Durante siete años la velocista estadounidense Marion Jones negó enfáticamente haber recurrido a sustancias prohibidas para mejorar su rendimiento. Tres medallas de oro y dos de bronce había ganado en los Juegos Olímpicos de Sydney convirtiéndose en una de las más brillantes atletas de todos los tiempos. Tantas veces como fue acusada de haber […]
Durante siete años la velocista estadounidense Marion Jones negó enfáticamente haber recurrido a sustancias prohibidas para mejorar su rendimiento. Tres medallas de oro y dos de bronce había ganado en los Juegos Olímpicos de Sydney convirtiéndose en una de las más brillantes atletas de todos los tiempos.
Tantas veces como fue acusada de haber recurrido al uso de esteroides negó su culpa la atleta californiana. Ni siquiera el hecho de que personas de su entorno, tan cercanas como su marido, también atleta, acabaran siendo descubiertas y descalificadas, sirvió para que Marion Jones aceptara lo que parecía evidente.
Finalmente, a raíz de una carta enviada por la atleta a su madre en la que reconocía haberse inyectado anabolizantes y que, para su desgracia, fue a parar a manos de la prensa, Marion Jones acabó confesando el fraude de sus marcas.
A cambio de devolver las cinco medallas y los 2 años de inhabilitación a que ha sido condenada, Jones pedía perdón por haber mentido y anunciaba dejar el atletismo «que adoré profundamente».
Mientras asistía a través del televisor a sus compungidas lágrimas y declaraciones me vino a la memoria una vieja entrevista hecha al levantador de piedras Iñaki Perurena que, indiferente al burlón tono en que el periodista lo cuestionaba sobre lo que significaba para el deportista vasco ese vivir alzando piedras, le contestó que la piedra era una referencia desde donde veía la vida, que una de sus grandes ilusiones era envejecer levantando piedras y que cada vez que entraba en contacto con la piedra, de alguna manera, en ese fraternal abrazo entre el hombre y la piedra, abrazaba también a sus hijos, aquello más querido. El periodista no pudo sobreponerse a su ridículo. El levantador vasco hablaba de amor, de un acto de amor. Posiblemente, el mismo que alguna vez experimentara Marion Jones cuando, siendo una niña, corría por el placer de hacerlo y competía porque era parte del juego.
El juego se hizo adulto, Marion Jones también, y el comercio desvirtuó lo que de amor había en la propuesta. Desde entonces, correr se convirtió en un oficio; el juego en una profesión; y ganar ya no volvió a ser una simple y feliz consecuencia del juego, sino una inversión a plazo fijo para un mercado saturado de ofertas. Correr era secundario, la prioridad era ganar. Y a donde, por humana, no llegase la naturaleza, que lo hiciera posible la ciencia era y sigue siendo una alternativa contemplada por la mayoría de los aspirantes a medallas, podium, títulos y récords. A algunos ya los han descubierto, otros están por descubrir, quedan los que, como Perurena, antepuso el juego al negocio y el amor al éxito. Marion Jones, como tantos otros afamados deportistas, se dejaron embaucar por los aplausos, por las primeras planas, por los reconocimientos, hasta quedarse sin escrúpulos y terminar haciendo bueno el fraude, pero Marion Jones, como los demás, sólo son expresiones de otro fraude más grande y más dañino: eso que llamamos «deporte», en eso que tenemos por «sociedad».