Hace unos días estuve en Fustiñana, levantando los restos de siete vecinos de Murtxante que fueron muertos en la madrugada de un nefasto 20 de noviembre, aquél de 1936. Han debido pasar casi 70 años para que, finalmente, los nietos y algunos de sus sobrinos concluyan la pesadilla de sus desapariciones. Los padres y los […]
Hace unos días estuve en Fustiñana, levantando los restos de siete vecinos de Murtxante que fueron muertos en la madrugada de un nefasto 20 de noviembre, aquél de 1936. Han debido pasar casi 70 años para que, finalmente, los nietos y algunos de sus sobrinos concluyan la pesadilla de sus desapariciones. Los padres y los hermanos de las victimas nos abandonaron ya hace tiempo sin haber asistido al encuentro de quienes fueron un fragmento intenso de sus vidas y de sus temores. Demasiado tiempo, más aún cuando sabemos con certeza que la edad no cicatriza heridas sino al contrario, ejerce el efecto de la sal sobre las mismas.
Durante los trabajos de exhumación el sigilo nos embargó, como si fuera un manto de esa niebla barojiana que se extiende por nuestra tierra en los momentos más circunspectos. Algunos niños que correteaban junto a la fosa rompían de vez en cuando ese silencio expectante, ajenos a la explosión de la memoria, y sus madres les hacían callar de inmediato. El respeto por los muertos, a pesar de la modernidad, aún nos persigue.
Se acercaron hasta las sepulturas amigos, curiosos, familiares de las víctimas, compañeros en esta tarea de recuperación de nuestro pasado. Ojos enrojecidos, puños comprimidos de rabia disimulada, labios agrietados. Nunca fuimos inmunes a la tragedia y a la injusticia del olvido. Entre los que se arrimaron al escenario estaba Fermín Valencia, con su guitarra a cuestas y sus actas notariales enlatadas en pentagramas cargados de ternura. No hubo palabras, no podía haberlas.
Cayó el sol que se perdió por el horizonte, tapamos la brecha con un manto cubierto de claveles rojos y recogimos las palas y los cepillos que nos iban desvelando el ayer. Al día siguiente continuaríamos. El silencio nos persiguió en la penumbra, como si estuviéramos condenados hasta en la eternidad.
Un par de horas más tarde, a sesenta kilómetros de Fustiñana, coincidí de nuevo con Fermín Valencia. Me habían invitado a una cena de amigos, aprovechando la relativa cercanía de la Ribera. La masacre del 36, las vendettas de la derecha navarra, el exilio y la omisión de miles de vascos… las conversaciones nos las habían marcado los Siete de Fustiñana. Comimos… y cantamos. Como siempre. En 1941 respondía Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República, a una pregunta sobre dónde estaban los vascos que compartían con él campo de concentración: «¿Los vascos? No sé dónde se encuentran. Pero seguro que están cantando».
Después de una jornada tan cargada de emociones, la música de Fermín nos nubló la vista. Fue capaz de recordarnos que, a pesar de la costumbre, las ejecuciones y la tragedia se suman una a una, se contabilizan en soledad. Las notas de su guitarra acompañaron a la voz en una canción que acababa de componer sólo unas semanas antes. El título no podía ser más elocuente: «Maravillas».
Que era un nombre propio. Maravillas Lamberto Yoldi. Nació en Larraga. El 15 de agosto de 1936, un grupo de falangistas allanaron su casa a la búsqueda de su padre Vicente. Mientras, ese día, en Larraga, en Navarra, los fariseos llenaban las iglesias y honraban a la patrona de las patronas, a la madre de las madres. Con el fondo de las rogativas, jaculatorias y demás manifestaciones de muerte, los verdugos se llevaron a Vicente y… a Maravillas que no se apartaba de su padre, aterrorizado por la visión que imaginaba y, fatalmente, se produjo. «Tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja en un aullido interminable, interminable», escribió a Julia el poeta José Agustín Goytisolo. Esta vez no era Julia, era Maravillas.
Violaron los sinnombre a Maravillas, la despojaron en unos minutos de sus 14 años de inocencia, le robaron su futuro ante los ojos angustiosos de su padre Vicente. Las campanas llamaban a la fiesta. El obispo declamaba el Génesis, las ancianas se santiguaban con el agua bendita y los guardianes de las esencias que hicieron posible el 18 de Julio asesinaban a Maravillas y a su padre Vicente. Cada uno en su lugar. Cada cosa como Dios manda. La muerte azul.
Fermín Valencia había compuesto un fragmento de poesía en medio del horror.
Son demasiadas las citas a la guerra, 70 años después, a ese grupo de hombres, mujeres… y niñas, que no han tenido jamás un segundo de reconocimiento. Sé que una y otra vez vuelvo sobre el tema y que se ha convertido en una de mis obsesiones. En la obsesión. No lo puedo remediar y el tamaño del empeño es proporcional al de la injusticia del olvido.
La derecha dejó que los restos de Maravillas y de otros miles fueran pasto de los perros, que sus nombres fueran tachados en los registros y que su existencia fuera negada. Me parecieron y me siguen pareciendo tremendas aquellas declaraciones de José Antonio Giménez-Arnau, director del diario Hierro y delegado de Prensa y Propaganda en Bizkaia, que puso en 1937 los pilares de tan gigantesca iniquidad: «La justicia divina no espera al más allá. Estos sicarios, estos esbirros de Rusia serán asesinados por la espalda. Serán asesinados por la espalda y no encontrarán ni manos que cierren sus ojos, ni brazos que caven su tumba, ni bocas que recen una oración por sus almas».
El año que viene, 2006, 70 años más tarde, es una buena oportunidad para indicar que Giménez-Arnau no era sino un bocazas. Que sentimos a nuestros muertos y que nuestras manos y nuestros brazos sirven para recuperar a los nuestros. Que el futuro será nuestro si arreglamos las cuentas del pasado. Que el mensaje que transmitimos a nuestras hijas e hijos es el que robaron a Maravillas.
Anteayer supe que la Xunta gallega ha declarado a 2006 como el año de la Memoria. Una decisión acertada. Ayer conocí que la hermana de Maravillas, Josefina, vive en Iruñea y que todas las horas de su vida han estado cruzadas por el tormento del recuerdo de aquel día de la Virgen del húmedo agosto de 1936. Que perdió la fe en la humanidad. Me emocionó, de nuevo, su testimonio. Y hoy he decidido escribir este artículo. Por ellos, por nosotros.