En los Estados Unidos, la comunidad homosexual lo tiene crudo. La tierra de las libertades, el país de los sueños de Falsimedia, no garantiza siquiera lo que en España ya es una ley para que las parejas del mismo sexo puedan casarse. Según las últimas encuestas, la población norteamericana (en USA) rechaza esa posibilidad por […]
En los Estados Unidos, la comunidad homosexual lo tiene crudo. La tierra de las libertades, el país de los sueños de Falsimedia, no garantiza siquiera lo que en España ya es una ley para que las parejas del mismo sexo puedan casarse. Según las últimas encuestas, la población norteamericana (en USA) rechaza esa posibilidad por un 68%, contra un 26% que la aprueba y un 6% que no sabe, ni contesta.
No dudo que los españoles sean algo más cultos y tolerantes que los estadounidenses, y que el Presidente Bush sea un perfecto idiota (en el sentido más clásico del término), un asesino, un terrorista y un personaje a encerrar en prisión de inmediato. Pero nuestro presidente Zapatero no opina lo mismo y baja la testuz nervioso y pelotillero, cuando el canalla de la Casa Blanca le llama a capítulo, o le pone por delante a Condolezza Rice para que le haga unas carantoñas. Al poderoso, aunque te propine dos hostias, muéstrale respeto. Y José Luis es un chico educadísimo incluso con los genocidas.
¿Somos los españoles más avanzados que los esclavos de Bush? Claro que sí, hermano, pero no eches las campanas al vuelo, que no es oro todo lo que reluce. Vamos a mirar al ombligo de la patria.
Uno no tiene derecho a pensar que lo aprobado en el Parlamento español, respecto al tema en cuestión, se haya recibido con vítores y aplausos por el ciento por cien de la población. Ni siquiera por el cincuenta. Más bien al contrario, como no creo en absoluto en la representatividad derivada del actual sistema electoral (la ley D’Hont es repugnante y mezquina en ese tema), me cuesta mucho imaginar una España tan moderna y tolerante, cuando aún brillan por su continua presencia las hordas del franquismo más casposo, las huestes del PP de Rajoy y Aznar insultando a la izquierda, agrediendo incluso a intelectuales y políticos, o azuzando a ciudadanas ataviadas con ropas muy caras, como una que hace unos días me gritó en plena calle: «¡Tena, rojo, hijo de puta!». Ni que decir tiene que mi orgullo comunista salió disparado del armario, y sin tener en cuenta la condición, (aparentemente femenina) de la fiera corrupia, le devolví el denuesto con otros insultos tan tremendos que el marido tuvo que arrastrarla materialmente por la calle de Ferraz, con cara de sufrimiento y vergüenza ajena. ¡A ver si resulta que a estas alturas de la película, vamos a tener que seguir soportando estoicamente las tarascadas de tipejas como la aludida!
Por eso y mil anécdotas más, me niego en rotundo a aceptar que lo que se ha aprobado en las Cortes corresponda a los deseos de una mayoría de la sociedad española. Y por tanto no me extraña, en lo absoluto, que surjan polémicas por todos lados, desde el científico al rural, del ámbito universitario al laboral. Hay polémica para años, pero se banalizará convenientemente.
El secreto está en la hipocresía secular del pueblo español, ampliamente demostrada, en la doble moral practicada en pleno felipismo, en el doble rasero que se sigue utilizando en los predios socialistas, en las mentiras continuas que desde los medios de comunicación (sobre todo los privados) se lanzan alegremente, como quien arroja caramelos en un bautizo, intentando hacer creer al personal que somos más modernos que nadie, más cultivados que los franceses, más educados que los británicos y mucho más simpáticos que los italianos. Qué ingenuidad, querido Lorca.
Cuando los sufridos jóvenes que realizan encuestas en la calle, preguntan al público viandante por su opinión acerca de un determinado problema, la cara del entrevistado se parece más, en gran parte de los casos, a la de un niño que no se sabe la lección, que al rostro de un ciudadano consciente de la pregunta formulada.
La ausencia de criterio es la rémora que arrastran una gran parte de españoles, lo que les provoca inseguridad, dudas y, consiguientemente, sacan el escudo del disimulo como arma defensiva, por aquello de «qué dirán de mí si opino lo contrario». Soy testigo de decenas de ejemplos, incluso los más chuscos, cuando he inquirido a diez personas en el centro de Madrid, con la cámara como prueba, sobre algo tan inocente como: «¿Qué opina usted de la labor que realiza el Prepucio del Ayuntamiento?». Las respuestas eran surrealistas en todos los casos. Una señora afirmó: «Yo estoy muy contenta. ¿Es ese que se encarga de la limpieza, no?». Otra opinaba: «No sé, hijo, pero seguro que es una buena persona». Uno algo avispado me dijo: «Bueno, no le conozco, pero ¿ese señor en qué despacho trabaja?». Sólo un ciudadano, de los diez entrevistados, se rió abiertamente cuando escuchó la pregunta y añadió jocoso: «Sí, le conozco, suele trabajar en el Monte de Venus».
La campaña para lograr que los gays y lesbianas puedan disfrutar de los mismos derechos que los matrimonios heterosexuales, ha sido precisa, contundente, inasequible al desaliento y pertinaz como la lluvia. Y el resultado, positivo. Bienvenida sea. Pero ¿por qué tanta prisa en aprobarla, cuando sólo Holanda, Bélgica y Dinamarca habían hecho lo propio con anterioridad, tras incontables debates e informes pertinentes?
El secreto está en las irrefrenables ansias de ciertos poderosos por demostrar a Europa que, en eso del sexo, España es la que tiene más ovarios y más cojones. Como no hay otra manera de comprobar ese progresismo, el sufrido país en el que nací lucha contra el complejo de inferioridad como gato panza arriba, mientras las leyes sobre los inmigrantes se hacen insoportables, los sindicatos hacen el camino «a la norteamericana», las libertades ciudadanas se constriñen de forma escandalosa, las ideas independentistas son castradas y los colectivos juveniles demonizados, los salarios quedan muy por debajo de lo necesario, cuando, en fin, la situación económica y social es, a todas luces, bastante raquítica respecto a nuestros hermanos de Europa.
Pero queda muy bien eso de la ley de matrimonios. Es moderna. Dará mucho que hablar en los medios, se harán cientos de programas de televisión para que millones de españoles sigan aparentemente felices, subidos en la higuera, mirando el dedo del que señala las estrellas, y no al firmamento, esperando la boda de Boris, en directo y en vivo, como la de Leticia con el Príncipe encantado. Almodóvar ya tiene historia para volver a demostrar su finísima ironía.
¿Alguien cree en su sano juicio que el PSOE e IU, además de los partidos que votaron a favor, pensaban únicamente en la justicia, en la equidad y en la bondad de la medida? Vade retro, inocente palomo. Lo que se pensaba, únicamente, era el filón de estupideces que va a generar dicha ley en los medios de comunicación, en los que las Marujas de todos los pelajes exhibirán diez parejas de lesbianas y gays todos los días, a todas horas, como en el circo de Manolita Chén, para decirle a Europa: ¡Toma ya, aquí está la España moderna, la única, grande y libre! Todo, menos normalidad. Todo, menos mesura. Todo, excepto seriedad.
Tengo amigos homosexuales que no se sienten de enhorabuena. Muchos son tan inteligentes que rechazan de plano el matrimonio, siquiera como institución. Otros miran hacia el cielo diciendo: «Ese no es el problema». Hay asuntos que requieren urgencia, pero los poderosos hombres y mujeres de negocio prefieren el parche. Esto de la ley da mucho juego, colega.