«Quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medio el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal manera que ya no es cierto que en su actitud lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien […]
MAX WEBER
Casi 2000 años después
En la literatura soviética de los años treinta reaparece la obsesión inquisitiva sobre la posible encarnación de los sueños milenarios de la humanidad. A finales de los años veinte Mijaíl Bulgákov comienza a escribir El Maestro y Margarita. La novela pasó por una larga y tortuosa serie de revisiones del autor. Sin considerarla acabada, el 13 de febrero de 1940, a pocos días de su muerte, Bulgákov trabajó por última vez en la variante que vería la luz sólo hasta 1966. En el Maestro y Margarita, tal vez la novela más enigmática de la literatura soviética, se da un paso adelante en las disquisiciones que tanto fustigaron la razón de escritores como Dostoievski. En esa obra, indiscutiblemente moscovita, Bulgákov retorna a las fuentes originales del cristianismo, que constituye una de las señas de identidad de la literatura rusa: la contraposición entre el viejo y el nuevo templo; entre el poder y la vida en la verdad y la justicia, como un antagonismo entre el ideal y la realidad
concreta. Así, en voz de Jesús de Nazaret:
«…Se derrumbará el templo de la vieja fe y se creará un nuevo templo de la verdad…» A lo que el procurador Poncio Pilato, encarnación del poder de este mundo, replica: «Dime tu vagabundo, ¿para qué perturbaste al pueblo en el bazar, hablándole de la verdad, sobre la que tu no tienes la menor idea? ¿Qué es la verdad?
– …todo poder es violencia sobre la gente y llegará el tiempo, cuando no habrá ni poder, ni césares, ni ningún otro poder. El hombre pasará al reino de la verdad y la justicia, en el que no será necesario ningún poder».
Pilato rebate categórico: «-¡En el mundo nunca ha habido, no hay y jamás habrá poder más grande y perfecto para la gente, que el poder del emperador del Tíber!…»
Y ya para concluir el diálogo, Pilato inquiere a Jesús por última vez: «-¿Entonces llegará el día del reino de la verdad?». Jesús contesta con serenidad «-Llegará…» Para luego Pilato exclamar contundente: «Nunca será, nunca!…»
Bulgákov nos muestra magistralmente a Jesús de Nazaret como un creyente genuino del ideal, del reino de Dios en la tierra, y a Pilato como encarnación del poder existente de los hombres. Mientras que Pilato habla de la realidad tal como es y no reconoce como evidencia ninguna otra; Jesús no se resigna a esa realidad históricamente dada y, al anunciar la llegada del reino de la verdad y la justicia, la niega como posibilidad de superación. Pero toda negación del poder de los césares, habidos y por haber, siempre ha tenido que pasar por una colosal prueba de fuego: abrirse paso como obra de los humanos, sometidos a una realidad inmisericorde, que resulta de la conjunción de múltiples determinaciones de la opresión milenaria. Jesús de Nazaret pagó con su vida la osadía de anunciar al pueblo el advenimiento del nuevo templo. Empero, un pueblo, que muchos años después fuera cautivado por una generación de intrépidos soñadores, habría de pagar con una de las tragedias fáusticas más estremecedoras de la historia de la humanidad por atreverse a emprender la travesía del insondable abismo entre la negación de una realidad opresiva y el todavía intangible e inasible reino de la verdad y la justicia. Ante esa tragedia, el éxodo que el «pueblo elegido de Dios» emprendió para escapar de la esclavitud de los faraones egipcios y llegar a la tierra prometida, se antoja una divertida fábula.
Pero Bulgákov, que se consideraba a sí mismo un escritor místico, en el epígrafe nos apertrecha de una clave para guiar nuestra lectura con una cita del Fausto de Goehte: «Soy parte de esa fuerza, que eternamente quiere el mal, y siempre hace el bien…» El Maestro y Margarita es el retrato simbólico de una época, en la que el Bien y el Mal se entrelazan y se funden -hasta borrarse sus claros confines- en un intento por realizar una milenaria aspiración humana. La novela ha dado lugar a múltiples interpretaciones: así por ejemplo, A. Siniávski identifica a Voland -el personaje central- con Stalin, y al Maestro y Margarita con el propio Bulgákov y su tercera esposa, E. Serguiévna; por su parte, A. Barkov afirma que Voland, como encarnación recurrente de los dos principios antagónicos del Bien y el Mal, personifica a Lenin, mientras que el Maestro y Margarita a M. Gorki y su segunda esposa, M. Andrieva, respectivamente. Sin embargo, esas interpretaciones no aportan un solo tes
timonio del propio M. Bulgákov, o de sus contemporáneos, de que ese fuera su propósito. En todo caso, lo más trascendente de la obra es que muestra cómo el bien, un ideal de justicia, en los medios de que echa mano para poder realizarse suele transfigurase en su antípoda. El Bien y el Mal se disputan la belleza que encarna Margarita, quien por amor al Maestro -su amante- acepta la propuesta de Voland de departir como anfitriona en el baile de Satanás a cambio de la salvación de su amado. Precisamente a esa época corresponde la máxima tensión entre la aspiración por construir el Nuevo Templo y los medios que se utilizan para ello. Tal vez a eso se refería M. Gorki, fiel hijo de la modernidad de su tiempo, cuando en 1918 escribía para la revista Vida Nueva: «…Cristo, uno de los dos grande símbolos creados por la aspiración del hombre a la justicia y la belleza, es la idea inmortal de la misericordia y la compasión; y Prometeo, el enemigo de los dioses, el primero en subleva
rse contra el Destino. La humanidad no ha creado nada más sublime que estas dos encarnaciones de sus deseos. Llegará el día que ambos símbolos: de la misericordia y del orgullo; de la belleza y la tenaz intrepidez en alcanzar el objetivo -se fundirán en un grandioso sentimiento en el alma de la gente». Ese día aún no ha llegado, ni hay certeza de que algún día llegará, pero la generación soviética de esa época estuvo poseída por ese sublime anhelo.
El lado oculto del ideal
La inagotable realidad en que los hombres viven inmersos se vuelve al entendimiento humano algo aterrador e indescifrable. Para dotar a esa misma realidad de cierto orden y sentido, las mentes más preclaras crean diversas representaciones ideales (mitos, dioses primigenios, artes, religiones, conocimientos, sistemas políticos, leyes, etc.). Estas representaciones terminan por desplegar la realidad dada para conformar un nuevo ámbito, una «segunda naturaleza», inherente a la praxis humana. «El ideal es el modelo, la imagen ideal, que determina el modo y carácter del comportamiento de los hombres y las clases sociales… El ideal, como forma general de acción que plantea objetivos, interviene en todos los campos de la vida social -social, político, moral, estético, etc.» (E. Ilyenkov. Filosofía y Cultura. Moscú, 1991). Pero estas representaciones ideales, con todo y que puedan ser incuestionables en su coherencia lógica interna, nunca logran abarcar la desafiante infinitud de determinaciones de la realidad. Precisamente de eso tomaba cuenta Lenin cuando citaba a Mefistófeles de Goethe: «La teoría, amigo mío, es gris, pero verde es el árbol eterno de la vida».
La fuente de la idealización es la realidad opresiva, plena de múltiples contradicciones. La condición histórica de millones de seres humanos, sometidos a relaciones sociales de explotación y alineación, lleva a los hombres a generar representaciones ideales que intentan resolver o «eliminar» esas contradicciones. Por lo general el ideal se refiere a valores inmateriales (abstractos), como libertad, justicia, igualdad, fraternidad, belleza, etc. Una construcción ideal que niega una realidad histórica determinada casi siempre emerge libre de contradicciones, porque los ideales están llamados a movilizar y, por lo tanto, deben tener fuerza cautivadora para que millones de hombres se sientan motivados a materializarlos, toda vez que ello siempre implica grandes esfuerzos y sacrificios.
Un ideal se constituye en la representación de una realidad imaginaria que niega las contradicciones que atrapan a los hombres en la realidad histórica que les toca vivir y actuar como sujeto social. Pero todo sistema social emerge y se desarrolla a través de contradicciones que se resuelven de una u otra manera. Así, las contradicciones inherentes al sistema emergente, el lado oculto del ideal, se harán visibles en la medida que el proyecto social se torne realidad. Una vez que las nuevas contradicciones se han desplegando plenamente, luego terminan por constituir las condiciones objetivas y subjetivas para la formulación de nuevas propuestas para el perfeccionamiento, adecuación, o la superación del ideal mediante su radical negación. Por lo tanto, si bien el ideal social es capaz de realizar una valoración científica negativa de la realidad, como representación imaginaria que se anticipa a una realidad proyectada al futuro sólo consigue hacer una valoración ideológica afirmativa de sí mismo. Es decir, en buena medida se constituye y se vuelve fuerza gracias a su naturaleza inherentemente ideológica. Conforme va madurando el sistema emergente, con su orden y jerarquía, con sus nuevos valores y normas, se manifiestan las nuevas contradicciones, necesariamente de orden superior; se hacen evidentes como algo más allá de lo contingente, y las fuerzas que las padecen comienzan a valorar su condición objetiva hasta convertir esa valoración en una percepción subjetiva definitivamente crítica. La historia de la constitución del ideal socialista muestra que este proceso puede llevar varias generaciones y exigir colosales esfuerzos: primero, para constituirse como un ideal con sustento científico, y después para su realización plena como sistema social. En uno de los estudios más consistentes del sistema socialista soviético, A. Zinoviev, plantea que «los proyectos sociales, como teorías específicas, se someten a unas leyes, mientras que la acción práctica de las gentes a otras. Y en principio no puede haber ninguna coincidencia entre estas leyes, ya que pertenecen a fenómenos de esferas distintas. El proyecto social constituye en los hechos un símbolo que ilumina la acción y aquí no existe correlación entre la verdad y la mentira, sino tan sólo correspondencia mutua de otro tipo.» (El comunismo como realidad, Moscú, 1999).
Sin embargo, este no es un proceso univoco en el que el ideal se refleja como una representación inversa (negación crítica) de la realidad: se trata de un proceso complejo de una permanente emulación ideológica que tiende a mantener vigentes ciertos valores civilizatorios y culturales, con sus contra-tendencias, bifurcaciones inesperadas, retrocesos, restauraciones, renacimientos de valores que se creían ya superados, etc. En una suerte de selección natural, en la que en un momento dado se impone aquel ideal que acumula más fuerza, aunque no necesariamente corresponda a una verdad como justicia. Esta verdad puede permanecer agazapada y volver a la carga en el momento más propicio, para intentar erigirse en el nuevo imperativo regulador de la acción social. A. I. Hertzen lo planteaba en los siguientes términos: «cada principio que emerge o se realiza en la vida histórica representa la suprema verdad de su tiempo -y entonces éste devora a las mejores gentes; por él se derrama sangre y se emprenden guerras, después se vuelve mentira y, por último, un recuerdo.» Así, las fuerzas portadoras de un nuevo ideal, en lucha contra el poder de lo existente, disputan los corazones de sus contemporáneos, y en ese anhelo cada generación intenta hacer una aportación definitiva a su tiempo para, de esa manera, dotar de sentido de finalidad al devenir fáustico de la existencia del genero humano.
Los píes sobre la tierra
La derrota de las revoluciones proletarias en Alemania y Hungría desvaneció la quimera de la inminencia de la revolución mundial, o al menos en los países más avanzados. N. Bujarin fue quien originalmente desarrolló la tesis de la construcción del socialismo en un solo país. Y contra lo que suele pensarse, en realidad fue impuesta por las circunstancias, más que resultado de una decisión voluntarista, atribuida generalmente a Stalin.
La Nueva Política Económica -NEP, basada en la combinación de la gestión económica estatal y la implementación de mecanismos de mercado, buscaba reestablecer la economía en corto tiempo. La NEP brindaba grandes facilidades a la iniciativa privada, principalmente en los sectores que podían reaccionar con flexibilidad y rapidez a la demanda y capacidad adquisitiva de la población, tales como la agricultura, el comercio, los servicios, la industria ligera y de alimentos. Por su parte, el Estado se reservaba un papel rector en la industria pesada y el comercio exterior, con el fin de hacerse llegar y movilizar recursos para emprender la industrialización, y asegurar un régimen proteccionista a la industria incipiente. Como una premisa para asegurar el éxito de la NEP, se emprendió una reforma monetaria, combinando una rígida política monetaria con una efectiva política de créditos a la producción, que consiguió en menos de dos años hacer el rublo convertible, lo cual constituyó una verdadera proeza si se consideran las condiciones en que se realizaba: además de la total quiebra financiera del Estado, se implementaba en un país predominantemente rural y con escasos bancos diseminados en su inmenso territorio. Ni siquiera Estados más consolidadas habían conseguido esos resultados.
La NEP terminó en unos cuantos meses con el sistema de racionamiento en las ciudades y con la requisa forzosa de productos agrícolas en el campo. Se restableció el mercado como mecanismo predominante en la distribución y circulación de mercancías. Si bien la NEP fue exitosa desde que inició su implementación, también es cierto que al poco tiempo afloraron serias contradicciones económico-sociales. En efecto, al recibir amplia autonomía en 1921, las empresas industriales enfrentaron una aguda falta de liquidez, y con frecuencia se veían obligadas a rematar la producción, a fin de poder pagar, así fuera parcialmente, los salarios a los trabajadores, generando una dura competencia en el mercado, la caída subsecuente de los precios y, obviamente, la quiebra de muchas empresas. Esto provocó fuerte descontento entre los obreros y, al interior del partido, surgió la «Oposición obrera», que con justa razón sostenía que la NEP funcionaba a costa de los obreros. Para remediar esta situación se adoptaron algunas medidas para fortalecer la planeación industrial, y se agruparon las empresas en sindicatos por rama industrial, llegando a controlar desde el 70 al 100 de la producción de sus respectivas ramas industriales. La competencia entre empresas fue eliminada y, en una situación de monopolio, los precios crecieron rápidamente, pero ahora en detrimento de los productos del campo.
El debate económico de los años veinte estuvo dominado por el papel de los impuestos y los precios como mecanismos para apoyar la industrialización del país. Bujarin advertía que el régimen corría el riesgo de perder el apoyo de los campesinos si se incrementaban excesivamente los impuestos. Por su parte, E. Preovrazhenski reconocía que, en ausencia de inversiones extranjeras, la industrialización sería posible sólo mediante una acumulación primitiva; es decir, la transferencia de una parte importante del consumo campesino en favor de la industrialización socialista. Pero insistía que esa transferencia era factible más a través de una política de precios, que fiscal. Aunque con oscilaciones, en realidad durante todo ese periodo se echó mano de ambas medidas. Al recurrir a los precios para financiar la industrialización, ya hacía finales de 1923 surgen serias dificultades en la realización de mercancías industriales: la producción había crecido tanto que, además de cubrir holgadamente la capacidad adquisitiva de la población rural y urbana, las bodegas de los almacenes estatales, las cooperativas, y establecimientos privados comenzaron acumular enormes saldos. Una vez más se hicieron manifiestas las limitaciones de la todavía incipiente planificación, la administración industrial, y las debilidades de las cooperativas y la infraestructura comercial. Por otra parte, las organizaciones industriales y comerciales no estuvieron dispuestas a renunciar a las altas ganancias reduciendo los precios. Al mismo tiempo, el mercado registraba una sobreoferta de productos agrícolas, lo que provocaba la caída en los precios de los mismos, formándose una enorme brecha entre los precios de los productos industriales y agrícolas. La diferencia de precios entre el campo y la ciudad era tal que, por ejemplo «en 1913 con 16.3 Kg. de trigo un campesino podía comprar en promedio 5 metros y medio de percal, mientras que en 1923 tan sólo metro y medio» (A. Mikoyan. Así fue: reflexiones sobre lo acontecido. Moscú, 1999). Esto tuvo como consecuencia la contracción de la circulación mercantil entre el campo y la ciudad, que se tornó una espiral ascendente, en la que los campesinos se veían poco interesados en vender sus productos y adquirir a cambio costosos productos industriales, disminuyendo las ventas, la formación de enormes saldos, problemas de pagos entre las empresas y de éstas a los trabajadores, disminuyendo a su vez la demanda de consumo y el paro forzoso de las fabricas.
Por si fuera poco, la NEP también fortaleció políticamente a la clase emergente de campesinos ricos. En 1925 fueron anuladas las elecciones a los Consejos Locales, en las que la comparecencia había sido menor al 35% de electores. La comparecencia era tan baja, debido a que el Partido y la Juventud Comunista inducían el voto por listas de candidatos convenidos de antemano. En la segunda ronda de elecciones del invierno 1925-26 compareció más del 47% de electores. La confianza de éstos se había recuperado, pero pagando un alto precio: los campesinos ricos se hicieron de buena parte de los órganos de poder local, a los que resultaron electos pocos candidatos comunistas, y todavía menos representantes de los campesinos pobres y asalariados del campo. Al interior del partido se fortaleció la oposición que pugnaba por emprender la colectivización en el campo.
Hacía finales de los años veinte se agudizan las contradicciones entre la ciudad y el campo, entre la industria y la agricultura, amenazando una vez más la estabilidad, y la modernización emprendida bajo la bandera de Octubre. En efecto, habiendo recibido la tierra y una cierta certidumbre jurídica, la mayoría campesina, al no contar con estímulos para su desarrollo intensivo, tendió hacía la autosuficiencia. De hecho, la producción de granos se mantuvo en los niveles previos a la I Guerra Mundial (76.5 millones de toneladas en 1913): 76.8mdt en 1926; 72.3mdt en 1927; 73.3 en 1978; y 71.7mdt en 1929. Todavía más, a diferencia de las anteriores reformas agrarias, el poder bolchevique entregó la tierra a los campesinos libre de todo pago de renta o amortización. La NEP estableció el pago de un impuesto en especie que, según A. Erlich, equivalía a menos de la tercera parte de las obligaciones de los campesinos antes de la guerra (citado por A. Maddisson en Crecimiento Económico en el Japón y la URSS. FCE, México, 1965). Al respecto, cabe mencionar que la Comisión encargada de elaborar los principios para el establecimiento del impuesto en especia para las diferenciadas unidades de producción, y de acuerdo a cada tipo de producto, estuvo conformada, entre otros, por economistas de la talla de A. V. Chayanov, N. D. Kondratiev, quienes realizaron un serio análisis para que el nuevo impuesto tomara en cuenta los intereses del campesinado, y la importancia de estimular el incremento de la productividad. Además, la industrialización emprendida, y a todas luces necesaria, después de fuertes discusiones en el seno de la dirigencia bolchevique, se orientó principalmente a conformar las bases de la industria pesada. Así, de momento la ciudad no podía ofertar ni bienes industriales de capital suficientes para modernizar la agricultura, ni abastecer el mercado con productos terminados de primera necesidad. En consecuencia, se pensó que el problema era reestablecer el balance en el intercambio mercantil entre el campo y la ciudad, que había desembocado en un circulo vicioso. La industrialización era necesaria para reestablecer dicho balance, y para eso era imprescindible el abasto de alimentos, fuerza de trabajo a las ciudades y, además, la exportación de excedentes de granos. Las exportaciones de granos eran insuficientes: en 1926, con una producción de granos similar a la de 1913, las exportaciones fueron inferiores al 25% del total de exportaciones en 1913. Todo esto no era posible sin el incremento sustancial de la productividad y de la integración mercantil de las unidades productivas en el campo. «A toro pasado», se ha considerado que una alternativa posible era «exprimir la agricultura sin reducir la producción, imponiendo fuertes impuestos prediales y realizando una campaña masiva para la investigación y educación agrícola para elevar la productividad…» (A. Madisson, op. cit.). Por su parte, V. Kozhinov hace notar que en febrero de 1928, Stalin todavía no planteaba como solución la colectivización del campo, que en esencia significaba la cancelación de la NEP promulgada en 1921. Sin embargo, tres meses después Stalin había cambiado de parecer. Kozhinov atribuye ese cambio al Estudio sobre el desarrollo de la agricultura desde 1900, elaborado por la Dirección Central de Estadísticas, encabezada por V. S. Nemchinov (que fuera mentor del economista ruso-americano V. Leontiev). Dicho estudio mostraba que la Revolución de Octubre había creado una nueva estructura de propiedad en el campo: al entregar la tierra a los campesinos, y acabar con las grandes propiedades de los terratenientes, condujo al predominio de las pequeñas unidades de producción con baja productividad y orientadas preponderantemente al autoconsumo y, consecuentemente, sólo marginalmente vinculadas al mercado. También mostraba que antes de 1917, el 70% de los granos que ingresaban al mercado eran producidos por 4.5 millones de propietarios (grandes y medianos) que empleaban regularmente mano de obra asalariada. En su mayoría, esas propiedades fueron fraccionadas para conformar de 8-9 millones de pequeños propietarios, que sólo marginalmente recurrían al empleo de mano de obra. Así, a pesar de que estas unidades producían 40% más granos que antes de la revolución, sólo destinaban a la venta el 11.2% de su producción. (V. Kozhinov. Rusia Siglo XX: 1901-1939. Moscú, 2002). Esto último también indica que los campesinos que recibieron la tierra del poder soviético mejoraron considerablemente su consumo alimenticio.
Originalmente se pensó que el problema de las escasas ventas de granos por parte de los campesinos se debía sólo al déficit de mercancías industriales, pero el informe estadístico de V. S. Nemchinov cambia radicalmente el problema, ya que demuestra que, con todo y la presión que representaba el pago de la renta de la tierra, los campesinos antes de 1917 sólo vendían el 14% de su producción; es decir, sólo un 3.5% más que en la época de la NEP. Por otra parte, la población de las ciudades crecía a pasos agigantados como resultado de la industrialización emprendida y de la creación de numerosos centros educativos y de capacitación. Al fracasar el acopio de granos, mediante la compra de cosechas a los campesinos para crear las reservas necesarias para alimentar las ciudades y el ejercito, en 1928 se tuvo que recurrir nuevamente a medidas extraordinarias, tales como la requisa de cosechas en el campo, y el racionamiento del pan en las ciudades. Así, el programa de industrialización en el marco de la NEP desembocó en un callejón sin salida. En esas condiciones se planteaban cuatro alternativas: a) una variante actualizada de las reformas de Stolypin que llevarían al reestablecimiento de la gran propiedad capitalista, acelerando el empobrecimiento de los pequeños propietarios del campo y, en consecuencia, su proletarización, y el apoyo irrestricto a los nuevos campesinos ricos que emergieron gracias a la NEP. Es fácil percibir que esta vía cancelaba las conquistas de Octubre, y que nadie, por lo menos abiertamente, la proponía. Esto último, en opinión de S. Kara-Murza, además porque las posibilidades de que el campo evolucionara por la vía capitalista en las nuevas condiciones eran todavía menores que en 1906-1914, ya que despertaría las mismas fuerzas que habían paralizado las reformas de Stolypin, y que hundieron al gobierno provisional en 1917; b) renunciar a la industrialización acelerada, y con ello, detener el crecimiento de las ciudades para relajar la tensión creada por el desabasto de alimentos (propuesta por el destacado economista N. Kondriatiev); c) la colectivización forzosa como una vía intermedia (y que retomaba las tradiciones de las comunas rusas), es decir reestablecer las grandes unidades de producción agrícola, pero sin propietarios privados, lo cual obviamente implicaba su eliminación como clase; d) la paulatina colectivización voluntaria de los productores individuales, preponderantemente a través de las cooperativas, defendida y profundamente estudiada por A. V. Chayanov, pero cuyo ritmo era excesivamente lento y que no correspondía al ritmo del crecimiento de las ciudades, que con urgencia demandaban alimentos, pero justamente la crisis en el acopio de las reservas de granos en 1928 demuestra que esa vía sólo era posible a condición de renunciar a la industrialización acelerada.
La idea de la colectivización de la agricultura fue resuelta teóricamente por Lenin y concebida en una perspectiva de largo plazo, preponderantemente a través de las cooperativas. El mismo Stalin todavía en noviembre de 1927 afirmaba que esa era la dirección, pero que todavía no había llegado el momento y que no llegaría pronto. Pero tan sólo unos meses después, el 28 de mayo de 1928, y en un principio en contraposición a Bujarin, afirmaba que la colectivización era impostergable y se imponía como la tarea del momento. Y ya para 1929 se había emprendido su realización práctica, dando lugar a lo que se conoce como el gran viraje. Ciertamente, la cuestión cardinal de la industrialización fue causa de largos debates y fuertes pugnas al interior del Partido. El grupo que se conocería como ala derecha, encabezado por Bujarin, Tomski, y Rykov, pugnaban por un ritmo de industrialización normal, vía acumulación paulatina de recursos en el marco de la NEP, mientras que Stalin fue partidario de una industrialización acelerada. En ausencia de créditos del exterior, la URSS sólo podía apoyarse en sus fuentes propias de acumulación, por lo que dicha variante no podía ser más que forzosa. Al respecto, S. Kara-Murza señala que en 1989, al calor de los debates que generó la Perestroika, se realizó la modelación matemática de la variante propuesta por Bujarin, y los resultados fueron: en condiciones de la NEP los bienes de capital habrían crecido entre 1-2%, profundizando no sólo el atraso industrial y tecnológico con respecto a Occidente, sino que ni siquiera habría cubierto el ritmo de crecimiento de la población de la URSS, que a la sazón era de 2% anual (La civilización soviética, T. 1. Moscú, 2001). A la luz de los acontecimientos históricos posteriores, es evidente que esa vía habría implicado no sólo la derrota del país en la guerra, sino que entrañaba también el riesgo de conflictos sociales internos como consecuencia del empobrecimiento progresivo.
Los intensos debates de 1927 sobre la agricultura soviética reflejan el dramatismo de la situación. Una de las cuestiones centrales se refería a la diferenciación del campesinado en el marco de la NEP, al proceso de conformación de clases en el campo: ¿hacía dónde apuntaba? ¿cuál era su intensidad? ¿tendía a desaparecer el campesino medio para proletarizarse? ¿representaba una amenaza a la estabilidad la emergencia del campesinado rico?… Estas cuestiones tenían una importancia y trascendencia práctica para los destinos del campesinado y del país en su conjunto. Por sus posiciones defendidas, esos debates serían fatales para Chayanov, Kondratiev, y sus seguidores.
En el XV congreso del Partido, en diciembre de 1927, Stalin informó sobre los avances de la industrialización, en particular de la conformación de la base minero-metalúrgica del país, de las primeras fabricas de maquinaria, lo cual se logró con grandes sacrificios y un entusiasmo inusitado. Al mismo tiempo señaló el enorme rezago de la agricultura en relación con la industria y planteó el programa de colectivización «…paulatina, pero decididamente; no de manera forzada, sino convenciendo, y con base al ejemplo… con el uso de maquinaria agrícola y tractores, con métodos científicos e intensificación de los cultivos…» El congreso también aprobó el primer plan quinquenal y …la expulsión de Trotski y Zinoviev del partido. Así, en una encarnizada disputa por el poder, Stalin volvió a sorprender a sus contrarios, arrebatando el programa de la oposición de izquierda que propugnaba desde tiempo atrás por la colectivización y la eliminación de los campesinos ricos como clase.
Naturalmente, surge la pregunta ¿porqué ahora y no antes? Cabe recordar que las grandes ciudades prácticamente se habían «vaciado» durante la guerra civil, pero a partir de 1923 crecieron a un ritmo acelerado, creándose la crisis de abasto de alimentos que alcanzó niveles dramáticos en 1928. Por otra parte, la situación había cambiado en el campo: la estructura socioeconómica, el enriquecimiento de una minoría y el empobrecimiento de muchos más, así como la consolidación del nuevo poder y la pacificación del país hacían suponer que, si bien la colectivización encontraría fuertes resistencias, no generaría las revueltas campesinas del periodo del «comunismo de guerra». Esto último muestra que Stalin, a diferencia de Trostki, Kamenev y Zinoviev, que pugnaban por la colectivización desde 1924-25, no se guiaba por una idea o programa preconcebido, sino que sabía reaccionar mejor que sus detractores a las circunstancias del momento.
La colectivización forzosa tuvo como consecuencia inmediata el deterioro aun mayor de las fuerzas productivas en el campo: fueron sacrificados miles de caballos, millones de cabezas de ganado (mayor y menor), destruidos aperos y maquinaria de labranza por quienes preferían destruirlos, antes que cederlos a las granjas colectivas. Al desarraigar de la tierra a buena parte del campesinado, se perdió la experiencia acumulada por muchos años, y ante la falta de colaboración de muchos campesinos, en su lugar en los koljoses fueron nombrados pésimos administradores que contaban con la confianza de las autoridades políticas. Así, la caída de la producción en más de 3% anual, junto con la sequía en 1933 provocó las hambrunas de principios de los años treinta, que cobrarían cientos de miles de víctimas. Sólo hasta 1939, gracias a los avances de la mecanización y la intensificación de cultivos, la producción rebasaría en 36% la producción de 1929. Por otra parte, después de la colectivización el Estado ya no enfrentó mayores problemas en el acopio de granos para abastecer las ciudades, ni para crear reservas estratégicas para, en caso de guerra, aprovisionar ininterrumpidamente al ejercito rojo…
En 1930 K. Kautski publicó El Bolchevismo en un callejón sin salida, la crítica contemporánea más profunda y sustentada a la colectivización emprendida en la URSS, en el que plantea la cuestión de si hubo otras alternativas en el proceso de establecimiento del socialismo en Rusia, y menciona dos momentos clave: a) la mayoría (83.6% ó 37.1 de 44.4 millones de electores) que conformaban las fuerzas socialistas (bolcheviques, socialistas revolucionarios, y mencheviques) en las elecciones a la Asamblea Constituyente a principios de 1918, cuya alianza potencial pudo haber evitado la guerra civil y la dura experiencia del «comunismo de guerra»; b) la cancelación de la NEP como vía que admitía la pluralidad de formas de propiedad y, por lo tanto, de fuerzas sociales que dieran sustento a un programa del socialismo democrático. Pero, como hemos visto, Lenin tuvo perfectamente claro que se desaprovechó esa formidable oportunidad, pero no por los bolcheviques, sino por los socialistas revolucionarios de derecha, y los mencheviques que se negaron a reconocer los consejos como órganos de poder legítimos. En la segunda oportunidad hemos tratado de mostrar la complejidad de los procesos que tuvieron que enfrentar los bolcheviques y en los que terminó por imponerse la realidad. Pero Kautski, de una clarividencia innegable, quien nunca tuvo que enfrentar procesos que exigen la toma de decisiones desde el poder y que involucran el destino de millones de voluntades, incurre en una visión voluntarista, pero invertida, y hace pensar que los programas, como una expresión concreta de los ideales sociales, se realizan por decreto, sin la mediación de fuerzas en lucha permanente por el poder. Al mostrar magistralmente la falta de correspondencia entre el proyecto social y las características sociales y culturales de los campesinos, así como la inexistencia de los medios técnicos para realizarla, Kautski hace una crítica concienzuda y demoledora de la colectivización. Pero cuando se refiere a las dos oportunidades históricas que pudieron haber cambiado el destino del socialismo, no mantiene la misma consistencia. O dicho de otra manera, la única alternativa posible era que los bolcheviques abandonaran sus aspiraciones socialistas y adoptaran, en el mejor de los casos, el programa socialdemócrata, con pocas posibilidades de aplicarse en una país con las carencias que caracterizaban a la URSS en esos años.
A la par de la colosal tragedia en vidas humanas que cobró la colectivización forzosa de la agricultura, a consecuencia de la represión y las hambrunas, también se dieron innegables cambios positivos en la vida del campo. Las vertiginosas transformaciones en la agricultura implicaron una migración sin precedentes en la historia de Rusia del campo a la ciudad, haciendo posible, principalmente a los jóvenes, el acceso a la educación y nuevas profesiones. Igualmente en el campo aparecieron los tractoristas, mecánicos, jefes de brigadas, contadores, técnicos y especialistas en agronomía, etc. Los consultorios médicos, las escuelas, las bibliotecas, los clubes, las estaciones de maquinaría agrícola pasaron a formar parte de la vida integral de los habitantes del campo. El trabajo colectivo, las reuniones, las actividades políticas y culturales cambiaron profundamente la vida de la gente, haciéndola más interesante y llevadera. Y no sólo eso, a partir de la colectivización los estándares de vida, aunque lentamente, buscan aproximarse a los de las ciudades. Definitivamente, la colectivización tuvo consecuencias a muy largo plazo, no sólo para la agricultura, sino para todo el país, toda vez que influyó decisivamente en la estructura social, en la dinámica demográfica y la urbanización del país. Constituyó un viraje que causó una colosal tragedia para todo un pueblo, que hubo de soportar enormes sufrimientos y muertes masivas. En ningún otro momento de la historia soviética se cometieron errores e injusticias más trágicos que durante la colectivización, pero el hecho mismo de que el sistema soviético haya logrado sobrevivir a ese terrible periodo, y erigirse en pocos años en un poderoso país industrial, muestra las enormes reservas de confianza y de esperanza que el pueblo trabajador del campo y la ciudad albergaba en el nuevo régimen.
El fin de San Petersburgo
El 26 de enero de 1924, cuatro días después de acaecida la muerte de Lenin, el II Congreso de los Consejos de la URSS aprobó el cambio de nombre de la ciudad que fuera capital del imperio ruso, de Petrogrado a Leningrado. La ciudad volvía a crecer y la efervescencia tomaba cuenta de ella. No obstante que había dejado de ser la capital de Rusia soviética, Leningrado continuaba siendo uno de sus polos político-económicos y culturales. Ese mismo año la fabrica Putilov inicia la producción en serie de tractores soviéticos, y salió al aire la primera transmisión de radio; poco tiempo después llegaría su turno a otras fabricas de metalmecánica. En 1925 surge la «oposición de Leningrado», encabezada por G. Zinoviev, quien poco después sería destituido, y reemplazado por S. Kirov en la dirección del Partido de la ciudad. En 1927 la «oposición unificada», de L. Trotski, G. Zinoviev, y L. Kamenev, lleva a cabo en la ciudad reuniones secretas y realiza varias manifestaciones… Los institutos técnicos de Física, Fisiología, Agrofísica, y el primero en el mundo de Hidrometeorología fueron abiertos durante esos años. Comienza a circular regularmente el transporte público de autobuses (1926), y en las afueras de la ciudad comienza a trabajar la hidroeléctrica Voljovski. Para 1929 en Leningrado se instituye la emulación socialista entre las empresas y centros de trabajo…
En 1925 se inicia la reconstrucción de las principales calles y plazas que habían sido seriamente dañadas durante la guerra civil. Con la construcción en 1927 del complejo habitacional de la calle del Tractor, bajo la dirección por el arquitecto A. Nikolski, comienza propiamente la edificación masiva de vivienda para los trabajadores de Leningrado. Luego le seguirían los barrios residenciales Baburinski, Kondratievski en 1928, y el distrito residencial Bateninski en 1930. La arquitectura constructivista de las edificaciones se caracteriza por sus fachadas de geometría precisa y el dinamismo de las construcciones. La tensión entre las ambiciosas metas trazadas por el nuevo régimen social y la precariedad de las condiciones para alcanzarlas se ven reflejadas fielmente en la estética de la nueva arquitectura, en el acondicionamiento racional de los apartamentos modestos: una vida austera pero firmemente anclada en el futuro. Pero, a diferencia de los estrechos dormitorios obreros de alquiler que predominaban apenas unos años atrás, las nuevas edificaciones disponen de amplios espacios interiores dedicados a la convivencia y el esparcimiento de sus moradores.
En esos años también destaca la apertura de varios palacios y casas de la cultura, del Museo de Etnografía, la Casa Museo Pushkin; la creación de la Filarmónica, el Teatro del Joven Espectador, el primer cinema audiovisual; la aparición de varias revistas; el estreno de la opera «Amor a Tres Naranjas» de S. Prokofiev, la opera «La nariz», y el ballet «El siglo de oro» de D. Shostakovich. En el Museo Ruso se realiza la magna exposición de las nuevas corrientes en el arte con las obras de Chagall, Biurluk, Goncharov, Larionov, Kandinski, Tatlin, Malievich, y otros maestros de la vanguardia rusa. Después del rotundo éxito de «La Madre», en 1928 V. Pudovkin estrena la película «El fin de San Petersburgo»…
El ideal y la esperanza
A pesar de los procesos totalizadores de nuestro tiempo, que tienden a minar, fragmentar y disolver las bases para la emergencia de ideales sociales alternativos, las sociedades, o cuando menos una buena parte de quienes las conforman, no han dejado de plantearse cuestiones cardinales para su existencia, tales como: ¿en aras de qué se vive y trabaja? ¿en qué ideales o proyecto social encuentra consuelo la conciencia de la finitud de la vida?… Y si bien los pueblos siempre han recurrido a las respuestas religiosas, como la forma más evidente de espiritualidad, es claro que éstas se dirigen casi siempre al más allá, a «la vida eterna», en las que la fe tiene la última palabra. En la imagen arquetípica del paraíso terrenal, el cristianismo plantea de manera invertida el ideal: el paraíso, como armonía entre las criaturas de la creación y el mundo circundante, el hombre lo perdió para siempre cuando Adán y Eva probaron el fruto prohibido del árbol del bien y el mal, y la única
esperanza es alcanzar el reino de los cielos. En la segunda mitad del Siglo I, las primeras comunidades cristianas aun mantenían viva la esperanza del advenimiento del reino de Dios a la tierra, pero ya en el Siglo II, con el avance de la propiedad privada, la perspectiva de una escatología colectiva cede poco a poco su lugar a una individual, sino en la tierra, en el cielo. Así, cuando la realidad terrenal se vuelve insuperable al entendimiento, la tentación de admitir la existencia de una realidad sobrenatural se antoja irresistible, y de ahí entonces la contundente conclusión de L. Feuerbach: «la vida terrenal del hombre pierde cualquier valor» (La esencia del cristianismo). Sin embargo, no son pocos los hombres que, sin negar el ámbito religioso, aspiran también a las certidumbres del reino de este mundo, y es en ese terreno que surgen los ideales sociales.
Ciertamente, todo ideal secular, por el solo hecho de proyectarse hacia el futuro, hacia el ámbito de lo -aun- inexistente, exige también cierta dosis de convicción, de fe, de creencia irracional. Como lo muestra el trágico Siglo XX, justamente esa porción de irracionalidad entraña graves peligros, pero sólo así las fuerzas sociales pueden negar la cruda realidad en la que objetivamente actúan. La realización de cualquier ideal de justicia, de la verdad, o la belleza, siempre exige sacrificios, y son los pasionarios, los románticos, personalidades únicas que se han compenetrado tanto de las ensoñaciones ideales, que son capaces del auto-sacrificio en aras del ideal. Los pancistas, en cambio, se orientan más por los valores tangibles y disfrutables, por el calculo frío de las ganancias y la perdidas en cada uno de sus actos. El ideal social emerge de la percepción crítica de una realidad opresiva compartida por millones de hombres, pero sólo puede llegar a convertirse en una a
utentica fuerza transformadora si sus pretensiones son trascendentales y, al mismo tiempo, es portador de una estrategia de realización de incuestionable racionalidad. De lo contrario no pasarán de ser extravagantes ensoñaciones de unos cuantos individuos aislados. Ernest Bloch, quien más ha reflexionado sobre la esperanza, lo planteó así: «si bien los objetivos finales no deben plantearse demasiado lejos, de lo contrario la gente puede preguntarse ¿y yo qué tengo con eso? Próximo o distante -es preciso hacer lo uno sin desistir de lo otro… Pero más importante que la ruta, que en principio no es el factor decisivo, es la conciencia ética y el conocimiento (Gewissen-Wissen) de la utopía, que se hace cada vez más inteligente, que aprende de sus derrotas y al mismo tiempo no aprende, es decir, que puede ser corregida, pero nunca refutada por el poder de lo Existente». (Introducción a la filosofía de Tübinger).
Copenhague, julio de 2004.
Atanasio Campos Miramontes