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Matisse, bajo el sol de Niza

Fuentes: El Viejo Topo

Matisse tiene 48 años cuando llega a Niza en 1917, en plena catástrofe de la gran guerra: es ya un hombre maduro, con una importante obra detrás, y cuya fama empieza a traspasar fronteras. Hasta entonces, el pintor trabajaba en su estudio de Issy-les-Moulineaux, cerca de París, a donde se había trasladado a vivir desde […]

Matisse tiene 48 años cuando llega a Niza en 1917, en plena catástrofe de la gran guerra: es ya un hombre maduro, con una importante obra detrás, y cuya fama empieza a traspasar fronteras. Hasta entonces, el pintor trabajaba en su estudio de Issy-les-Moulineaux, cerca de París, a donde se había trasladado a vivir desde su pueblo natal, Le Cateau-Cambrésis, fr la región del Nord-Pas-de-Calais. Ese año sirve de frontera convencional a los estudiosos de su obra para dar paso a la que se considera su etapa de plenitud (aunque no necesariamente la más valorada), que llega hasta 1941. Es el criterio utilizado en la exposición organizada por el Museo Thyssen-Bornemisza (titulada así Matisse 1917-1941), que aborda ese período de Niza y muestra muchas pinturas que nunca se habían visto en España, cedidas por decenas de museos y colecciones privadas.

Conocemos la evolución personal de Matisse, su búsqueda artística y sus temores (¡la ceguera!), gracias a la monumental biografía de Hilary Spurling, que se añade a la visión de otros autores: Louis Aragon, por ejemplo, que recogió en su obra Henri Matisse, roman, un conjunto de textos escritos a lo largo de casi treinta años, desde que conoció al pintor durante la Segunda Guerra Mundial hasta el final de los sesenta; y Francis Carco, que nos dejó sus impresiones en un pequeño volumen, L’ami des peintres; y también a la correspondencia de Matisse con Bonnard. Se ha insistido en que, frente a sus inicios y sus últimos años, ese cuarto de siglo que va de una guerra a otra es la etapa menos conocida del pintor, aunque muchas de sus obras resultan familiares incluso para el gran público. Como si fuera un mensaje del destino, de esas dos fechas tan importantes para él, 1917 llega con el despertar de la revolución bolchevique, y, para Matisse, un artista del frío norte de Francia, con la alegría del sur, de la luz, de una nueva vida; y, un cuarto de siglo después, 1941 se anuncia con la agresión nazi a la Unión Soviética que marca el inicio de las grandes operaciones militares de la Segunda Guerra Mundial y, de hecho, de la guerra de verdad, por comparación con la guerra boba de los meses anteriores, en el mismo año en que el pintor se somete a una operación quirúrgica por un cáncer de duodeno que lo sitúa a las puertas de la muerte, como el país de los sóviets ante Hitler.

Matisse había estudiado en el taller de Gustave Moreau, en la última década del siglo XIX (aunque al viejo simbolista le gustaba más el alumno Rouault), y evolucionó con los restos del impresionismo, pero también le influyeron, además del simbolismo, Turner, Van Gogh, Seurat y Signac, el arte oriental, y, por supuesto, Cézanne. Lujo, calma y voluptuosidad, de 1904-5 (título tomado de un verso de Baudelaire y realizado en la estela de Signac), marca el final de su etapa neoimpresionista, antes de participar en la ruptura del fauvismo. También le influye la estética oriental (con la obra de Katsushika Hokusai, por ejemplo), aunque no fue el primero en interesarse por el arte japonés y oriental: Van Gogh había llegado a copiar estampas de Hiroshige, como la famosa reproducción de su Kameido. El jardín de los ciruelos, que hizo en 1887, cuando Matisse ni siquiera había ingresado aún en la École des Beaux-Arts de París. En esos años, estudia el Louvre, desde Chardin y Corot hasta el barroco holandés, y, a los veinticinco años, tiene una hija, Marguerite, con Amélie Parayre, de quien tendrá dos hijos más antes de que termine el siglo XIX.

Su amistad con Derain, con quien colaborará en el grupo fauve, su relación con Marquet (a quien llegó a calificar como «nuestro Hokusai»), con Vlaminck, y su participación en el movimiento fauvista son trascendentales, puesto que marcan el paso del neoimpresionismo a las vanguardias del nuevo siglo, en medio de un frenesí de búsquedas alrededor del color, del equilibrio y de la noción de volumen legada por Cézanne. Matisse persigue después la simplicidad, con colores planos, y una pintura que quiere plasmar dos dimensiones deliberadamente, alejándose de la perspectiva renacentista, y su relación con Picasso, con quien coincidió en las veladas de Gertrude Stein, influirá en la adopción de algunos rasgos del cubismo. Es uno de los primeros artistas en interesarse por el arte negro, aunque Carco insiste en que fue Vlaminck el primero que llevó una escultura negra a casa de Derain. Esa inclinación por la negritud atrapa a Picasso, Modigliani, Kirchner, Léger, Brancusi y tantos otros. A principios de siglo, Matisse visita el norte de África, como había hecho Delacroix, y como harán Klee y Macke, y su atracción por el orientalismo aumenta; un orientalismo hecho de rasgos islámicos y japoneses, y en donde también encontramos a Ingres. En 1901 pinta a su mujer vestida de japonesa, (como hizo Monet, y también Renoir, que había pintado una odalisca en 1870: Mujer de Argel) y su atracción por Kitagawa Utamaro o por el chino Cheng Hsieh (transcrito en pinyin como Zhèng Xiè) transforman su mirada. Renoir, a quien Matisse conocerá en 1917, poco antes de la muerte del viejo impresionista, le impresiona. Lo encuentra, con setenta y seis años, en un estado decrépito, casi incapaz de sujetar los pinceles; tiene mucho en común con él: capturar la alegría de vivir los une a través de décadas de distancia. Allí, en Cagnes-sur-Mer, en la casa de Pierre-Auguste, toman esa fotografía de 1918 que nos dice tantas cosas: en ella, vemos a Claude Renoir, Greta Prozor, Matisse y Pierre Renoir, que están junto al viejo impresionista, tocado con gorra de visera. Poco antes, en 1916, Matisse había querido conocer a Monet, a quien irá a ver en Giverny, el lugar donde éste pasó casi medio siglo.

Desde el inicio de la nueva centuria, Matisse se había distanciado de la corriente impresionista, que juzga irrelevante para capturar la esencia de la realidad, y su evolución culmina momentáneamente en La danza II, de 1909-10, aunque no por ello desdeñará sus enseñanzas: casi un cuarto de siglo después, en 1930, Matisse reconoce la influencia en su pintura de los impresionistas, de los neoimpresionistas, de Cézanne y de los artistas orientales. También de los maestros que observaba en el Louvre, antes de la gran guerra. La gran ruptura del fauvismo, con su apuesta por el color, y la adopción de un lenguaje cercano al cubismo picassiano, llenan sus años de preguerra, que no se abordan en la muestra del Thyssen.

Cuando llega a Niza, tiene problemas: el gobierno revolucionario bolchevique confisca en 1918 las colecciones de arte de Sergei Ivánovich Shchukin (para cuyo palacete en Moscú, Matisse pintó La danza, de 1910) y de Iván Morosov, que eran compradores habituales de la obra del pintor. De hecho, Shchukin era el principal cliente de Matisse. A partir de ese momento, vive solo en Niza, sin su mujer, Amélie, ni sus hijos, pero la alegría y la vitalidad que encuentra en la costa mediterránea le dan nuevas energías. Sigue indagando en las corrientes orientalistas que venían de Delacroix, de Ingres, y continúa interesado en la aportación de Cézanne, que juzga trascendental. Se da cuenta de que empieza otra etapa de su vida: termina el desarrollo de su «pintura decorativa», como la había denominado, y se dispone a adaptarse a unos tiempos distintos, donde vendería formatos más pequeños. Pinta entonces sus célebres odaliscas, que algunos verán después como un retroceso de su pintura en relación al período anterior, y pretende dar volumen a sus figuras y sus escenas sin utilizar los procedimientos tradicionales de la perspectiva. Dedicará también mucha atención a la escultura -estudiando a Miguel Ángel, utilizando incluso algunos de sus modelos escultóricos para sus propias obras-, hasta el punto de que al Grand nu assis le dedica casi siete años de trabajo.

Las modelos a las que pinta en Niza (Antoinette, Laurette, Lydia, y otras, como esa recatada Wilma Jabor a quien Matisse, con aspecto más de médico que de pintor, bosqueja con su lápiz en París, en 1939, en el estudio de la escultora norteamericana Mary Callery, durante los meses en que Matisse vive en el Hotel Lutétia), son, según sus palabras, «el tema principal de mi trabajo». Mary Callery tuvo gran amistad con Teeny Duchamp, casada entonces con Pierre Matisse, hijo del pintor, y que, después, fue esposa de Marcel Duchamp, y eso explica la presencia del pintor. También utiliza como modelos a su familia, a su mujer y sus hijos: a Pierre, a quien ya había representado en La lección de piano y quiso capturar en El violinista en la ventana, aunque, al final, Matisse se representase en él a sí mismo. Cuando termina la década, pinta a su hija Marguerite y, después a Antoinette Arnoud, y empieza a trabajar, en 1919, en los escenarios y el vestuario para el ballet Le Chant du rossignol, por encargo de Stravinski y Diaghilev.

Viaja a París, a Londres. En los años veinte, pinta odaliscas, donde es perceptible la huella de Courbet, y colabora con la modelo Henriette Darricarrère. Captura los desfiles de Niza, el carnaval y la fiesta de las flores, vistos desde el hotel Méditerranée. Consigue obras notables: Interior en Niza, de 1918, con la ventana, el mar azul, el sillón y las cortinas, en una peculiar visión de la vida cotidiana. O Interior con funda de violín, de 1918-19, donde vemos otra vez la ventana, el mar, una mesita tocador, el sillón con la valija del instrumento; y Mujer en un sofá, de 1920-21, donde se aprecia a la señora recostada, compuesta con gran economía de medios: cuatro trazos, y el rostro con dos puntos y un par de líneas. En Conversación bajo los olivos, de 1921, vemos a dos mujeres (que son Henriette Darricarrère y Marguerite), una ataviada con un parasol, conversando ambas junto a unos grandes olivos; llevan flores en el pelo y chales, parecen vagamente japonesas y recuerdan también a Fragonard. El biombo moruno, de 1921, muestra a dos mujeres en un ambiente oriental, una sentada al lado de una mesita, ante el bastidor: es un lienzo barroco, recargado, lleno de color; al fondo, se encuentra la funda del violín. La lectora distraída, de 1919, parece un óleo inacabado: la mujer apoya la cabeza en su mano, junto al tocador con un búcaro con flores; y Lectora y velador, de 1921, donde la vemos leer en la mesita, con una vasija con flores y un espejo de mano.

En 1922, Matisse es fotografiado por Man Ray en su estudio de París: lo descubrimos con sus gafas redondas, serio, incluso severo, en un momento en que parece desconfiar del futuro. Tiene el aspecto de un burgués, de un hombre de orden, poco inclinado a mezclarse en las inquietudes políticas del momento. El año anterior había participado en una exposición de «impresionistas y neoimpresionistas» en el Metropolitan de Nueva York y es ya una celebridad. De esos años son Pianista y jugadores de damas, de 1924, donde el pintor compone una habitación muy recargada, con el suelo y una pared de color rojo, de inspiración árabe; también la alfombra es roja; en un armario, cuelgan dos violines, junto a una escultura de Miguel Ángel, a quien Matisse siempre tuvo muy presente. Es una escena familiar: la pianista es Henriette Darricarrère que tiene a su espalda a sus hermanos jugando a las damas. El cuadro ha sido relacionado con una de las más célebres telas de Matisse, anterior a su etapa de Niza, La familia del pintor, de 1911, donde su hija Marguerite, ataviada con un severo vestido negro, parece observar a sus hermanos que juegan a las damas, mientras al fondo aparece la madre, Amélie, bordando.

Al año siguiente, viaja a Italia, es nombrado caballero de la Legión de Honor y sigue ocupándose con litografías de odaliscas. En esos años veinte, trabaja con el orientalismo, deliberadamente decorativo, aunque próximo a Cézanne en el tratamiento del volumen. Odalisca con pandereta, de 1925-26, muestra a la mujer, abandonada, sobre un sillón verde y dorado, y un suelo rojo, en una composición de difícil armonía con la pierna de la odalisca, que parece colgar, en primer término, desequilibrando el conjunto. En la famosa tela Odalisca y butaca turca, de 1927-28, el fondo de la escena parece inadecuado, y es muy parecido al de Dos odaliscas, una desnuda, con fondo ornamental y damero, de 1928, otro conocido óleo, de título descriptivo, un poco estrafalario. Sin embargo, son cuadros que atraen poderosamente la atención. Estos dos óleos, de pequeño formato, los vemos colgados en las paredes del comedor del apartamento de la plaza Charles-Félix, en Niza, en una fotografía que recoge al matrimonio Matisse en 1929; el pintor mantiene el gesto adusto de la imagen tomada años atrás por Ray, tal vez está preocupado por la evolución de su pintura: desde ese 1929 del crack no vuelve a pintar con regularidad hasta cinco años después, aunque reflexiona y trabaja sobre la danza para el encargo del doctor Barnes y diseña las ilustraciones para el Ulises de Joyce.

En marzo de 1930, en plena crisis económica, Matisse llega al puerto de Nueva York. La ciudad lo estimula; viaja después a Chicago y, en una sorprendente decisión, a San Francisco, donde, el 21 de marzo, embarca con destino a Tahití: allí pasará dos meses y medio viajando entre las islas. La atracción de los mares del sur. Además de Gauguin, que había viajado allí cuarenta años atrás, también otros, como Nolde o Paul Eluard, van a buscar la autenticidad de lo primitivo. Vuelve a Marsella a finales de julio, pasando por Panamá y Martinica y, tras descansar en Niza, se embarca de nuevo hacia Nueva York, a mediados de septiembre, para una corta estancia: a primeros de octubre vuelve en barco a Francia y se dirige otra vez a Niza. Todavía hará un tercer viaje a Estados Unidos a finales de noviembre de 1930, con objeto de planificar el encargo que le han hecho en Merion, Pennsylvania, para lo que sería la Barnes Foundation, creada por el doctor Albert C. Barnes, a quien Matisse había conocido en casa de Gertrude Stein. Hacia 1935, Lydia Delectorskaya, que le había ayudado en el trabajo para Barnes, se convierte en su modelo. En esos años, prepara exposiciones en París, en San Francisco, en Nueva York, con una precaria salud que le obliga incluso a ingresar en un hospital parisino. En 1939, su intermitente matrimonio, trufado de separaciones constantes, se rompe definitivamente.

En los primeros años en Niza, Matisse frecuentó a Bonnard, y desarrolló lo que denominaba «pintura de intimidad», con volumen y juego de perspectiva, en oposición al recurso de jugar con dos dimensiones que había utilizado anteriormente, y estudia a Cézanne, cuya obra Tres bañistas, realizada entre 1879 y 1882, perteneció a Matisse durante treinta y siete años, y que, según sus palabras, lo acompañó mucho y le sirvió de apoyo en los momentos críticos. Las pinturas de la exposición del Thyssen juegan con las aberturas de los edificios: «Las ventanas siempre me han interesado porque son pasajes entre el interior y el exterior», escribió el propio Matisse en 1952, poco antes de su muerte. La convención del cuadro como si fuera una ventana, que tiene antecedentes ya en el arte renacentista europeo, es quebrada por Matisse representando a veces la balconada, como en los cuadros que recogen las escenas festivas de Niza, de forma que incluye el propio lugar desde donde mira el artista, algo que lleva al espectador a pensar en la pintura romana, recordando el famoso fresco, un jardín, de la casa de Livia, en el Palatino de Roma, por ejemplo, aunque éste tenga otra perspectiva, o a reparar en el «estilo arquitectónico», donde ya aparecen ventanas. Carnaval en Niza, de 1921, está realizada desde el hotel que mira a la Promenade des Anglais, el paseo marítimo que Matisse no frecuentaba demasiado. En Niza, vivió en el Hotel Beau-Rivage, en el de la Méditerranée (donde coincide con Francis Carco) y en el Régina del barrio de Cimiez, además de en algún otro de forma breve y en los apartamentos que alquiló.

En 1929, Matisse afirma: «Mi propósito es expresar mi emoción». Es el año de El sombrero amarillo, donde una misteriosa mujer, de vestido lila, severa, lleva un gran tocado que casi no recuerda el color de la retama. También se encontraban en la muestra El vestido azul reflejado en el espejo, de 1937, (que se encuentra en Kyoto), y los bocetos y estudios a lápiz para La danza, realizados entre 1930 y 1933. En 1938, Matisse trabaja para un encargo que le hace Nelson Rockefeller para su casa neoyorquina, pero los acontecimientos empiezan a precipitarse en Europa. La república española es ahogada en sangre, y Matisse, en el verano de 1939, viaja a Ginebra para ver las obras del Museo del Prado expuestas en el Musée d’Art et d’Histoire, que habían sido enviadas allí por el gobierno de Negrín. La guerra está a punto de estallar, y, aunque nadie sepa cómo y cuándo llegará, la inquietud y el temor hacen que Matisse vuelva precipitadamente a París desde Ginebra. Desde octubre de 1939, permanece en Niza, donde vive los meses de la guerra boba. En la primavera de 1940, duda sobre realizar un viaje a Brasil, aunque finalmente se va con Lydia Delectorskaya a Burdeos y Ciboure (la patria de Ravel, en el país vasco francés), donde se entera de la caída de París en manos de los nazis. En 1940, pinta Naturaleza muerta con mujer dormida: allí está el jarrón chino, y la blusa rumana, que tanto utilizó como motivo. Los últimos meses de Niza son difíciles para él: su mujer y su hija son detenidas por la Gestapo, por su participación en la resistencia, y torturadas. Él está viejo: tiene más de setenta años, y, con Francia ocupada por Hitler, rechaza la posibilidad que se le ha presentado de trasladarse a Estados Unidos. Además, su salud se ha quebrado, duerme mal, y le asaltan constantes temores a quedarse ciego.

Matisse ha visto pasar su vida en Niza. La guerra acaba, llevándose el viejo mundo, y ya nada será igual. Francia había transitado desde una vida encuadrada para muchos en la visión de Husserl y de Bergson (que muere en 1941, rechazando a Vichy, precisamente cuando acaba la etapa de Niza para Matisse) y en la fortaleza de los imperios británico y francés, a otro mundo distinto que emerge tras la Segunda Guerra Mundial, con Estados Unidos y la Unión Soviética como grandes potencias, y Sartre y Merleau-Ponty como intérpretes de la nueva existencia. Hasta la abstracción artística cambiará, aunque Matisse nunca se preocupó por ella, pese a que, tras su obsesivo trabajo para Barnes en La danza, el pintor adoptará un lenguaje que se va aproximando a una cierta abstración, y que, de hecho, emergerá con un nuevo código, del que el Desnudo rosa, de 1935, es una muestra. Según las palabras de Aragon, a quien Matisse conoce en ese 1941, el pintor estuvo siempre «obsesionado con Mallarmé y Baudalaire», hasta el punto de que dedicaría un gran esfuerzo en sus últimos años a ilustrar Las flores del mal. La posguerra traerá a Europa el aparato propagandístico norteamericano, de influencia casi mundial, que proclamará a Pollock como el artista más relevante de todo el arte moderno, relegando a Picasso y al propio Matisse a la condición de segundones (aunque otro expresionista abstracto, Rothko, rendirá después homenaje a Matisse), e impulsando, además, un preciso programa para acabar con París como la capital del arte occidental, en un momento en que Picasso tiene relevancia mundial y su militancia comunista brilla frente a la moderación de Matisse, cuya estrella se va apagando: es ya un hombre de otra época y, además, no está preocupado por las convulsiones políticas de posguerra, ni le atrae reflejar en su obra los duros enfrentamientos sociales que vive Francia y el resto del continente, aunque no por ello dejará de trabajar: construye durante cuatro años la capilla del Rosario de Vence, una pequeña población cercana a Niza, donde diseña vidrieras, coro, vestuario religioso, objetos litúrgicos; y recorta papeles de colores, los famosos gouaches découpées.

En 1953, poco antes de la muerte de Matisse, Picasso trabajará ya con su recuerdo: pinta La sombra sobre la mujer, donde la odalisca, sobre la que se proyecta una sombra (que es el mismo Picasso) está bajo una ventana. La ventana de Matisse, bajo el sol de Niza. Y el mismo año pinta también La sombra, donde el español juega con la tela de Matisse, El violinista en la ventana, de 1918, sabiendo que su viejo compañero es, también, una sombra. Está enfermo, pero con sus papeles recortados consigue obras que expresan una gran alegría de vivir, aunque ya no le quede tiempo. Sus obras eran su existencia. «Mis dibujos y mis telas son trozos de mí mismo. Su conjunto constituye Henri Matisse», afirmó, cuando ya todo se desvanecía.