Traducido por Manuel Talens.
Estábamos flotando en algún lugar del estrecho de la Florida e Ian Svenonius tenía un mensaje para los muchachos:
«Muddy Waters comentó una vez que el blues había tenido un hijo y le pusieron por nombre rock ‘n’ roll, pero no explicó las circunstancias de aquel bendito nacimiento», declamó ante un público de rockeros de garaje y náufragos de la clase creativa, que se habían dado cita en un barco de la compañía Carnival Cruise Lines en febrero de 2011 para el festival inaugural Bruise Cruise. Svenonius estaba recitando un comunicado apócrifo, únicamente audible si se escucha en sentido inverso una determinada grabación del Coro del Teatro Bolshoi con la Orquesta del Primer Modelo del Ministerio de Defensa de la URSS. «¿Y quién había fecundado al blues?», continuó. «El comunicado no aclara este detalle y cabe esperar que el oyente se pregunte por qué. ¿Acaso debemos asumir que fue un nacimiento virginal? Dada la promiscuidad del blues parece muy poco probable.»
Unos meses después, de vuelta en tierra firme con su banda Felt Letters, Ian Svenonius estaba inmerso en un extraño concierto en Comet Ping Pong. En vez de la cháchara habitual entre tema y tema, lo que allí se escenificaba era una sesión de espiritismo: fue convocando de una en una a varias figuras encapuchadas que estaban al fondo del escenario para que recitasen los consejos de ultratumba de iconos muertos del rock.
Puede que a estas alturas el lector haya asumido que Svenonius, que es tal vez el showman más original surgido del segundo advenimiento del punk en el Distrito de Columbia -cuyo currículum vitae, teñido de un lenguaje políticamente radical, incluye bandas como Nation of Ulysses, The Make-Up, Weird War y, ahora, Chain & The Gang- había entrado en una fase didáctica de su carrera.
Pero lo cierto es que Svenonius ha estado cuestionando y desembalando el significado del rock ‘n’ roll desde que empezó a practicarlo: en su libro de ensayos The Psychic Soviet; en una de las entrevistas «Soft Focus» que suele publicar en el sitio web Vice -la que le hizo al músico británico Peter Kember- y en las canciones que van desde «The Sound of Young America», del álbum 13-Point Program to Destroy America con su primer grupo Nation of Ulysses, hasta «600,000 Bands» con Felt Letters.
En su trabajo más reciente, Strategies for Making a Rock ‘n’ Roll Group (Akashic Books), Svenonius monta de nuevo una sesión de espiritismo con espectros de rockeros famosos como Brian Jones, Buddy Holly, Jimi Hendrix y Paul McCartney (de quien arguye que, si bien no ha muerto, pasa mucho tiempo en el plano astral). A lo largo del libro, dichos espíritus contraculturales ofrecen una serie de instrucciones para la creación, la actuación y la supervivencia de una banda de rock ‘n’ roll. Se trata, como promete el dossier destinado a la prensa, de «un dispositivo de alarma, un texto filosófico, un ejercicio de terror, una clase de aeróbic y un libro para colorear».
Con la ayuda del médium Ian Svenonius, el Washington City Paper ha logrado pasar de contrabando desde ultratumba tres de los veintisiete capítulos de este libro, que presentamos a continuación.
Segunda Parte – Capítulo II: OBJETIVOS
Para establecer la identidad de una banda de rock ‘n’ roll hay que definir en primer lugar cuáles son sus objetivos.
¿Busca ser a) «famosa» o b) sexualmente popular? ¿Pretende c) escribir buenas canciones al estilo de otra banda o quizás d) promover un sistema ideológico en particular?
Si el objetivo es ser a), le instamos a que busque otro camino. La fama de una banda suele ser fugaz e, incluso cuando se alcanza -lo cual es bastante raro-, está sujeta a los caprichos y vaivenes de un público ignorante. El miembro de la banda o el cantante solista es un payaso que a veces divierte a quien lo escucha, pero que con mayor frecuencia pasa totalmente inadvertido o es objeto de escarnio. La fama que logra es tan momentánea que parece una alucinación y, por lo general, se asocia con poco dinero. Hay maneras mucho más seguras de buscar notoriedad, la más fiable de las cuales es una carrera política.
La política no requiere talento, inteligencia ni belleza. Al principio, ni siquiera es necesario tener un traje. Basta con soltar ante un micrófono algún vitriolo «provocador» (creacionista, intolerante o reaccionario de cualquier tipo) para atraer patrocinadores financieros que se encargarán de obtener apariciones en la tele, eventos para recaudar fondos y ropa elegante a medida. Esa fama será más duradera y generalizada que toda la que puede alcanzarse en la música. Baste con decir que alguien como Donald Rumsfeld, un mediocre funcionario público sin preparación, inteligencia ni encanto, goza de una mayor celebridad internacional que el rockero Mick Jagger, que ha alcanzado la cúspide de su arte. A Rumsfeld, que es un personaje del ayer sin proyección alguna, lo conocen en todos los rincones de Asia, Oriente Próximo y África por su locura y su arrogancia, mientras que a Jagger apenas lo admiran un par de cientos de millones de entusiastas de la música, en su mayoría localizados en el primer mundo.
Si alguien se mete en un grupo para b), es decir, para follar, que se vaya olvidando del asunto. Lo mejor es que se busque un trabajo en la publicidad, la medicina o la «ley». La propaganda televisiva glorifica profesiones de ese entorno (en series como Ley y Orden, Anatomía de Grey y Mad Men), que proporcionan incentivos como bienes raíces, lujosas sábanas de algodón y la estabilidad necesaria para seducir a sus presas en la sociedad capitalista.
Si el objetivo es c), escribir canciones al estilo de otra banda, es posible que sea algo innecesario. Puede que el grupo merecedor de un homenaje haya dejado de existir, pero probablemente su legado permanezca en casetes, discos o vídeos.
Sin embargo, si la ambición se centra en d), a saber, algún tipo de objetivo social, estético o vagamente político, una banda es el medio ideal para transmitir el mensaje, ya que se trata de una especie de organización secreta a través de la cual es posible realizar una auténtica transformación de la cultura.
Pero no hay que olvidar que el cambio promovido por una banda no se diferencia gran cosa de un hechizo mágico. Sea cual sea la intencionalidad que pretenda, el conjuro invocará algo deforme y accidental: desatará fuerzas incontrolables o avanzará lenta e insidiosamente como una bola de nieve hacia algo monstruoso que atormentará a sus miembros para siempre. Pero esas cosas inevitables no tienen por qué quitarles el sueño a estas alturas.
Por ahora, su preocupación es cómo hipnotizar, seducir y atrapar a una congregación o «público» para que se conviertan en fieles o «fans». Al fin y al cabo, hoy en día la banda de rock ‘n’ roll se parece mucho a una secta religiosa o a una facción de un grupo político: se dedica en permanencia a evangelizar y a buscar acólitos.
En el pasado, el músico solía ser un pianista que se sentaba en un rincón de un bar o un laudista o sitarista que tocaba en la calle o en un baile. Ese músico trataba de provocar una reacción en sus oyentes, pero sin hacerse más ilusiones que las posibles alabanzas a recibir en una noche especialmente redonda. Desde luego, no esperaba lealtad alguna de sus oyentes. Más aún, el hecho de esperarla habría sido considerado como algo erróneo, insensato o blasfemo. Sin embargo, eso es precisamente lo que exige incluso la más anodina banda de rock ‘n’ roll.
Las modernas bandas de rock ‘n’ roll quieren seguidores, cifras desorbitadas en el Nielsen SoundScan, una masa de fieles que la citen en las redes sociales y famosos en los documentales que den testimonio de lo mucho que cambiaron sus vidas tras haberlas escuchado. Exigen la asistencia a sus conciertos, derechos sobre las camisetas impresas con su nombre y fetichismo por las versiones originales de sus discos. Ven el rock ‘n’ roll como un juego de suma cero en el que el disfrute de la música o de la actuación de otra banda se toma como una deslealtad. Padecen los celos miopes de un amante inseguro, pues no tienen en cuenta que la masa de seguidores del rock ‘n’ roll se ha ido reduciendo mientras que, al mismo tiempo, se producía una explosión demográfica de las bandas que lo practican, que hoy se cuentan por cientos de miles.
¿Por qué la banda de rock ‘n’ roll exige una lealtad como ésta? Porque lo suyo no tiene que ver sólo con la música. De hecho, tiene muy poco que ver con la música. La moderna banda de rock ‘n’ roll es la descendiente directa de la pandilla callejera y ha heredado muchas de las petulancias de tales organizaciones. Sin embargo, se trata de una entidad cuyas actuaciones han adquirido un componente de producción comercial y su ámbito ha llegado a ser mucho más amplio que el de sus violentos y obtusos predecesores.
En cierto sentido, las bandas de rock ‘n’ roll han reemplazado a los movimientos artísticos modernistas que transformaron la sociedad en el siglo XX (dadaísmo, futurismo, surrealismo, etc.) y que también se alejaron de las artes visuales, el medio que supuestamente practicaban. Llegaron tan lejos en su impugnación de las técnicas que se habían ido desarrollando a lo largo de los siglos y en el desprecio de todo lo académico que el arte se fue a pique, tras lo cual los restos del naufragio pasaron a transformarse en ese híbrido peculiar de ensayo académico, bono de inversión y bufonada que es hoy en día.
Si los dadaístas, surrealistas, constructivistas y demás nosequeístas hubieran podido vislumbrar el futuro se habrían horrorizado al ver el mundo del arte que engendraron para las generaciones futuras. O puede que les encantase el espectáculo al darse cuenta de que sus visiones apocalípticas eran en realidad medidas a medias, pues el cinismo que sin saberlo pusieron en marcha era inimaginable. De todos modos, es algo irrelevante. El punto es que los «-istas» de la primera mitad del siglo XX luchaban por algo más que estética: luchaban por ideología. Luchaban por el alma del mundo.
Sus ideologías eran explícitas. El grupo Blaue Reiter, los constructivistas, los supremacistas, los fauvistas, los cubistas, los futuristas y los cubo-futuristas eran elocuentes, francos y didácticos. Sus manifiestos se leían a voz en grito ante multitudes y proliferaban como periódicos de gran formato que se debatían, se diseccionaban y se refutaban con pasión. Anunciaron sus programas sin el menor complejo, al mismo título de los de teóricos políticos contemporáneos populares como Gramsci, Sorel y Marx.
En nuestros días, la banda de rock ‘n’ roll está tan desconectada de lo que fue la música como lo estuvieron sus antepasados dadaístas de lo que había sido el arte, pero con el problema añadido de que la banda carece de la introspección de que hacían gala sus predecesores modernistas. A la banda de rock ‘n’ roll, que es una creación del capitalismo, se le ha prohibido la ideología explícita más allá de un nihilismo institucionalizado o de una vaga disensión y, por lo tanto, vive inmersa en la neblina, semiinconsciente de lo que pretende, ajena a la gran lucha de la que forma parte. Las bandas de rock ‘n’ roll fluctúan errantes a la manera de Les Incroyables et Les Merveilleuses, en parte avergonzadas de su esfuerzo y en parte satisfechas, con un aire elitista impostado y totalmente fuera de lugar.
Desprecian a los cabezas cuadradas que han de soportar a diario. Pero ¿por qué? ¿Qué hay en el rock ‘n’ roll -que parece haber fracasado en su promesa de liberar a la humanidad de la hipocresía burguesa y del tedio- para que se permitan tamaña presunción?
Ya nadie lo sabe a ciencia cierta. Y, sin embargo, intuyen su significado más amplio, su enorme potencial. Incluso las personas más ilógicas y poco curiosas entienden que el rock ‘n’ roll es algo totalmente distinto de la música. Están al corriente de su carácter tribal y de que las bandas son una versión comercial de las pandillas barriobajeras con la misma idea ilusoria del mundo e idénticas obsesiones paranoicas. Reconocen que la banda de rock ‘n’ roll es el producto de una reestructuración radical de la familia, cuyo modelo nuclear se ha retrotraído al tribal de los cazadores-recolectores o de las granjas colectivistas de los tiempos de Stalin. Y saben que tiene carácter religioso, pues adopta descarnados paralelismos con los cultos mesiánicos, cuyas utópicas escenas freak tipificaron la colonización del Nuevo Mundo.
Por eso, ya se trate de un club social con miles de miembros auxiliares, de una religión que compite por los millones de descontentos de otras creencias o de una facción política radical exclusiva del bipartidismo oficial, la banda debe tener claro: a) a qué tipo de gentes se dirige y b) hacia dónde trata de guiarlas.
Segunda Parte – Capítulo VI: PRÁCTICA Y ENSAYO
La práctica es importante, pero no debe olvidarse que sólo es una parte de la lucha que la banda acaba de iniciar.
Las fuerzas armadas de la República Democrática de Vietnam y el Vietcong le ganaron la guerra al ejército de USA a causa de su formación ideológica. Los guerrilleros del Vietcong dedicaban más de cuatro horas al día a la educación política. Las prácticas de tiro al blanco y la instrucción eran sólo una parte. Tenían muy claro por qué luchaban, mientras que el ideario político de su adversario, mejor armado y con una enorme capacidad letal, era confuso.
Durante las guerras napoleónicas, cuando el teórico de la estrategia militar Carl von Clausewitz ejercía de agregado en el ejército prusiano, determinó que las fuerzas revolucionarias francesas eran invencibles precisamente porque estaban luchando por una causa, mientras que sus contrincantes eran mercenarios y reclutas incautos sin la cohesión que proporciona la ideología.
Por lo tanto, si una banda es fervientemente ideológica, consciente de sus implicaciones estéticas y está comprometida con su causa, será casi imbatible. Una fe como ésta es difícil de congregar en un mundo indiferente, cínico, intelectualmente paralizado, narcisista, pornohólico y pos ideológico, pero aun así puede lograrse, ya sea mediante autohipnosis o mediante una suerte de método Stanislavski.
La práctica no sólo concierne al espacio de la práctica. Podría argumentarse que la llama «práctica» en realidad es «ensayo». La práctica es lo que sucede cuando uno está solo y no tiene más remedio que arreglárselas. Arreglárselas puede ser practicar con la guitarra o cualquier cosa que tenga que ver con la preparación de un concierto. Puede ser meditar, leer un libro, ducharse o ver una película.
Para el miembro de la banda el «tiempo libre» no existe. La identidad de la banda es algo constante. Uno está continuamente «en» la banda de la que forma parte, a menos que esté «fuera» de ella, es decir, que lo hayan expulsado o excluido, lo cual quiere decir que a todas horas debe encarnar los ideales de la banda, esté despierto o dormido. Si las zapatillas de tenis no están a juego con la identidad de la banda, ninguno de sus miembros debe usar zapatillas de tenis, incluso si está solo en casa o de vacaciones. La totalidad de la existencia de cada uno de los miembros debe representar a la banda, y eso hasta que deje de existir.
¿Para qué sirve esta incesante representación? Para asegurarse de que la banda se sienta como un ente cohesionado cuando «actúe», no como un grupo artificial de capullos disfrazados. ¿Y por qué este papel no puede reservarse sólo para el escenario? Porque una banda de rock ‘n’ roll no es Hamlet. Su actuación no empieza cuando los miembros suben al escenario ni termina cuando bajan de éste. Siempre están actuando. Laurence Olivier se quitaba la peluca y el maquillaje una vez que terminaba la representación en el Old Vic Theatre. Era él mismo cuando dormía en su cama. Fuera de las películas Chaplin hablaba, Brando no vestía chaqueta de cuero y Mae West no soltaba ocurrencias lascivas. Si uno hojea los tabloides en el supermercado ve glamurosas estrellas del celuloide que pasean a sus perros labradores en pantalones color caqui y gorra de béisbol o de pie junto a su Mercedes. No hacen el menor esfuerzo por convencer a su público de que no son los vulgares gilipollas que realmente son. Pero el rock ‘n’ roll no puede permitirse un lujo como ése. Los rockeros tienen que vivir el mito hasta que se convierta en realidad. Lo viven eternamente. Muchos, como Sid Vicious o Jim Morrison, mueren por él.
El director Joseph Losey, durante el rodaje de una película de época como The Go-Between, protagonizada por Julie Christie, o de King & Country con Dirk Bogarde, insistió en que sus actores utilizasen en todo momento el mismo vestuario, incluso cuando comían a toda prisa entre escena y escena o realizaban tareas rutinarias. Obviamente corría un riesgo -cabía la posibilidad de que la ropa sufriese desperfectos o se manchara-, pero lo consideró necesario, ya que de esta manera sus actores no aparecerían en la pantalla tan visiblemente complacidos de vestir aquellos trajes. Según Losey, esto garantizaba que el vestuario no se convirtiese en protagonista de la historia. La actitud del rockero ha de ser similar.
¿A qué viene tanto enredo? A que la banda no tiene nada que ver con la música: es un modelo, un ideal. Cuando se está «en» una banda, toda la vida es práctica. De la misma manera que uno practica cuando está fuera del escenario para estar en el escenario, lo contrario también es verdad, o incluso más. Dado que el escenario es un ambiente controlado, con instrucciones específicas para cada miembro de la banda, resulta bastante sencillo ensayar lo que sucede en él. Es posible medir el tiempo de los acontecimientos con una precisión razonable, como puede apreciarse en las bandas de estadio que han coreografiado explosiones o linchamientos simulados de enanos. Fuera del escenario es donde ponen a prueba la improvisación, las bromas, los comentarios y el «jamming».
El tiempo que se pasa en el escenario sirve de práctica para el tiempo que se pasa fuera de éste. El rockero debe aprender a ser tan directamente indirecto, inconscientemente consciente de sí mismo, poético, despreocupado, dinámico y encantador fuera del escenario como cuando está «pisando las tablas». Debe deleitar, cautivar, extasiar y seducir, ya se halle en la cafetería, en la sala de estar o en la oficina.
¿Qué es una canción? Es una especie de chiste o historia que uno cuenta de manera concisa, con dramatismo, ingenio, reiteración estratégica de un tema (el estribillo) y patetismo. Si uno es capaz de conversar con la misma brevedad y control mental hipnótico que se observa en una canción de éxito, habrá logrado el objetivo. Si uno es capaz de moverse con gestos heroicos y de pavonearse con la pomposidad de una puesta en escena, las cosas funcionarán en todos los ámbitos de la vida.
¿Y para qué se vive la vida cuando uno es miembro de una banda? Se vive para la banda, absolutamente y sin condiciones, igual que el samurai vivía la vida para su señor feudal. El tiempo de práctica en el escenario es breve: en general, una banda que no es cabeza de cartel no podrá «actuar» durante más de 30 o 35 minutos. El rockero debe aprender a utilizar el tiempo de manera eficiente.
El tiempo que pasa en el escenario es «práctica» para la vida, no «ensayo». La diferencia estriba en que este último es un repaso literal de los acontecimientos tal como deben producirse, mientras que la «práctica» es la educación general, como sucede en el dōjō, en los estudios universitarios o en el aprendizaje de las reglas de la etiqueta.
Segunda Parte – Capítulo XIII: ACTUACIONES
Se espera que la banda toque su música «en vivo» para un público. A pesar de que los adultos se burlan del apego que muestran los niños y los animales por la repetición (los niños, por ejemplo, con sus Teletubbies y los perros con su ritual de correr una y otra vez en busca del palo que su amo lanza a lo lejos), esperan que una banda de rock ‘n’ roll repita siempre las mismas cosas en sus conciertos. Se espera que el corpus de la obra de un intérprete sea coherente y esté «bien hilado»; se supone que tocará diligentemente sus éxitos en cada actuación y que conservará el mismo aspecto durante toda su vida (que será eternamente joven). Cada día de gira es una repetición del anterior, cada concierto esencialmente igual y cada verso y cada estribillo también. Los solos o partes «improvisadas» de una canción, que aparentemente desafían la estructura de ésta, en realidad no son más que una ligera variación de los acordes y las notas que la componen, un coqueteo con el caos, un momento de ansiedad antes de que se restaure el orden con la reaparición providencial del estribillo, que galopa raudo hacia la colina como en los westerns la proverbial caballería.
Los artistas queridos y venerados poseen estilos y movimientos que llevan su «firma». De nuevo, la repetición.
Pregunta: ¿en qué se basa este deseo del público de que la banda o el artista repitan lo mismo una y otra vez, como máquinas sin cerebro? Respuesta: en el deseo de ser una máquina sin cerebro.
Antes de que las máquinas tomasen el control, la gente «trabajaba» y el trabajo manual ocupaba buena parte de su tiempo, durante el cual aprovechaba para ordenar sus pensamientos. El trabajo era repetitivo y, por lo tanto, meditativo. Las personas eran como máquinas. Entrenaban sus miembros para trabajar en el campo, lavar la ropa, tejer cestas, cocinar alimentos y hornear la arcilla. Sin embargo, eran máquinas imperfectas: se distraían y socializaban entre sí o dormían la siesta en el trabajo. Nadie sabía hacerlo de otra manera, así que todo estuvo bien hasta que llegaron las máquinas con la Revolución industrial.
Al principio, fueron recibidas como un avance novedoso y necio. Eran torpes, ineficientes, sin cerebro, y con frecuencia se averiaban. La gente se reía de ellas. Pero a medida que fue pasando el tiempo mejoraron hasta volverse eficaces, incluso desde el punto de vista revolucionario. Podían hacer el trabajo de más de una docena de trabajadores. Los patrones decidieron utilizarlas, pero no para facilitar el trabajo del obrero, sino para sustituirlo. Las máquinas empezaron a desplazar la mano de obra, a romper la unidad familiar y las formas tradicionales, incluso antiguas, de la vida. El conocimiento heredado y transmitido a lo largo generaciones pasó pronto a ser obsoleto. Las granjas fueron abandonadas y las ciudades se llenaron de paletos que bascaban trabajo en las fábricas. Las máquinas pisoteaban, prostituían, aplastaban a la gente. La sociedad inició su ocaso. De repente, todas las reglas que se habían ido perfeccionando a lo largo de los siglos cayeron en desuso. El tiempo empezó a ser la preocupación central: incrementos de horas de trabajo, eficiencia, números. Nadie miraba ya las estrellas. Las personas dejaron de vivir con las bestias. La humanidad se vio superada por máquinas. Incluso si la clase dirigente reconoció que había desatado una fuerza demoníaca, estaba ganando demasiado dinero como para preocuparse. Habían creado y puesto a su servicio una nueva e incontrolable supermáquina amoral con su propia lógica demente: el capitalismo, un gigante que inauguró una época nueva e incomprensible, el Götterdämmerung. El tiempo de las plantas y los animales estaba siendo eclipsado por el del petróleo, las ruedas dentadas y los engranajes.
Los seres humanos vivían cada vez más según los dictados de las máquinas y de lo que tenía sentido para las máquinas. Creció el resentimiento ante el poder que éstas adquirían. John Henry es un mártir imaginario del folclore yanqui que desafió y venció a la máquina, pero murió en el empeño. En Metropolis, la película de Fritz Lang, un robot «hombre-máquina» se infiltra y subvierte los movimientos de los trabajadores. El auge de las sesiones espiritistas de comunicación con muertos que responden moviendo la mesa fue una consecuencia del caos y el miedo que provocó el industrialismo: la gente buscaba refugio en la mística de los cambios desconcertantes que padecía. Surgieron movimientos fascistas que alababan los valores perdidos del mundo arcano y rural. Libros de ciencia-ficción como The Time Machine profetizaron la degeneración de la humanidad industrializada. En fechas recientes maestros del ajedrez se han enfrentado a la supercomputadora Deep Blue. Pero todo ha sido en vano. Hoy la humanidad se ha dado por vencida, derrotada por el ejército de androides y discos duros que supervisan cada idea y cada movimiento. Pero durante la transición, antes de que las máquinas tomasen el mando, hombres y máquinas trabajaron juntos en fábricas y siderurgias.
Y así como las diferentes culturas humanas copian sus hábitos entre sí cuando comparten un entorno, el hombre y las máquinas hicieron lo mismo.
De las máquinas, sus nuevas compañeras de trabajo, los seres humanos aprendieron la seducción de la «repetición existencial», la comodidad de resolver acciones con la ayuda de las máquinas sin necesidad de explicar el proceso. Frente a éstas, la gente sentía vergüenza de su anterior inclinación por ideas tales como resolución, discurso, argumento y moralidad. Los occidentales, hasta entonces partidarios de la sucesión ordenada y lineal de las cosas, volvieron los ojos hacia las filosofías cíclicas de los hindúes, los mayas, los egipcios y los nórdicos. Nietzsche disertó sobre el «eterno retorno de lo mismo». La humanidad juró que no volvería nunca a pintar una imagen de una cosa ni a escribir una obra teatral con moraleja o posicionamiento. La verdad es que ya no tiene sentido.
Una vez que las máquinas tomaron el control, los seres humanos perdieron la iniciativa. Ya no son necesarios para hacer la colada, trillar el trigo o matar sellos, están atrapados en la opresiva paradoja del «tiempo libre». No es nada extraño que muchos de ellos hayan abandonado aficiones antiguas como la pintura, la poesía y la escritura para centrarse en la creación de algo tan estúpido, complaciente y repetitivo como sus amos. Primero fue el modernismo, luego la abstracción, el collage, el avant-noise y el existencialismo. Todos aquellos experimentos terminaron por desaparecer con el descubrimiento de la forma más descentralizada de expresión que ha existido jamás: la Banda.
A diferencia de la escritura, que por lo general requiere una trama narrativa con su conclusión, o de la pintura, que era estática, los humanos decidieron imitar a sus amos y conformarse con sólo «hacer». Para la banda, el éxito consistía simplemente en la repetición completa de la misma cosa, una y otra vez. No había ninguna conclusión como las de la obra teatral y no existía ningún elemento cerebral como los de la poesía. Para la banda bastaba con estar siempre a punto, con las piezas engrasadas y resoplando. Lo único que se le pide es que «funcione» como cualquier aparato. La excelencia de una actuación se mide por cómo «se ajusta» a lo previsto. Algunas bandas intentaron usar su música para lanzar opiniones o declaraciones políticas, sobre todo durante la época del renacimiento del folk (1948-1964), pero este tipo de compromiso y coherencia intelectual, este intento de inyectar humanismo y significado en el sinsentido, fue abandonado por la lógica interna de lo absolutamente absurdo.
Una de las intenciones de toda banda seria fue la creación de los discos. El disco era una actuación única fijada para siempre y diseñada para un sinfín de escuchas repetidas. Este tipo de capacidad sin alma para reproducir una y otra vez una acción exacta convirtió a la banda en algo hermoso en la era mecanizada. Si la banda era una máquina, los discos de la banda eran sus «piezas de recambio», un ejército de clones depositados en el almacén en previsión de que llegase el día en que la banda tuviese que ser retirada por la razón que fuera, diseñados para hacer su trabajo igual o incluso mejor.
Por eso, cuando una banda-máquina se separa o «se rompe», no se la llora por las cosas tangibles que hizo -que permanecen para siempre con nosotros a través de las grabaciones-, sino porque no podrá producir más momentos estrechamente parecidos a lo que nos hizo sentir.
Al igual que la máquina, la banda produjo una obra (en forma de canciones, conciertos y grabaciones, estas últimas fabricadas por máquinas para su uso). Mientras que las máquinas fabricaban productos para los seres humanos como la máquina de coser, el cojín tirapedos o el bastoncillo de algodón, la banda grababa discos o casetes de música que sólo podían llegar a otros seres humanos a través de otro autómata. Por eso, la banda consistía en seres humanos convertidos en máquinas que sólo podían comunicarse a través de otras máquinas.
Es lícito considerar que las bandas de rock ‘n’ roll son «intercambiables» con los gadgets, que iniciaron su existencia como simples bestias de carga para los seres humanos y ahora están saboreando su venganza.
La banda, en cierto sentido, es una rendición, una concesión a la máquina, una retribución kármica a los aparatos que nos proporcionaron la prosperidad y la relativa facilidad de nuestra existencia. Como tal, el ser humano que forma parte de una banda debe repetir su ritual nocturno en una penitente «repetición sin fin de lo mismo».
Fuente: http://www.washingtoncitypaper.com/articles/43510/rock-n-roll-a-manifesto-in-his-new-book-ian/
Fuente de la traducción: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=9538