Quizá somos el país europeo más propenso a que el pasado no deje de cambiar. Es sabido que éste era el sueño estalinista: lograr que el presente obligara al pasado a adaptarse a las necesidades del poder. Pero donde alcanzamos los más altos niveles es en lograr que cualquier descerebrado ahíto de ignorancia imponga su […]
Quizá somos el país europeo más propenso a que el pasado no deje de cambiar. Es sabido que éste era el sueño estalinista: lograr que el presente obligara al pasado a adaptarse a las necesidades del poder. Pero donde alcanzamos los más altos niveles es en lograr que cualquier descerebrado ahíto de ignorancia imponga su historia. Así es como una alcaldesa puede denominar «facha» a un militar liberal decimonónico, o una familia como los Franco puede convertir en propiedad inalienable lo que robó a punta de pistola. No hay semana sin novedad en el terreno del desfalco histórico. La última, que Jordi Pujol e Hijos Sociedad Limitada se exhiban para que el capo se explaye ante la parroquia sin que a nadie se le ocurra denunciarlos por apología de la estafa como forma de gobierno. La siguiente podría ser la Amical de Millet y Compañía Defensores de las Esencias de la Música, o el grupo de ínclitos dirigentes del PP, que se denominarían «¡Santas Pascuas!» por su empatía hacia los jubilados y su abnegación al soportar los gritos de los indignados.
Algo similar sucede con recientes evocaciones históricas como la de París del 68. La influencia del mayo parisino en la sociedad española fue poco menos que nula y sólo la ignorancia y las ganas de sacar pecho, ahora que está tan de moda, puede consentir la reconstrucción de un pasado muy alejado del nuestro.
La primera decisión del Régimen de Franco ante «los acontecimientos de París», que es como se denominaba en la prensa oficial (es decir, toda), fue la de convocar de urgencia a los directores de los periódicos más importantes del momento, desde ABC y La Vanguardia, pasando por Ya, Informaciones y Pueblo, el más leído entre el magma de los diarios que orbitaban el Movimiento Nacional, aunque en puridad dependía de los Sindicatos Verticales, de donde recogía sus fondos, y del inequívoco franquista de la primera hora, Emilio Romero, su director, considerado a la sazón formador de periodistas por todos sus plumillas. Sería un gesto de pornografía política citar la lista de quienes se deformaron con él. Me viene a la memoria el de mayor trayectoria, Juan Luis Cebrián, futuro director de El País.
Apenas sabemos nada de la reunión del adlátere y cuñado del ministro de Información Manuel Fraga, Carlos Robles Piquer, con los directores de los medios periodísticos. Salvo una cosa: se les conminó a ser parcos hasta el ocultamiento sobre lo que estaba sucediendo en París, bajo riesgo de sanciones o cierre. Se había retirado el sistema de censura previa que había regido los periódicos hasta los primeros años sesenta y se había implantado la autocensura; podías publicar pero ateniéndote a las consecuencias, que iban desde el cierre total, como le ocurrió al vespertino Madrid, o la suspensión durante meses, como sufrió y con cierta reiteración el semanario Triunfo.
En otras palabras: la gente apenas se enteró de nada y los escasos protagonistas españoles en aquel París de las barricadas, que no alcanzaban la media docena, tardaron en volver y se cuidaron como es lógico de expansiones. Es verdad que la ocupación del universitario Colegio de España parisino acogió a muchos visitantes, pero la participación callejera apenas tuvo acento español como podrán atestiguar, si aún sobreviven, dos protagonistas de excepción como José Luis, un asturiano que luego se dedicaría a las marionetas y cuya entrada a España le estaba vetada gracias a uno de los chanchullos del que se había beneficiado el antiguo general republicano conocido como El Campesino. El otro protagonista sesentayochista fue Quico Espresate, cámara de la ORTF, de la familia Espresate de donde saldría la editorial mexicana Era. La mayoría de los voceros españoles de mayo del 68 pisaron París años después o eran becarios en alguna universidad norteamericana.
Mayo del 68 se convirtió en icono hispano de una minoría de avispados sin pasado que exhibir durante la fulgurante Transición. Ni estaban, ni era imaginable que estuvieran, ni tenían ganas de correr un riesgo por encima de sus posibilidades. La imagen de Cohn-Bendit burlándose de un imperturbable policía uniformado, justo a un palmo de su jeta musculada, era algo impensable para una minoría española que siempre se manifestó corriendo, por la cuenta que le tenía. La calle era de la Policía Armada y sólo se podía ocupar durante los segundos que tardaban en llegar los uniformados. No había lugar para chanzas, sólo para carreras. No eran manifestaciones sino signos minoritarios de protesta. Vivíamos, conviene recordarlo, en una dictadura de verdad y no de plexiglás.
Nuestro mayo del 68, si es que alguno hubo, no fue otro que el recital de Raimon en la Facultad de Económicas de Madrid. Pero esa ya es otra historia.