La autora nos hace un breve repaso sociohistórico del feminismo desde sus claves teóricas y como muchas de estas se han alimentando de la teoría marxista.
En la década de 1880 Olive vivió en Escocia y luego en Londres, donde se hizo amiga de la hija menor de Karl Marx, Eleanor, y de otras mujeres socialistas en el club londinense Nueva Mujer. En ese periodo empezó a investigar sobre lo que llamaría más tarde «el problema del trabajo femenil»; es decir, la cuestión de la idoneidad de las mujeres para trabajar fuera de la casa, muy debatida entre la intelectualidad europea del momento.
Concluyó dicha tarea en 1899 cuando, tras el matrimonio y la muerte de su única hija, se encontró de nuevo en Sudáfrica. Obligada a refugiarse en su casa de manera repentina durante la guerra de los bóeres, tuvo que abandonar el manuscrito terminado. Ocho meses más tarde, cuando un amigo fue por el texto, descubrió que la casa de Schreiner había sido saqueada y quemada, y con ella, su libro. Profundamente decepcionada por la pérdida de veinte años de trabajo, Schreiner decidió reescribirlo. Pero la guerra, y luego su mala salud, le impidieron reconstruir el texto en su totalidad.
Al final, optó por reelaborar solo los últimos capítulos, que fueron publicados en 1911. Cuento la historia de Schreiner en calidad de alegoría por el tema de este ensayo: la relación entre el pensamiento marxista y el feminista del siglo XIX a la actualidad. La historia de su libro ejemplifica de manera excelente esta relación intelectual; su existencia accidentada y llena de violencia simboliza la forma en que el trabajo intelectual de las mujeres se realiza en un mundo aún diseñado para los hombres. El marxismo y los marxistas no han sido siempre los más entusiastas partidarios de la causa feminista. Desde el siglo XIX intentaron marcar una división entre las propuestas igualitarias del «feminismo burgués» y las ideas socialistas dirigidas a desmantelar el capitalismo.
El fin de este, argumentaban, terminaría con la explotación de la burguesía sobre la clase obrera y liberaría a hombres y mujeres por igual. En La ideología alemana (escrita en 1846, pero publicada por primera vez en 1932), Marx y Engels plantearon que la primera división del trabajo derivaba del hecho de que la mujer se embarazaba y se dedicaba a cuidar a sus hijos. Desde su punto de vista, era una división «natural» de las tareas masculinas y femeninas. Engels retomó esta idea más tarde en El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado (1884).
En este texto, argumentó que, en el periodo precapitalista, la familia era parte de una comunidad productiva en la que la propiedad se compartía entre todos sus miembros:
La transición hacia el capitalismo implicó, de acuerdo con el análisis de Engels, la esclavitud de la mujer, pues la introducción de la propiedad privada y el intercambio de trabajo masculino por dinero en el espacio público modificaron también la relación en el ámbito doméstico. Dice Engels:
Engels subrayaba que «la emancipación de la mujer no se hace posible sino cuando esta puede participar en gran escala, en escala social, en la producción y el trabajo doméstico no le ocupa sino un tiempo insignificante». Por consiguiente, el fin socialista debería ser crear las condiciones necesarias para permitir el trabajo de la mujer fuera de la casa, pero no librarla de la responsabilidad «natural» de su sexo.
La interpretación socialista del origen de la subyugación femenil resultó sumamente importante para las mujeres trabajadoras y socialistas. Desde el siglo XIX, se repite para rebatir los argumentos en contra de la presencia de la mujer en el campo laboral, y para exigir de los patrones salarios igualitarios y mejores condiciones de trabajo para las mujeres. Hasta la actualidad es el motor de buena parte de la acción sindicalista entre mujeres.
El origen de la familia
La teoría de Marx y Engels acerca de los orígenes de la familia y el capitalismo también ha servido de distintas maneras para el desarrollo del pensamiento feminista fuera del socialismo.
La versión del comunismo primitivo de Engels, según la cual las mujeres y los hombres compartían el trabajo en condiciones de igualdad, inspiró a Olive Schreiner para elaborar una crítica incisiva a los argumentos científicos de su época que postulaban la inferioridad física e intelectual de las mujeres. Para Schreiner la historia de la relegación de la mujer al espacio privado era una tragedia, pero también una inspiración para el futuro.
Si bien dedica sus primeros capítulos a describir cómo las transformaciones de la sociedad del «estado primitivo» a «la civilización» decimonónica habían «robado a las mujeres su dominio antiguo de la labor productiva y social» para convertirlas en una especie «parasítica» del hombre, no pretendía adjudicar este cambio a la supuesta debilidad de la mujer. Al contrario, buscaba resaltar la fuerza femenil, sus contribuciones al progreso de la sociedad y su espíritu indomable:
El varón «salvaje» tenía tiempo para descansar «en el sol» comiendo y bebiendo «lo producido por nuestras manos», mientras que la mujer, incluso «cuando traía un niño en el vientre», seguía trabajando sin quejarse. Ni siquiera aceptaba el argumento de que el rol masculino de soldado o guerrero ilustraba la inferioridad de las mujeres, pues «incluso en términos de la muerte […] hay mucha más probabilidad de que la mujer promedio muera en el parto a que el hombre promedio muera en el campo de batalla».
El libro de Schreiner, por ende, era un llamado a las mujeres a no aceptar su estatus subordinado. Debían de inspirarse en el heroísmo de sus congéneres del pasado que «nunca fueron compradas ni vendidas […] que no conocían el miedo, ni temían la muerte, pero quienes vivían grandes vidas y tenían grandes esperanzas». La salvación de la mujer consistía en volver a realizar trabajo productivo y socialmente útil; y, dado que «nada del presente ni del pasado» sugería que había «relación entre las capacidades intelectuales y la función sexual», no existía cargo al que no pudieran aspirar:
Las grandes esperanzas de Schreiner y sus compañeras de la primera ola feminista de que la sociedad industrializada ofreciera a las mujeres oportunidades de igualdad mediante el empleo asalariado no se habían cumplido para la década de 1960. Ni siquiera en los países comunistas, donde el número de mujeres trabajadoras era mayor que en los capitalistas. Las mujeres, al parecer, no eran oprimidas solo por su «irrelevancia» económica.
Había que buscar otra explicación para su situación subordinada. El análisis marxista de nuevo resultó muy útil para el pensamiento feminista. No obstante, la inspiración ya no fue Engels y El origen de la familia, sino la teoría de la lucha de clases y su función como motor de la historia. Las feministas del baby boom estadounidense interpretaron su lucha en términos revolucionarios y crearon una narrativa en que las mujeres se describieron como «una clase» oprimida por «la supremacía masculina», o bien, por lo que llamarían «el patriarcado». En palabras del famoso manifiesto de las Redstockings (Medias Rojas) de 1969:
En el patriarcado, la mujer se define a partir del servicio sexual que proporciona al hombre, y nunca en función de sus propios deseos. La familia y la heterosexualidad, por consiguiente, no son fenómenos naturales, sino políticos. Las instituciones gubernativas del patriarcado inculcan y reproducen las relaciones de clase. Para Rich, «ante la ausencia de elección [en su sexualidad] […], las mujeres no tendrán el poder colectivo para determinar el significado ni la posición que podría tener la sexualidad en sus vidas» [«Compulsory heterosexuality and lesbian existence» en Signs, vol. 5, núm. 4, 1980].
La interseccionalidad
Más bien, incorporaron el feminismo radical en sus argumentos. Eisenstein, por ejemplo, planteó «la teoría de un patriarcado capitalista» que postulaba la existencia del patriarcado previa al capitalismo y sugirió que había «una dependencia mutua entre la estructura de clase capitalista y la supremacía masculina». Afirmaba que el socialismo y el feminismo radical obligaban a estudiar la opresión como si las mujeres ocuparan solamente el espacio privado y los hombres, el público; es decir, se analizaba «el trabajo doméstico o el trabajo asalariado; […] la familia o la economía; […] la división sexual del trabajo o las relaciones de clase en el capitalismo».
La teoría del patriarcado capitalista, en cambio, permitía a las feministas socialistas reconocer que las mujeres existían en ambas esferas y participaban activamente en ellas. Para las feministas negras, las tesis de la supremacía masculina y del patriarcado capitalista no constituían una explicación coherente acerca de la situación de la mujer. Las retóricas socialista y feminista radical no incluían referencias a la opresión racista, que consideraban como una explotación derivativa.
Las socialistas consideraban a esta como producto del capitalismo y las feministas radicales, como resultado del patriarcado. Para las feministas negras de Estados Unidos y las del entonces llamado tercer mundo, era necesario analizar el racismo también como parte medular de la lucha de clases. Como explicaron las integrantes del Colectivo de Río Combahee, un grupo de mujeres negras lesbianas estadounidenses, en su manifiesto de 1977:
Actualmente el feminismo identifica este análisis como «interseccional». La nomenclatura deriva del trabajo de la jurista Kimberlé Crenshaw quien, siguiendo las tradiciones del feminismo negro, critica la legislación antidiscriminatoria de Estados Unidos por no contemplar la «intersección» de dos o más discriminaciones en una sola queja.
La nueva terminología feminista ya no se refiere únicamente a la opresión resultante de las diferencias sexuales, sino también a la que emana del género.
No obstante, el feminismo interseccional tiene dos corrientes principales: la materialista, que postula que el género es el nombre que se asigna a las relaciones jerárquicas de poder entre la clase masculina y la femenina; y la liberal (y posmoderna), que entiende el género, al igual que la clase y la raza, como formas de «identidad». Las rupturas y los desacuerdos en la discusión feminista actual solo se pueden entender si se reconoce esta distinción.
En suma, el marxismo y el feminismo tienen una historia compartida de largo aliento. Las feministas de distintas índoles, socialista o no, han adoptado y adaptado los argumentos de Marx y Engels para promover la liberación de la mujer. Hasta la expresión feminista en boga -interseccionalidad- tiene ascendencia marxista.
El planteamiento común es que quieren liberar a la mujer de sus múltiples opresiones ya. No desean esperar a que la revolución o ningún otro movimiento masculino otorgue la justicia que merecen.
Fuente:http://www.letraslibres.com/mexico/revista/marxismo-y-feminismo-una-perspectiva-historica