema mismo de la violencia contra la mujer, y que obviar la dificultad probatoria que de ello se derivaba era tanto como amparar de facto espacios de impunidad para los supuestos agresores, no se comprendió la necesidad de marcar un nuevo equilibrio entre la tutela judicial efectiva a la víctima y la presunción de inocencia del supuesto agresor en este tipo específico de criminalidad.
Por el contrario, en los casos de violencia penitenciaria, el Tribunal Constitucional, y tras el toda la jurisprudencia menor, ha resuelto la cuestión otorgando presunción de veracidad a los funcionarios, en aquellos casos en los que existe una contradicción entre la declaración de un interno y la de estos.
En la práctica, eso se traduce en un espacio objetivo de impunidad cuya consecuencia inmediata es dificultar en gran manera la inmensa mayoría de investigaciones internas que se incoan cuando, existiendo una denuncia de malos tratos de un interno contra un funcionario, esta simplemente es negada por este, justificando las lesiones que puedan aparece en el correspondiente informe médico, como resultado de haber ejercitado la fuerza mínima indispensable para reducir al interno. Igual suerte corren, salvo contadas excepciones, las denuncias interpuestas por los internos ante la jurisdicción penal: ante las versiones contradictorias es frecuente que las actuaciones se archiven en base al principio de presunción de inocencia que ampara al denunciado.
Otra de las circunstancias objetivas que, a mi entender, conforman, junto a la opacidad, una situación objetiva de riesgo, es la obligada dependencia del interno con respecto al funcionario.
En el ámbito de la violencia contra la mujer, el legislador ha considerado oportuno articular una doble vía de protección a la víctima: la denominada orden de alejamiento y la facilitación de los medios necesarios para que la víctima pueda romper la relación de dependencia que le pueda unir a su agresor.
El interno que se decide a denunciar a un funcionario ante el Juzgado de guardia, sabe que ese mismo día puede estar nuevamente bajo la custodia y autoridad del mismo, en otras palabras, bajo su directa dependencia. De ahí el temor a posibles represalias.
Y esa dependencia no se reduce al ámbito de las estrictas competencias de los funcionarios encargados de la custodia. En materia de permisos de salida, clasificación de los internos, y acceso a la libertad condicional, es preceptivo -entre otros- un informe psicológico. Es habitual -digámoslo claramente- que esos informes sean elaborados sin explorar al interno, basándose sobre las impresiones trasmitidas por los funcionarios de los distintos módulos, que mas allá de sus atribuciones, podrán cuando menos condicionar positiva o negativamente el sentido de los informes, con las consecuencias que en un sentido u otro puedan derivarse para el penado.
Mientras la opacidad actúa dificultando sobremanera el esclarecimiento de los hechos, la dependencia actúa disuadiendo al interno de presentar denuncia.
El resultado final de todo ello es la conciencia clara, tanto de los internos como de la mayoría de los operadores jurídicos -y mía desde luego-, de que el sistema de salvaguarda de los derechos de los internos y de su protección frente a los abusos y desviaciones que puedan producirse en relación a malos tratos físicos o psíquicos, y que en último extremo afectan a la dignidad de la persona, es poco menos que una pura ficción jurídica.
Y de ello se derivan consecuencias nefastas no sólo para los internos, sino también para el sistema y para el propio cuerpo de funcionarios. Para el sistema, porque afecta a su legitimidad y a su credibilidad. Y ello es profundamente negativo. Un estado de derecho no se puede permitir espacios posibles de impunidad. Es antes que una cuestión jurídica, una cuestión ética que trasciende el ámbito estrictamente penitenciario para afectar a toda la sociedad en general. También porque se produce la paradoja de que sea el propio sistema quien transmite un mensaje radicalmente contrario al propio fin de la Institución Penitenciaria establecido en el titulo preliminar de la LOGP 1/79: la reeducación y la reinserción social. Efectivamente, si consideramos que en parte la reinserción social consiste en que el penado interiorice el valor de la ley como instrumento de convivencia en el que todos los ciudadanos podemos encontrar amparo, lo que realmente experimenta el penado en su experiencia carcelaria es que la ley es en la praxis una pura ficción que ni se cumple ni le ampara, y que, por tanto, no merece ser ni valorada ni respetada.
Para los funcionarios, porque la conciencia de que gozan de un espacio teórico de impunidad, les somete colectivamente a una injusta e indiscriminada situación permanente de sospecha que no es capaz de acallar ni el archivo de los expedientes disciplinarios ni de las causas penales.
El abordaje de los malos tratos en prisiones inferidos por funcionarios a internos es una cuestión jurídicamente complicada. Ni se puede proveer a los internos de un arma arrojadiza contra los funcionarios, ni se puede otorgar una impunidad de facto a estos. De forma urgente y prioritaria es necesario realizar estudios de campo sobre este fenómeno, adoptar medidas concretas de sensibilización y prevención de la violencia penitenciaria, y, sobre todo, articular protocolos y procedimientos de investigación -tanto judiciales como administrativos- que no sean notoriamente inoperantes y que ofrezcan a todas las partes implicadas las garantías mínimas necesarias para generar confianza en sus resultados.
Antoni Vicens es abogado y miembro de la Comisión de Derechos Humanos del Colegio de Abogados de Baleares.