Recomiendo:
0

Medidas y cálculos: algunas razones para apoyarse en Cuba

Fuentes: Rebelión

Kenzaburo Oé, premio Nobel de literatura en 1994 y uno de los más grandes escritores de los últimos cincuenta años, no es muy querido en Japón, donde la crítica y los medios de comunicación silencian sistemáticamente sus méritos, cuando no practican el linchamiento moral -mediante burlas crueles, por ejemplo, sobre su hijo minusválido y su […]

Kenzaburo Oé, premio Nobel de literatura en 1994 y uno de los más grandes escritores de los últimos cincuenta años, no es muy querido en Japón, donde la crítica y los medios de comunicación silencian sistemáticamente sus méritos, cuando no practican el linchamiento moral -mediante burlas crueles, por ejemplo, sobre su hijo minusválido y su afición al alcohol-, a causa de su inconformismo político. Su delito es el de rechazar la figura del Emperador y cuestionar las raíces mismas de la democracia japonesa. Recientemente, este hombre tímido tuvo que acudir a una rueda de prensa con frondosa representación periodística; el corresponsal de uno de los más influyentes diarios de su país aprovechó la ocasión y le preguntó con un retintín provocativo: «Sr. Oé, ¿por qué dice usted que en Japón no hay una verdadera democracia?». Oé, entonces, bajó la cabeza y se sonrojó bajo sus enormes orejas de soplillo; se llevó la mano a los labios y meditó durante treinta segundos de interminable suspense novelístico. Luego sencillamente sentenció: «Por la sonrisa del primer ministro».

Pues bien, ¿por qué digo yo que en Cuba, en cambio, hay una verdadera democracia? Por la sonrisa de Elayne, la recepcionista del modesto hotel estatal Bello Caribe.

Las sonrisas son misterios meteorológicos, se dirá, y no textos; y no se las puede contextualizar, por tanto, sin disolver su potencia o mistificar su mensaje. Sobrevuelan el mundo, incorpóreas, como la del carrolliano gato de Chessyre; y sólo porque vuelan por encima del mundo nos conmueven o nos desasosiegan. Pienso, por ejemplo, en las sonrisas infantiles que aletean sobre la basura de algunos barrios de El Cairo; o pienso en las sonrisas inhumanas de los enamorados; o pienso en la sonrisa pornográficamente angelical de Sabrina Harmann, la soldado estadounidense inclinada sobre la boca del cadáver del prisionero iraquí torturado. Pero todos tenemos la suficiente experiencia cotidiana de las democracias occidentales como para comprender que la sumarísima condena de Oé va mucho más allá de la provocación. A fuerza de repetirse las mismas prácticas políticas -desprecio del ciudadano, corrupción, incumplimiento de promesas, retórica populista, ambición de poder- y a fuerza de repetirse también, simultáneamente, las mismas sonrisas francas, convincentes, transparentes, honestas, comprometidas, en los carteles electorales, hemos acabado por percibir naturalmente la franqueza, la fe en el futuro, la honestidad y el compromiso como una prótesis dental: como -es decir- la transfiguración y ocultación visible de un bullir de componendas, mangoneos y decisiones subcutáneas en una dentadura pública (la única cosa pública de nuestros llamados hombres públicos). Eso es lo que vemos todos en la sonrisa del primer ministro japonés o en la del primer ministro español (cualquiera que sea el partido al que pertenezca) como todos vemos crematorios y cámaras de gas detrás de la esvástica -un símbolo, después de todo, muy antiguo e inocente- o escenas de intercambio sexual un poco tristes detrás de ciertos farolillos rojos. Y precisamente porque la relación de significación es arbitraria, porque presupone la voluntad de establecer un vínculo entre dos órdenes de acontecimientos recíprocamente independientes, los políticos capitalistas tendrán también que rendir cuentas algún día por el irreparable daño moral que han infligido a la ingenuidad comunicativa, base empírica de toda forma de confianza entre los hombres: la publicidad electoral -la publicidad en general- ha vuelto repugnantes (e inutilizables) todas las sonrisas.

¿Y la sonrisa de Elayne? Se inscribe en un horizonte social, político y moral -ésta es mi posición, que no quiere ser sólo provocativa- radicalmente diferente; declara espontáneamente, para el que ha acumulado un poco de experiencia y ha sabido leer unos cuantos datos, una diferencia que los enemigos de la Revolución querrían reducir al clima o al carácter (una folklórica «exuberancia caribeña» inalterable bajo cualquier régimen político) y que está, al contrario, tan rigurosamente inspirada en Montesquieu como para respetar y conservar un clima y un carácter (instancias, entre nosotros, ya completamente «corroídas»); una diferencia irreductiblemente ilustrada que, aún en medio de las dificultades, a salvo de todos los errores, anuncia a través de detalles la realidad en ciernes de ese modelo alternativo que los EEUU combate no sólo porque le oponga resistencia sino, sobre todo, para que no lo creamos posible. También en Cuba se pueden localizar dos órdenes paralelos de recurrencias (en la sociedad y en el cuerpo) que la voluntad colectiva ha acabado por vincular en una relación de significación necesaria y espontánea: se repiten ciertas «medidas» (luego veremos todo el alcance de este término) y se repiten también, en otro lugar, ciertos gestos, ciertas miradas, cierta forma de abordar al otro, de palabra y de obra. De entrada, la sonrisa de Elayne es la síntesis improbable de dos fuerzas que no encontramos habitualmente reunidas: la alegría y la civilización. La antropología nos ha acostumbrado al misterio, que el turismo ha convertido en mercancía, de que los pobres sean alegres; la gente sólo sonríe, al parecer, cuando no tiene nada, bajo la uralita de las chabolas, privada al mismo tiempo de zapatos y de libros; hasta el punto de que se podría creer que el analfabetismo y la miseria constituyen la condición misma de la felicidad humana. Al mismo tiempo, estamos acostumbrados a que en nuestras sociedades de mercado sólo sonrían los políticos; y si encontramos no sólo más riqueza sino también más cultura, más refinamientos intelectuales, más «civilización», la gente está menos contenta, es más desconfiada, más agresiva, menos solidaria. En definitiva: los pobres tienen alegría sin cultura; los ricos tienen cultura, pero han perdido la alegría. Pues bien, si este extendido lugar común describe algo más que un cómodo sistema de compensaciones psicológicas (lo que es muy probable) hay que decir que existe un país, Cuba, en el que tamaña ley de hierro queda en suspenso. Dónde empieza Cuba y dónde la Revolución es difícil saberlo, y hasta bonito ignorarlo, pero hay sin duda un punto de intersección -inscrito en el verbo y en el rostro- en el que la democracia se vuelve belleza; este equilibrio puede ser fruto de la casualidad o hasta de la agresión estadounidense que, al mismo tiempo, lo erosiona y amenaza, pero lo cierto es que Cuba es el único país del mundo donde la mayor parte de la población al mismo tiempo piensa y sonríe. Elayne es el resultado de una paideia y no de la naturaleza. En la economía de guerra del capitalismo nos hemos resignado a que licenciados universitarios tengan que trabajar de recepcionistas o camareros; y les exigimos que estén contentos de ganar cuatro duros, sin seguridad social, en un trabajo estacional. Los que leen libros trabajan en una hamburguesería sin derecho a sindicación; la mayor parte de la población, que no lee libros, también trabaja en una especie de hamburguesería. Estos hombres y estas mujeres, naturalmente, se tienen prohibida cualquier sonrisa que no figure expresamente en su contrato, e incluso ésas nos las escatiman si no está cerca el vigilante. Elayne es recepcionista en un modesto hotel del Estado en la isla de Cuba, donde faltan tantas y tantas cosas; es recepcionista de hotel porque hacen falta recepcionistas de hotel y porque no todo el mundo puede -ni quiere- ser ingeniero. En la economía de guerra cubana, trabaja muchas horas y gana muy poco, pero tiene la casa, la luz, el agua, la sanidad, la educación aseguradas, lo que permite apuntar la mirada hacia otras cosas, sobre todo si se es madre de una niña. No es una licenciada en Políticas que trabaja de recepcionista; es una recepcionista que sabe leer y resumir una noticia, fundamentar una opinión, defender una idea (lo que, por cierto, muchos de nuestros licenciados en políticas no saben hacer); podría estar escribiendo acerca de mí como yo estoy escribiendo acerca de ella; y te pasa la llave como un amigo te pasa la sal, sin servilismo ni violencia. Es más dueña de sí misma que cualquier ejecutivo occidental, incluso en las condiciones de excepción en las que vive; cada vez que se acuerda de su niña, a cubierto de todas las acechanzas que un mortal puede evitar, el pecho se le dilata; cada vez que el pecho se le dilata, con la tranquilidad que Voltaire exige a todo sujeto de razón, fija su atención en un libro o en una situación: mira a su alrededor de una manera que la convierte ya en una suerte de modesta literata (y, claro, de experimentada y perspicaz psicóloga). Y como es joven, es amada, hace sol y le gusta la gente, está alegre; y todo lo que sabe, todo lo que le han enseñado en la escuela y ha aprendido después en las bibliotecas, no sólo no empaña sino que aumenta su orgullo y redondea su sonrisa: esa sonrisa no se puede descomponer; es humana, es animal, es psicológica, es sobrenatural, es inconmensurable, pero al mismo tiempo -me atreveré a decir- es socialista. Y como el socialismo es la normalidad robada, la racionalidad violada, la belleza escamoteada, la sonrisa de Elayne prefigura ya, como un rescoldo entre cenizas, lo que será la típica sonrisa humana (cuando el capitalismo sea sólo ya la visión de un extraterrestre).

Algunas lecturas despeñadas de Marx, y señeramente la de Stalin, midieron las ventajas del socialismo, en el seno del capitalismo, por su superior capacidad de producción. A mis ojos, la superioridad del socialismo se resume en esta sencilla fórmula: alegría ­más civilización. Esta es una de esas diferencias ilustradas que -obstaculizada, agredida, embargada, amenazada, boicoteada- alienta desde hace 45 años entre las apreturas de Cuba.

A poco que se deje suelta la mirada, uno comprende de inmediato -y comprende las causas de este límite- que en Cuba sólo faltan cosas. Tampoco faltan muchas. Para vivir decentemente y construir una sociedad libre los hombres sólo necesitan cuatro cosas -una casa, una herramienta, un poco de queso y algún adorno- y, si llegan a tener cinco, de nada les sirven ya las otras cuatro, tal y como expresa este principio cuyo enunciado anticipa aquí el título de un libro que algún día escribiré: «Poco es bastante, mucho es ya insuficiente». La lucha contra el capitalismo debe ser, ante todo, una lucha por restablecer «lo poco» –lo bastante– y por lo tanto entraña una forma de austeridad o de ascetismo, una disciplina social de ayuno voluntario. No podemos querer generalizar la producción, distribución y consumo de mercancías a nivel planetario; y naturalmente no podemos querer el goce particular de bienes que no podemos generalizar. La necesidad del ascetismo viene impuesta por la producción autofecundada del capitalismo y su renovación acelerada de los mercados, que amenaza la supervivencia material de la humanidad. Pero viene determinada también por el hecho de que esa destrucción ininterrumpida de recursos ha borrado las fronteras entre las cosas de comer, de usar y de mirar, impidiendo la formación de relaciones estables y, en consecuencia, de verdaderos productos culturales, y porque ha introducido la rapidez de la digestión, y de la insatisfacción, en la propia percepción subjetiva del mundo. Mucho es insuficiente, mucho más es mucho menos, todavía-más es estar a punto de perderlo todo. El ascetismo, pues, no sólo defiende la finitud irreemplazable de la Tierra; es la condición misma de toda alegría y toda civilización. El ascetismo es jocundo, parlanchín, abundante, lúdico, lento, creativo, contemplativo, cooperativo, caribeño. Por cada mercancía que descontamos, sumamos un objeto, una relación, un principio, una sensación; por cada mercancía que descontamos, sumamos un plus de tiempo. Restar es recuperar todas las cosas que hemos dejado atrás; lo poco, lo bastante, reintroduce la abundancia perdida en lo siempre-insuficiente del mercado y con ella la tranquilidad ilustrada sin la cual es imposible decidir nada. En Cuba faltan cosas, pero no muchas, quizás sólo una o una y media, y estoy seguro de que cuando se les permita respirar, cuando puedan liberar toda su potencia acumulada de la mordaza imperialista, la alegría y la civilización seguirán asociadas a esta idea de la «bastanza» comunicativa, de la poquedad multiplicadora en cuyos bordes germinan salvajemente el ingenio, la solidaridad, el amor y el sentido común. De momento, con las pocas cosas que tienen, con las pocas cosas que les dejan, los cubanos dan al mundo una lección no sólo de cómo gestionar bien recursos limitados -por contraste con otros países vecinos, incluso más ricos, en los que el hambre mata literalmente o corrompe moralmente a miles de personas-; enseña, sobre todo, que con pocas cosas que se tengan, a condición de que se tenga todavía alguna, una humanidad consciente y decidida puede construir diferencias y defender cotidianamente los detalles -el gesto en carne viva- de una superioridad moral, democrática y antropológica a la que sólo falta la armadura de un presupuesto más holgado.

La Habana es una ciudad hermosa y mortal, como todos los espacios en los que la inclinación fatal de los humanos domina sobre la geometría ilusoria de los mercados. Hasta tal punto los hombres nos acostumbramos a todo, por muy absurdo o destructivo que sea, que sólo descubrimos la irracionalidad de lo que consideramos natural por extrapolación o por comparación; es decir, extendiendo la lógica de la destrucción a sus campos virtuales o experimentando -según el precepto pragmatista rortyano- una mayor racionalidad en un lugar concreto. Es una ventaja tener un extintor, o al menos un ventilador, si se vive en el infierno; es una ventaja tener una pala si se ha de enterrar a un muerto; y es también una ventaja tener una sombra si no se tiene una vida. «Qué suerte que haya muletas», dicen los cojos y se enorgullecen de la ley que les ha cortado las piernas y les ha puesto en las manos esa maravilla. Paseando por esta ciudad que se desmorona, en la que el uso del transporte exige a sus habitantes entrenamiento militar o virtudes ascéticas y donde los apagones siguen siendo frecuentes, se comprende sin embargo, con los ojos y con el pulso, que la mayor parte de las ventajas de las sociedades capitalistas -coches, teléfonos móviles, hipermercados- sirven básicamente para hacer soportables las desventajas del capitalismo; que la racionalidad de sus productos sirve para reproducir, aliviar y legitimar la irracionalidad de su producción. En medio de las dificultades de La Habana, contra su piedra vieja y entre sus cuerpos usados, se abre una rendija a otra manera de medir, a través de la cual los extranjeros medimos ante todo las miserias de nuestras propias ciudades. Aceleración del tiempo, erosión del espacio, circunvalación en vez de circunspección, nuestras ciudades se han convertido en puros conductos para la circulación de las mercancías y, al mismo tiempo, en mercancías ellas mismas; la disolución de todo espesor social, de todos los lazos físicos y antropológicos, es inseparable de un modelo urbanístico que busca inducir con nuevos medios la ilusión de eternidad propia de la vieja propaganda imperial y que prolonga en una versión cotidiana, ininterrumpida, casi trivial, la pompa del espectáculo fascista, con su engañosa conciencia de invulnerabilidad y de triunfo definitivo sobre la muerte. La agresión icónica de la publicidad -mediante vallas, pantallas o luminosos- no sólo deja al ojo fuera de juego e impide completar un movimiento o un pensamiento: renueva permanentemente el decorado de la ciudad y con él la ilusión de que el cambio mismo, por encima del cuerpo que envejece y de los edificios que se agrietan, es la marca y la garantía de nuestra eterna juventud. La agresión lumínica, por su parte, no sólo convierte el espacio urbano en un escaparate al tiempo que barre los rincones donde podría anidar una amenaza antisocial: este derroche energético despliega sobre nuestras ciudades un «día perpetuo» que nos impide ver las estrellas, cuya presencia en el cielo podría hacernos sentir pequeños y mortales. Estrategia premeditada o efecto inalienable, la ilusión de inmortalidad inscrita en la rueda del mercado, con su agresión icónica y su agresión lumínica, tiene consecuencias devastadoras. La idea misma de un «colectivo» en el tiempo -una memoria común, una historia- y de un «colectivo» en el espacio -un pueblo, una asamblea, una revolución- desaparecen. Alli donde el curso de la propia vida resume la totalidad, la existencia del otro deviene irrelevante o prescindible. Allí donde toda la luz deriva de la propia tecnología, nos quedamos sin una fuente autónoma de la que extraer un contrato, una moral o un pensamiento. Si no somos pequeños, no podemos medir a los demás; si no somos mortales, no podemos medir el mundo. Paseando por las calles de La Habana uno experimenta el propio error y experimenta también hasta qué punto la verdad es más hermosa. Se camina por las calles arboladas del Vedado o por el barrio un poco pueblerino de Guanabacoa o incluso entre los soportales sudados de Habana-Centro y se siente enseguida un bienestar físico, el paso se ralentiza, la respiración se acompasa, la piel se suaviza, el oído se agudiza, el tacto avanza, la úlcera se calma, la migraña cede, la miopía se cura, e inseparable de este milagrosa vuelta a la salud se percibe con sorpresa -como una floración- que aquí hay más hombres y más cosas que en otras partes del mundo: es sencillamente que no hay publicidad. Se sube a la azotea de una modesta casa de la calle Chávez, por encima de la ciudad adormecida, acariciada por una tímida luz amarillenta, y se siente enseguida, cabeza arriba, la fragilidad del compañero, la necesidad de cuidar a alguien, la fortuna de otra voz, la llamada de un argumento, la urgencia de narrar un cuento, la capacidad para inventar un teorema: es que se ha hecho realmente de noche. La Revolución, por así decirlo, ha liberado las caras y ha nacionalizado las estrellas. Todavía insuficientemente socialistas, son éstas las dos condiciones mínimas (mirar al otro y mirar el cielo) de toda existencia colectiva y de toda individualidad comprometida. Hijas de la cultura humana y no de la ideología, existieron también entre nosotros hace tiempo y subsisten en otros sitios como privilegio y sostén de la miseria, pero basta un sumario análisis de la geodinámica del capitalismo para saber que en Cuba hacía falta una revolución -una política- para conservarlas.

Desde la rendija abierta en las apreturas de La Habana podemos medir el infierno coloreado de nuestras ciudades. Desde esa rendija abierta, los habaneros miden sus propias apreturas. Nosotros soportamos la cojera fascinados como estamos por las muletas (y por la posibilidad de cambiar de modelo todos los años). ¿Cómo resisten los cubanos? Cuando se ha abierto una rendija, se quiere abrir una ventana. No bastan muletas malas. ¿Cómo soportan, pues, los problemas de vivienda, la cartilla de racionamiento, los transportes imposibles, los apagones? Los soportan a conciencia, lo que quiere decir a pelo o sin anestesia, sostenidos mayoritariamente por la pura convicción de que se trata de una batalla ganada a medias que se podría perder del todo. Esta conciencia, que los corderos no pueden ver y los lobos no quieren reconocer, sostiene los logros de la revolución, pero es al mismo tiempo -o es por eso al mismo tiempo- el mayor de todos sus logros, mucho más que la medicina o la educación; y es esa conciencia, y no la raza o el clima, la que embellece a esta gente, la hace más guapa, físicamente superior, por contraste con la impersonalidad borrosa de los pueblos vencidos, según esa ley que se verifica también en Venezuela, donde he visto a la belleza agarrar a un hombrecito en los cerros de Caracas y convertirlo en un gigante y levantar una muchacha, hasta ayer triste y sin gracia, y fabricar con ella una diosa. El mercado modela con bisturí perpetuas doncellas de silicona; el socialismo -o como queramos llamarlo- saca brillo a viejos de carne y hueso. Incluso en esto demuestra su superioridad.

La diferencia entre Cuba y el resto del mundo es la que existe entre medir y calcular y es en esta diferencia donde se juega el destino de la humanidad. La ruptura con el Ancien Regime en Europa en el siglo XVIII se hizo a partir de la doble intervención de estas fuerzas concurrentes y, sin embargo, íntimamente irreconciliables: la medida y el cálculo. La medida, de la que la historia había conocido algunas salpicaduras en otras épocas o en otras culturas, vino de la mano de la Ilustración. El cálculo, conocido también antes bajo otros formatos más rudimentarios, se impuso a través del capitalismo. Como entraron en el mundo mezcladas, el cálculo ha tratado siempre de disfrazarse de medida para que le salgan las cuentas sin resistencia; pero como entraron en el mundo íntimamente peleadas, cada vez que la medida ha querido tomar realmente medidas, el cálculo la ha puesto a contar muertos: el terror «blanco» en Francia, de Thermidor a los 30.000 fusilados de la Comuna de París, instruyó a los contables del siglo XX, y a los de este corto e intenso siglo XXI, en la práctica muy eficaz de matar a todo el mundo cada veinte años y dejarles votar el resto del tiempo; e instruyó a los supervivientes en la necesidad de aceptar los resultados del balance, cualquiera que éste fuese, y tratar de ser ricos o pobres, esclavos o libres, con igual mansedumbre y satisfacción.

La Revolución francesa había acuñado, a partir de los principios ilustrados, una fórmula de impresionante elocuencia que, a fuerza de ser repetida por criminales, ya sólo percibimos como abstracta o como hipócrita, pero que portaba en su seno la medida de un nuevo orden político, económico y moral: «Libertad, igualdad, fraternidad». La idea insólita de crear un verdadero sistema de proporciones a partir de la unión pública y general de tres conceptos hasta entonces sólo concebibles por separado y en el ámbito particular, supuso una amenaza no sólo para el Ancien Regime sino también para el nuevo régimen de propiedad e intercambio, con sus superiores instrumentos de cálculo, que cooperó en su derribo y que volvió enseguida sus armas hacia los herederos de la Ilustración. Desde entonces, Ilustración y capitalismo están en guerra; desde entonces la Ilustración ha perdido casi todas las batallas; desde hace 45 años Cuba sostiene heroicamente la defensa del último baluarte.

Voltaire había deducido la racionalidad y universalidad del derecho natural a partir de una humanidad materialmente satisfecha: «Razonable es lo que piensan todos los hombres por igual cuando están tranquilos«. Kant había deducido el carácter vinculante de la moral a partir de una humanidad autodeterminada como única defensa contra el terrorismo: «Aunque para la omnipotencia de la Naturaleza el hombre sea una cosa insignificante, el hecho de que los mandatarios de su propia especie lo tomen por tal y lo traten así, sirviéndose de él cual un animal de carga, como mero instrumento de sus propósitos, o enfrentándolos en sus contiendas para que se maten unos a otros, no es ninguna minucia, sino la subversión del fin final de la propia creación». Montesquieu, por fin, había deducido el contenido de la libertad a partir de una humanidad consciente y sometida a la ley: «En un Estado, es decir en una sociedad en la que hay leyes, la libertad consiste en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer».

Medir es, en primer lugar, compartir un metro válido para todos por igual, lo que presupone como condición inexcusable la satisfacción de las necesidades mínimas para una vida digna. Cuba es el único país del mundo donde se puede sobrevivir sin dinero, donde se puede vivir con poco dinero y donde la diferencia entre la vida y la muerte no depende del dinero; y donde, al mismo tiempo, esta tranquilidad no deriva de la miseria de otros países ni de la desgracia de otras gentes. Si EEUU intranquiliza por todos los medios e ininterrumpidamente a los cubanos (mediante la erosión económica y la amenaza armada) no es porque quiera destruir la isla o porque odie a sus habitantes sino para destruir este metro desde el cual los hombres, a través del pensamiento y de la imaginación, pueden acceder al lugar del otro, al espacio común de la razón libre y de la compasión activa, a la propiedad colectiva desde la que medimos al mismo tiempo el derecho y el dolor de los demás. EEUU intranquiliza a los cubanos para que pierdan la razón, como la han perdido buena parte de los estadounidenses, y para que traicionen a la imaginación, como la han traicionado la mayor parte de los europeos; y en este contexto de agresión permanente y de dificultades prolongadas es humanamente comprensible que los más débiles o los más corruptos hayan acabado volviéndose tan locos como para ponerse a calcular individualmente las ventajas de no ser un hombre.

Medir es también reconocer con las manos y con el pensamiento los límites del mundo, «recorrer» -como escribía en otro texto- la existencia entre dos puntos» o, lo que es lo mismo, experimentar a los hombres como irreversibles e insuperables. También en ese sentido Cuba es el único país del mundo políticamente ilustrado. Basta un ejemplo: las víctimas evitables del tsunami del Indico o las del huracán Iván en Haití y en los propios EEUU señalan por contraste que, si la naturaleza se enfurece en Cuba en el vacío contra casas y árboles, es porque la medida más eficaz para salvar vidas humanas es la preocupación por los hombres. Puede que la democracia consista también en votar cada cuatro años a un partido confiando en que sepa gestionar nuestro apoyo, pero hay sin duda mucha más democracia en la acción mancomunada de muchos hombres juntos que votan sí ininterrumpidamente a la propia vida y a la de los otros mediante esa efectiva solidaridad que ningún Estado, por muchos recursos que tenga, podrá jamás reemplazar y que sólo es posible, sin embargo, allí donde el Estado es la prolongación institucional de los ciudadanos.

Medir es finalmente conservar -diría Chesterton- «la inalienable libertad de atarse»: la libertad de atarse a las leyes y la libertad para hacer, al amparo de esas leyes, todo lo que un hombre tranquilo quiera hacer, sin que nadie pueda obligarnos a mentir, a fundar una mafia o a ser millonarios. Que la revolución en Cuba aún no ha triunfado completamente lo demuestra el hecho de que muchos jóvenes de La Habana quieren ser turistas; es decir, quieren ser consumidores de pueblos, paisajes y cuerpos; pero Cuba sigue siendo por comparación -en un terreno en el que, como en el de los seísmos, los grados dicen mucho- el país más democrático del mundo con arreglo a los preceptos ilustrados: es casi el único país del mundo, en efecto, donde uno puede vivir, cantar, escribir, pasear, comer, sin verse obligado ininterrumpidamente a «querer» la destrucción del Congo, la ruina de Indonesia o el calentamiento del planeta; el único país del mundo donde uno no está obligado a «querer» ininterrumpidamente la propia indignidad, la propia enfermedad o la propia ceguera (para ganar un dólar al día o, mucho peor, para comprar un segundo coche). Por lo demás, la confusión de esa mayoría que en Europa y EEUU cree que en Cuba no hay elecciones refleja, más allá de la manipulación interesada de los medios, el paupérrimo contenido de nuestras democracias; porque lo que no hay en Cuba es propaganda electoral. Esta es también la diferencia entre medir y calcular. En Cuba, con todas la anomalías que sin duda a veces las contradicen de hecho, se dan las condiciones formales para que los ciudadanos midan a los candidatos; en Europa y EEUU son, al contrario, los candidatos los que calculan a sus votantes y esto al amparo de procedimientos formales -recompensas económicas y publicitarias a los partidos mayoritarios, leyes electorales que penalizan el voto individual- que garantizan de hecho la reproducción en el poder de las fuerzas con más recursos y de los grupos económicos a los que representan. Identificar la democracia con la publicidad electoral es identificar la democracia no con la soberanía popular y la participación política; es identificarla con el envilecimiento de las sonrisas y con la violencia anti-ilustrada mediante la que se nos obliga a «querer» lo que no debemos querer: la renuncia a ser, además de libres, buenos.

Al contrario que medir, calcular no reconoce más metro que el de los beneficios; calcular no tiene límites, como no la tiene la serie de los números; calcular no permite «querer» sino la tiranía de su propia lógica. El cálculo que trata a los hombres y a las cosas como puros medios de la autofecundación ampliada del capitalismo se traduce naturalmente en la serenidad intachable con la que Madeleine Albright, ex-secretaria de Estado de los EEUU, declaró que había «valido la pena» el millón de muertos provocado por el bloqueo en Iraq; o en la simpática franqueza con la que Warren Christopher, sucesor de Albright en el cargo, reconoció que la limpieza étnica de la Krajina, con apoyo estadounidense, tenía como objetivo «simplificar las cosas»; o en la impecable racionalidad con la que Lawrence Summers, ex-secretario del Tesoro, propuso trasladar todos los residuos de las industrias contaminantes al tercer Mundo, «donde la gente no vive nunca el tiempo suficiente como para alcanzar la edad en la que se puede desarrollar un cáncer»; o en el orgullo regañón con el que la ministra del PP Ana Palacios pedía agradecimiento a los españoles después de los primeros bombardeos sobre Bagdad, los cuales habían provocado «el alza de la bolsa y el abaratamiento de la gasolina»; o en la indignación legalista con la que la casa Bayer denunciaba ante los tribunales al gobierno de Sudáfrica, decidido a salvar vidas con medicinas más baratas que las suyas; o en la profesionalidad de las casas de seguros estadounidenses, las cuales calculan como más rentable pagar la muerte de un enfermo que mantenerlo un día más en el hospital; o en la resignación contable con la que la Exxon-Mobil ha pagado 51.000 libras a la desinteresada Scientific Alliance para que minimice públicamente la importancia del cambio climático… Lo más impresionante del cálculo no son los muertos que produce; lo más impresionante del cálculo es lo poco que nos impresiona.

Medir es la medida de la libertad; es decir, de la política. Calcular es el yugo del despotismo; es decir, de la biología. En este sentido, podemos decir que el gobierno de Cuba es el único del mundo (con excepción, quizás, de Venezuela) que toma realmente «medidas»; el único, como dice Carlos Fernández Liria, lo suficientemente libre para equivocarse, lo suficientemente soberano para hacer las cosas también mal, lo suficientemente dueño de sí mismo para no tener razón algunas veces. El único, por tanto, al que sus ciudadanos pueden y deben pedir cuentas. ¿Y los otros? Hacen sus cálculos y los hacen en condiciones tan severas y tan extramuros de la política que se limitan a obedecer y a imponer obediencia: sus beneficiarios son tan prisioneros de sus beneficios como lo son sus víctimas de sus quebrantos y sus privilegiados están tan encerrados en sus privilegios como están los pobres encerrados en su miseria. No es que haya que defender a Cuba por sus errores o a pesar de ellos sino por la posibilidad misma de cometerlos, lo que constituye, incluso en las angostas condiciones impuestas por el bloqueo, un caso excepcional de autonomía política (valga la redundancia). Cometerlos, pero también corregirlos, sólo depende de la voluntad de sus hombres y sus mujeres. Si la palabra democracia quiere decir algo todavía, ¿no será precisamente esto?

Cuba, que no exporta petróleo ni gas natural ni carbón ni casi azúcar, exporta médicos. Cada vez que se habla de la sanidad cubana parece que se quiere compensar o distraer la atención de aspectos más dudosos y no pienso hacer ni siquiera esta concesión retórica a sus detractores. No insistiré, pues, en el milagro de un pequeño país sin recursos que propone un modelo sanitario cuya aplicación en los EEUU, según el propio The New York Times, salvaría todos los años la vida de 2500 niños en la nación más poderosa del mundo. Esto es tan importante que no puede ser lo más importante; tanta eficacia sólo puede proceder de una estructura incalculable, exterior e independiente del instrumental clínico y del estado de las finanzas. Cuba, que no exporta petróleo ni gas natural ni carbón ni casi azúcar, exporta un metro de medir, difunde el valor, sin equivalente mercantil, de una nueva medida. Los 12.000 médicos cubanos que trabajan en el programa Barrio Adentro de Venezuela, que viven en las casas de los venezolanos más pobres, que van puerta por puerta buscando un dolor escondido o una fiebre avergonzada y que permanecen meses y meses lejos de sus hijos y de su tierra, curan lo que pueden, como todos, pero iluminan con su presencia, por contraste, la medicina calculadora de la vieja Venezuela y enseñan con la mano y con la mirada, sin grandes palabras mentirosas, que la sumisión, la dependencia y la injusticia no son inevitables; y que el derecho no se compra y el respeto no se viste de chaqueta; y que la libertad de gobernarse es también la costumbre de amarse. Al gobierno de EEUU no le importa que la medicina cubana cure más y mejor que la suya; lo que le importa es que la medicina cubana lleva dentro más política y más verdadera que todas las reuniones del Congreso y todas las convenciones de sus partidos.

A mi regreso de Cuba, un investigador español conocido mío compadecía a sus colegas cubanos sin poder reprimir un asomo de censura hacia su gobierno: «Los investigadores en Cuba ganan menos que un maletero de hotel». Lo miré y sentí una gran compasión por él. ¿No han perdido también nuestros científicos el sentido de la medida? ¿No han sido ya infectados por la bacteria del cálculo? ¿Es éste el legado de saber desinteresado de la Ilustración? En Cuba los investigadores pueden… investigar. En esos días precisamente mi amigo realizaba en compañía de otros cuatrocientos colegas españoles una serie de acciones públicas de protesta por la situación de la ciencia en España: nuestros investigadores son lanzados de beca en beca, sin continuidad ni garantías, y muchos de ellos, tras años de precariedad, acaban teniendo que dedicarse a otra cosa. En Francia, pocos meses más tarde, las protestas reunieron a 2.000 científicos por los mismos motivos. ¿Habrá que compadecer al investigador cubano que descubre la vacuna de la meningitis? ¿Envidiar al maletero? Para poner la ciencia a su servicio, el modelo capitalista de feroz competencia mercantil tiene que corromper moralmente a los científicos; y no es extraño que los sabios de la británica Scientific Alliance acepten 51.000 libras -lo que fuera del extenso imperio del eufemismo se llama «soborno»- por publicar mentiras que facilitan la destrucción del planeta. Nuestros investigadores occidentales estudian, se forman, se esfuerzan, se especializan trabajosamente en bioquímica o ingeniería genética no por la satisfacción autónoma del conocimiento ni por amor a la humanidad sino para ganar (en proporción europea, claro) lo que un maletero cubano. Un investigador cubano, en cambio, lo que quiere es hallar una vacuna contra la hepatitis B o contra el cáncer, sintetizar el ateromixol y avanzar en el tratamiento de la leucemia, curar la retinosis pigmentaria o controlar el vitíligo, aunque para ello tenga que renunciar, en beneficio de la humanidad y por su propio gusto, a ser maletero. Es cierto que los científicos cubanos, como el resto de sus compatriotas, deberían tener derecho a un mayor bienestar material; y es cierto que un camarero del Meliá tiene más dinero en el bolsillo. ¿Y qué? En medio de las dificultades económicas de la isla, esta distribución nos parece en realidad escandalosa precisamente porque sigue siendo más justa, porque está mejor «medida» que la nuestra: el gobierno cubano, al contrario que el español o el francés, deja investigar a sus investigadores, después de haberlos formado en bioquímica y altruismo, y compensa económicamente a los maleteros de hotel por tener que hacer un trabajo embrutecedor e interesado. En cualquier caso, la compasión mal dirigida de mi amigo ilumina muy bien este mundo volteado de los valores capitalistas, donde los hombres quieren cobrar por ser felices y están dispuestos a hacer infelices a los demás con tal de cobrar. Y enseña también que basta que un Estado tome la «medida» de nacionalizar la salud y la ciencia para que los hospitales y los laboratorios se llenen de hombres justos (aunque a veces, claro, cansados).

Naturalmente no es que el gobierno de Cuba compense a los maleteros por la ingrata naturaleza de su trabajo sino que se resigna a su pequeña ventaja como consecuencia de la introducción en la isla de esa fuente de corrupción que es al mismo tiempo una fuente de supervivencia: el turismo. Pero este esquema un poco caricaturesco (la desproporción entre el investigador y el maletero), que invierte la relación normal en los países capitalistas, revela otra de esas diferencias ilustradas a las que no podemos renunciar. Si el turismo va infiltrando discretas desigualdades económicas en la sociedad más igualitaria de la tierra, lo hace de manera que las ventajas económicas no vayan acompañadas de ninguna forma de influencia política. Al contrario: casi se diría que en Cuba sólo se puede hacer dinero a condición de renunciar al gobierno (y, desde luego, a la conciencia y la dignidad). Como en la antigua Grecia, se deja hacer dinero a aquellos a los que al mismo tiempo se expulsa de la ciudad, confinándolos en «zonas estancas» desde las que puedan beneficiar al conjunto de los ciudadanos (financiando la salud, la educación, el deporte) sin alterar la estructura ni corromper el modelo. El equilibrio es difícil y el riesgo grande, pero si algo maravilla de Cuba es que, ni siquiera tras los inducidos cálculos con los que la Revolución tuvo que enfrentarse al llamado «período especial», ha llegado a formarse allí una «clase política», ni en el formato de la desaparecida Unión Soviética ni en el de nuestras dominantes sociedades capitalistas, ni como fuente ni como resultado de privilegios económicos y jerarquías sociales. Tal y como dispone la Constitución y garantiza la ley electoral -con candidatos propuestos desde los barrios cuya elección no va acompañada de remuneración salarial- en Cuba no hay políticos profesionales y, si algunas ambiciones individuales pueden infiltrarse en esa red, el impulso será más bien psicológico que económico y nunca se podrá desarrollar hasta el punto de dañar los procedimientos de gobierno. El problema en Cuba, me parece, es más bien el contrario y deriva precisamente de la propia superioridad ilustrada de este sistema allí donde las dificultades cotidianas, la exigencia de un sacrificio permanente, la necesidad de sostenerse en la pura conciencia, determinan que la igualdad social implique inevitablemente una desigualdad de gasto humano, desfavorable para los más comprometidos. Mientras tolera o acepta a los indiferentes y a los irregulares, la Revolución, por así decirlo, «explota» crecientemente, como su condición misma de supervivencia, a los médicos, los profesores universitarios, los intelectuales y los militantes. Este altísimo nivel de exigencia, que determina durísimas renuncias individuales, demuestra la libre humanidad de la resistencia cubana e ilumina también su vertiente más admirable, aunque paradójicamente explica asimismo la actitud desconfiada o displicente, cuando no abiertamente hostil, de algunos izquierdistas europeos que quieren esconder su pereza o su cobardía detrás de alguna distinción bizantina: «La revolución cubana ha dejado de ser heroica», acusa a estos europeos Laura Bahía, la protagonista de la novela cubana de Belén Gopegui. «Cinco minutos, acaso cinco años para cambiar el mundo y volver a dejarlo igual aunque con canciones y fotografías, eso habría sido heroico para la literatura. Cuarenta y cinco años de insistir y de errar y de rectificar y persistir (…), cuarenta y cinco años ensayando no son jamás heroicos, ni literarios». Los milagros de la voluntad, en efecto, son menos espectaculares y más lentos que los de Dios y los del cine.

En todo caso, esta oposición «ideal» entre el maletero adinerado y despreciado y el investigador empobrecido y respetado -imagen virtual que han soñado las sociedades más injustas de la tierra, como su revés y su exutorio, y que sólo en Cuba adquiere una mínima consistencia real, deformación noble de un proyecto mejor- revela lateralmente una conquista social, condición de todas las demás, que no puede pasar desapercibida y no puede dejar de emocionar a un demócrata. Los cubanos se han acostumbrado a la dignidad, tienen ya la tradición de no inclinarse, han adaptado sus órganos a la normalidad de no reconocer jerarquías, ni en el lenguaje ni en el trato. La educación triunfa cuando se convierte en cortesía, la alegría triunfa cuando hace estallar la cara, la igualdad triunfa cuando se convierte en ademán; es decir, cuando convierte el cuerpo mismo y su gestualidad espontánea. La tentativa del 1789 francés acabó, apenas quince años más tarde, en un Imperio que del «ciudadano» sólo dejó la cáscara; nuestros reyes y dirigentes, a los que imita la constelación entera de los profesionales del triunfo (rectores, directores, subsecretarios, ejecutivos, estrellas del balón), siguen protegiendo hoy sus privilegios de clase detrás de puertas inviolables y guardaespaldas acorazados al tiempo que hacen en público algunas concesiones populistas a sus clientes: el icono publicitario en su aura celeste que visita sin mancharse un hospital de Indonesia, el brazo campechano que condesciende a estrechar la mano de un votante, el astro cinematográfico que firma autógrafos de 5 a 6 en un supermercado, el ídolo del estadio que recomienda votar una constitución europea que no ha leído… gestos todos cuya contrapartida es una masa pasiva y expectante. La inexistencia de una «clase política» en Cuba no sólo se manifiesta en la rutina de ministros sin corbata que se pasean sin escolta, que viajan en modestos utilitarios al lado del compañero conductor y comen pollo y lechuga, como todos, sirviendo ellos mismos el vino a la pequeña funcionaria traída a la carrera para que haga de intérprete. Inseparable de esta naturalidad inter pares, la gente en Cuba no sabe nada de ese «culto a la personalidad» que cubre como el aceite, en el mundo capitalista, el conjunto de las relaciones políticas y sociales: la sumisión al jefecillo que intimida, el silencio ante el médico o el empresario que por fin nos ha recibido, la estupefacción infantil ante el dueño del cochazo, el deleite religioso de cruzarse en la calle con un presentador de televisión o con un delantero del Real Madrid, el agradecimiento obsceno al chiste de un político, el orgullo de llevar el mismo peinado que la novia de un príncipe. Si algo impresiona en Cuba es que sus ciudadanos son «compañeros» incluso para enfadarse, cumplir órdenes o admirar a otro. Si algo impresiona en Cuba es que incluso aquéllos que critican a Fidel, e incluso los más acérrimos, lo llaman por su nombre y lo hacen desde la seguridad del que ha sido enseñado a medirse con él. Un borracho con el que discutí una vez, atrabiliario y agresivo, se golpeaba el pecho en una callejuela de La Habana al tiempo que gritaba: «¿Es que Fidel se cree que tiene más problemas que yo?». Un borracho español malquistado con Don Juan Carlos habría gritado: «¿Es que el rey se cree que tiene más derechos que yo?».

Quizás esta «diferencia» no baste, pero sin ella las palabras democracia y justicia son sólo trampas para cazar ratones. Esta diferencia, por lo demás, invita a una de esas hipérboles que iluminan un grado sólo menor de excelencia: casi cualquiera podría ser ministro en Cuba; incluso yo mismo podría ser ministro en Cuba o al menos presidente del Instituto del Libro, y que no se interprete esto en menoscabo de mis amigos Abel Prieto e Iroel Sánchez ni como vanidosa promoción de mí mismo. Lo que esto quiere decir es que Cuba tiene tanta gente cultural y políticamente preparada que casi podrían sortearse los cargos sin amenazar con ello la continuidad del gobierno; y quiere decir también que en las calles de Cuba viven diez millones de ministros, todos igualmente dotados de mucha conciencia y de poco dinero; y quiero esto decir que para ser ministro en Cuba no hay que aprender a imitar a un niño que imita a un capo de la mafia; no hay que tomarse el trabajo, verbigracia, de aprender a maquetar sonrisas ni a saludar a asesinos ni a lavarse las manos en público ni a forrar desprecios ni a amasar fortunas ni a justificar entierros.

Pero no es verdad, claro, que en Cuba haya diez millones de ministros igualmente provistos de conciencia y de dinero. En mi breve experiencia cubana he entrado en contacto también con una Habana obscura, insatisfecha, rencorosa, torcida, ciega, indiferente; un Habana diminuta, si se quiere, pero que hace pensar, de pronto, en el sombrío y fatalista pronóstico de Luciano Canfora acerca del «impulso revolucionario», el cual -dice el historiador italiano- «no se transmite ni por vía genética ni por vía pedagógica. Simplemente se pierde. Ya que la experiencia a lo sumo se puede explicar, pero no transmitir: es individual e irrepetible. Por eso las revoluciones se extinguen, a todas les llega, tarde o temprano, su Thermidor. Cuando obstinadamente se intenta prolongar por vía pedagógica su vitalidad de generación en generación, muy pronto esa pedagogía es percibida como retórica y, por tanto, rechazada». Otro viejo historiador, el tunecino Ibn Jaldun, justificaba en su Muqadima los cuarenta años que Dios había tenido a los judíos vagando por el desierto porque ese es «el arco de una generación» y, por lo tanto, el tiempo que se necesitaba para producir un nuevo pueblo que no recordase ya la esclavitud. Pues bien, después de cuarenta y cinco años, en algunas de esas «zonas estancas» de La Habana donde bellísimas muchachitas semidesnudas calculan con insistencia la integridad de un turista y consumidores de paisajes, pueblos y cuerpos ofrecen la imagen imposible de un mundo más fácil, a muchos jóvenes cubanos la misma pedagogía que sostiene a la revolución, desmintiendo el pesimismo de Canfora, se les antoja «retórica» y pesada, cuando no represiva; y muchos de ellos, que han olvidado -o porque han olvidado- los horrores de la tiranía y de la miseria, han olvidado también el «impulso revolucionario» sin el cual el pequeño país amenazado a todas horas desde Washington y Miami está condenado a sucumbir. La Revolución, ¿ha fracasado en su proyecto educativo? ¿Ha renunciado a recuperar a estos jóvenes? ¿Puede permitírselo? ¿Puede hacer algo más de lo que hace habiendo aceptado para sobrevivir este sistema de «zonas estancas» conquistadas ya por los valores del enemigo?

En una modesta vivienda de Habana-Centro contemplo en carne viva, por así decirlo, los tres estratos geológicos de la revolución cubana. Mirta, la abuela de setenta y siete años, una anciana mulata aún vigorosa, de ojos penetrantes y genio vivo, ve las noticias en la televisión, muy interesada por la crisis diplomática entre México y Cuba. Mirta tiene una relación afectiva, vivida, agradecida con la revolución y Fidel, coetáneo suyo, es el hermano listo que no puede equivocarse, el hermano fuerte al que nadie podrá vencer. Desde su pequeño apartamento escuetamente amueblado, piedra rodada pueblo arriba, Mirta se apasiona por la política con una formación un poco a retales, pero tiene sobre todo una experiencia con la que puede medir los cambios y apreciar los grados y comprender los peligros, una experiencia, en cualquier caso, que no puede transmitir genéticamente, que sólo puede narrar y que de sus dos nietos sólo escucha María, la mayor, porque para escuchar, o incluso para sencillamente oír, hay que compartir una especie de cuerpo común: haber pensado al menos, si no vivido, las mismas cosas.

María tiene cuarenta años y nació, por tanto, con los pañales de la revolución. Todavía guapa, de mirada imperiosa y cuerpo elegante, ha heredado el carácter de su abuela y le ha añadido la consistencia de una formación cultural completa y de una conciencia política muy robusta, casi severa. Licenciada en química y biología, trabaja para una empresa del Estado a cambio de un sueldito apenas suficiente. Tiene una vida dura, sin casa propia ni demasiadas alegrías, pero asumida como instrumento de un combate de cuya justicia está convencida y cuya paideia modela cada uno de sus pensamientos y sus acciones. Desde el otro lado del tabique, mientras Mirta acusa a los estadounidenses de soliviantar a Fox contra Cuba, escucho a María regañar a su primo más joven, René, que se había quejado ante mí de tener que remolcar una juventud jodida, sin trabajo, sin dinero, sin diversión: «No trabajas porque no quieres, lo sabes muy bien, y podrías hacer algo que realmente te gustase si no hubieses dejado de estudiar». María baja la voz para que yo no la oiga y al despedirse de mí lo hace con desconfianza, midiéndome un poco despectiva con la mirada. Si tiene dudas, si a veces se cansa, si discrepa de las decisiones de su gobierno, no se lo va a contar a un extranjero desconocido llevado hasta allí por el tarambana de su primo; si tiene dudas, si a veces se cansa, si discrepa de las decisiones de su gobierno, no por ello va a dejar de seguir peleando por la independencia de su país y por el socialismo.

René, el nieto más joven de Mirta, tiene veinte años; su niñez estuvo marcada, pues, por el período especial, los economatos vacíos, las calles sin coches, la vida reducida a su osamenta desnuda. Bello, lánguido, teatralmente quejumbroso, me ha «enseñado» a su abuela y a su prima por complacerme, con el orgullo redescubierto del que tiene en casa una antigualla que sólo un extraño, y un poco extravagante, podría apreciar. A un turista hay que darle lo que pide: chicas si quiere chicas, droga si quiere droga y revolución si quiere revolución. Pero es muy evidente que René no admira ni a su abuela ni a su prima; la vieja le parece un trasto aparcado junto a la televisión con la cabeza densa de historias muertas; la prima, por su parte, no puede entender su rebeldía ni aceptar su juventud y René desprecia sus discursitos, que se le antojan puritanos, convencionales y anticuados. René es un buen muchacho, es simpático, es divertido, y está acostumbrado a tratar con turistas -con los que seguramente se acuesta- que le dan la razón y unos cuantos dólares antes de volver a su país a votar leyes que frenen la inmigración o que endurezcan las penas contra los jóvenes que beben en la calle. A René no se le puede despreciar, se le puede incluso querer, pero es la expresión viva del fracaso de la «pedagogía» de la Revolución en algunos jóvenes de la tercera generación: su «rebeldía» no es más que la versión ingenua de aquello contra lo que los izquierdistas nos rebelamos en Madrid o París: la indiferencia política, la insatisfacción consumista, la miseria de una vida mental reducida a una deriva de pulsiones elementales y sueños paralizantes.

Y sin embargo incluso aquí hay una diferencia.

He conocido a René y a sus dos amigos, claro, en el malecón, ese largo alfeizar sobre el mar donde se posan los pájaros y los hombres, la cadera de La Habana donde la ciudad apoya, al mismo tiempo, su felicidad y su melancolía, muro y pasarela, ágora y bañera, cita de prometidos y de conjurados, balcón de nostalgias, atalaya de amenazas, peldaño de jineteras, estribo de poetas, oficina de embaucadores. Nos abordan con ingenio y enseguida trabamos conversación; al día siguiente vamos a visitarlos a su casa, a donde volvemos dos o tres veces más. Los tres amigos son muy jóvenes, los tres dejaron de estudiar al acabar la secundaria, los tres han elegido no trabajar y los tres se quejan de estas vacaciones un poco tristes de mirones vagabundos, del barrio chino al malecón, cociendo siempre sus sueños en un fondo de ron. Vecinos de cuadra, se levantan tarde, se deslizan perezosamente hasta el atardecer con juegos de palomas o traviesos cortejos de muchachas y luego, juntos o por separado, exploran las «zonas estancas», se hacen invitar a un mojito, negocian la venta de unos cohibas, cosechan algún dólar, «resuelven» cada uno según su arte y su madera y acaban la noche muy tarde reunidos de nuevo en el malecón o en la azotea de la vivienda, bebiendo ron bajo las estrellas. No tienen más interés ni cultura política que un joven madrileño de su edad y tienen más o menos las mismas ambiciones: quieren pertenecer a ese 15% por ciento de la humanidad que ha viajado alguna vez al extranjero, que se ha alojado alguna vez en un hotel, que tiene dos coches y come carne siete veces por semana. No quieren acompañar a una revolución pobre, interminable, siempre inacabada, que les da frijoles y les pide conciencia, compromiso y esfuerzo. Es normal, es comprensible. René y sus amigos no tienen la experiencia de la vieja Mirta, a partir de la cual medir todo lo que han ganado, ni tampoco la preparación de María, para medir lo que podrían perder; las miserias de Haití o de Guatemala, como destino inevitable de un tropiezo en el camino, les parecen tan sólo propaganda del gobierno para que acepten renunciar al derecho de ser como esos italianos y españoles, consumidores de pueblos, paisajes y cuerpos, con los que se comparan. Tan natural se les antoja lo que tienen y tan urgente lo que les falta que ni siquiera son capaces ya de percibir el privilegio enorme de su descontento, todas las ventajas comparativas -respecto de España e Italia- de su insatisfacción.

– ¿Por qué no trabajáis?

– Pasamos -dice René- de hacer un trabajo que no nos gusta por cuatro pesos.

Me pregunto en voz alta qué pasaría si un joven madrileño de una familia normal, sin padres ricos que lo mantuvieran, se propusiese vivir en España a partir de esa frase; si esos jóvenes licenciados que trabajan en una pizzeria o vendiendo enciclopedias a domicilio decidiesen despreciar un empleo duro y ajeno a su formación y a sus expectativas. Me pregunto también qué pasaría si descolgásemos desde el cielo a René y sus amigos en la Gran Vía y volviésemos a buscarlos al cabo de una semana. Bien es verdad que podrían recurrir a una de esas mafias cubanas que convierten a los débiles y a los corruptos en «disidentes» y les pagan por exhibir públicamente su rencor; pero si la Fundación Hispano-Cubana, por ejemplo, los juzgase insignificantes o si René y sus amigos fuesen marroquíes, ¿qué pasaría? Una semana más tarde, salvo que un golpe de fortuna les hubiese permitido trabajar clandestinamente en la construcción, sin seguridad social, sin más vivienda que un galpón de uralita, sin más garantías que hielo en invierno y fuego en verano, una semana más tarde -les digo- los encontraría durmiendo en un cartón o estarían vendiendo droga antes de acabar en la cárcel. En Cuba, René y sus amigos pueden jugar con las palomas del vecino y cortejar a las muchachas y beber ron bajo las estrellas y compararse con los turistas porque Cuba es una especie de Suecia modesta y morena en la que una variante en especias de «salario social» -vivienda, comida, electricidad, sanidad gratis- evita a los cubanos que, como entre nosotros, la única alternativa al trabajo sea la delincuencia o la muerte (física o social). O la triste y salvífica familia cristiana, boya feudal de la supervivencia capitalista, donde tantos treintañeros subsisten emparedados y agradecidos, sin sexo ni estrellas, rascándose no la barriga sino la neurosis.

Pero hay otra diferencia. El equivalente en Madrid (o en París o en Nueva York) de René y sus amigos es un pistolero o un matón. René y sus amigos conservan un resto de ingenuidad, una sombra de moralidad que los hace, después de todo, simpáticos y hasta respetables y que le deben a la revolución. No sólo obtienen el mojito o te soplan el dólar sin violencia y con ingeniosa alegría, con la elegancia risueña de una cultura malversada; es que mientras obtienen el mojito o te soplan el dólar adquieren el compromiso de proporcionarte una contrapartida, se enredan sin querer en una relación personal y acaban por confundir de tal modo las fronteras que la aparición de una hospitalidad sincera se convierte al mismo tiempo en el efecto y la ocasión de una explotación interesada (y viceversa). Si te abordan con segundas intenciones, se pueden permitir, sin embargo, querer a sus víctimas y la operación complicadísima de «resolver» a costa de los otros entraña al mismo tiempo y sobre todo un acto social, un intercambio en su sentido más pleno y antropológico, una forma de renovar y exteriorizar la salud. Después de todo, son hombres tranquilos, náufragos ilustrados que han perdido el paso pero no la capacidad para explorar el lugar del otro y vincularse a él. El socialismo, cuando no puede evitarlo, produce sólo ladronzuelos «buenos»; el capitalismo produce necesariamente delincuentes sin corazón. Hasta en sus fracasos, Cuba alumbra un modelo superior.

El capitalismo razona de esta manera, según una argumentación que no es mía sino del conocido filósofo liberal Richard Rorty, al que hay que reconocer la honestidad intelectual de enfrentarse a la aporía íntima que la propaganda trata de encubrir por todos los medios:

1.- La democracia y la libertad son inseparables de un cierto nivel de riqueza y de bienestar.

2.- Ese nivel de riqueza y bienestar no admite generalización, no es universalizable.

¿Habremos, pues, de renunciar a nuestra democracia y nuestras libertades porque no podemos compartirlas con otros y a sabiendas de que, renunciando a ellas, lo único que lograremos es que no haya democracia ni libertades en ningún lugar del mundo?

No, sería estúpida una renuncia que, en cualquier caso, no ayudaría a nadie.

Pero, ¿no es inevitable que las personas privadas de democracia y libertad, esto es, del nivel de riqueza y bienestar que es su condición, se rebelen contra esta desigualdad?

Sí.

Frente a ellos, ¿habremos de ceder en nombre de la democracia y la libertad, perdiendo nuestra democracia y nuestras libertades sin que ellos ganen nada a cambio?

No, debemos defender nuestras libertades y nuestra democracia.

¿Habrá, pues, que acuchillar, incendiar, destruir, encarcelar, violar, engañar, bombardear, exterminar para que no se generalice la falta de democracia y de libertades?

Sí, cada vez que quieran privarnos de lo que no podemos dar.

Este silogismo, que puede encontrarse casi literalmente en Pragmatismo y Política, pero que reproduce también el discurso legitimador de Robert Kagan y de los neoconservadores del gobierno Bush, es sin duda exacto si identificamos «libertad» y «democracia» con capitalismo y si, al mismo tiempo, aceptamos por tanto que el capitalismo es radicalmente incompatible con la ilustración.

Bajo estas premisas, no cabe duda, la pobreza absoluta y el descontento mayoritario en la mayor parte del mundo no desmentirán jamás la superioridad del capitalismo de la misma manera que la pobreza relativa y el descontento minoritario en Cuba confirmarán siempre el fracaso del socialismo. Grados, lumbres, atisbos. Cálculos contra medidas. La propaganda es siempre señal de temor. El asunto es que Cuba produce miedo. Cuba, pequeñita, acosada, mancillada, inconclusa, resistente, produce terror. Hasta en los árboles tiene un compás, hasta en la piel tiene una regla desde la que los hombres podrían llegar a medir la locura mentirosa de los mercados y el mapa negado de una justicia real.

Acabo con unas pocas líneas exaltadas.

Cada vez que entramos a discutir la estatura de la isla, incluso en el seno de la izquierda, aceptamos inevitablemente los términos del falso debate amañado por la derecha; es decir, concedemos que lo que verdaderamente importa, el metro de las adhesiones y las condenas, la prueba aritmética de su éxito o de su fracaso, tienen que ver con la respuesta a la pregunta cómo se vive en Cuba: si la cartilla se queda corta, si la vivienda encoge, si los cubanos «resuelven», si la prostitución aumenta, si los jóvenes no entran en los hoteles, si los «opositores» se asfixian. A nadie puede extrañar que los enemigos de la Revolución, tan poderosos que hasta pueden ignorar el principio de no contradicción, utilicen este criterio estrechamente económico para condenarla mientras atribuyen el infierno de Haití o de Bolivia a obscuros atavismos culturales y piden paciencia -un plazo más, una década aún- a los que mueren de hambre en Guatemala o en la República del Congo; o mientras defienden, invirtiendo ahora el razonamiento, que la zozobra cotidiana de Iraq es el medio necesario para alcanzar el muy espiritual objetivo superior de la democracia. Más extraño es que los propios izquierdistas afinen sutilmente sus reservas (con majestuosísimos peros y dolientes decepciones) en el terreno del más abstracto de los empirismos, desde la contabilidad y la experiencia, como si la Revolución fuese un experimento de laboratorio y no una revuelta aún sin ganar; y como si se tratase de contar -cuentas y cuentos- y no de resistir. Incluso los incondicionales de Cuba acaban tratando de compensar las dificultades innegables de los cubanos citando los innegables logros en materia de enseñanza, salud, deporte o investigación, sin darse cuenta de que la importancia de estas conquistas reside menos en su valor objetivo -indiscutible para sus beneficiarios- que en la diferencia de la que surgen. Y no deja de ser triste que finalmente los propios Estados Unidos, aunque sólo sea para combatirla, sean más sensibles a esta diferencia que algunos intelectuales que saben ser muy de izquierdas en Iraq, en Palestina o incluso en Nepal.

En estas pocas páginas he querido demostrar que Cuba es una lengua de tierra; y he querido demostrar que es, al mismo tiempo, la última lengua de nuestros antepasados, la voz ya residual de los gigantes de 1789 y de los vencidos cíclopes de las guerras anticoloniales. Es una franja delgada, una uña, un cabello, un corcho en el mar, un cordel muy fino, muy frágil, quizás mal anudado, quizás debilitado, pero constituye el único hilo que aún nos recuerda el proyecto emancipatorio de nuestros mayores ilustrados, el último vestigio de la modernidad devorada por la biocracia del capitalismo. Si Cuba cayera, si Cuba fuese pasada por las aguas, si se hundiera en la lava sin fronteras, no tendríamos ya ni siquiera un monte Ararat en el que volver a plantar las primeras viñas después del diluvio; si Cuba cayera, si Cuba dejase de alzarse como un escollo frente al aluvión, no sólo los cubanos: todos tendríamos que empezar desde cero, como si no hubiese habido ni Grecia ni Espartaco ni Bastilla ni nada. Tendríamos que volver a empezar desde el Ancien Regime o incluso desde más atrás, contra Tiberio y contra Carlos V, contra Thiers y contra Mussolini, desde la aceptación natural -de nuevo- de la esclavitud, la teocracia y el racismo. Defender Cuba no es defender la sanidad pública y universal, la enseñanza gratuita, la cultura generalizada, la investigación pionera, la medicina solidaria y también la alimentación insuficiente, las viviendas estrechas, la escasez de gasolina, los apagones, la ejecución de delincuentes y el encarcelamiento de Raúl Rivero (ya en libertad), como si Cuba fuese un lote de criaturas inevitablemente pegadas entre sí o un conjunto floral nacido enrevesado de la misma tierra; defender Cuba es más bien defender esa diferencia -la llamemos socialismo o no- en la que se asientan los valores que siempre hemos defendido y que sobrevive (la diferencia) incluso a las cosas que no apoyamos o que no nos gustan.

No se trata, pues, de cómo se vive en Cuba sino de qué está en juego. ¿Cómo se vive? Digamos la verdad: se vive mal y de nada sirve a los que querrían vivir mejor saber que hay al menos 87 países en los que se vive peor. Pero, ¿qué está en juego? Está en juego no sólo la conservación de algunos milagros que se han convertido en costumbres y que tienen que ver con la igualdad y la fraternidad; están también en juego la libertad y la independencia en una trama universal de sumisiones injustas, humillantes y mortales. La diferencia cubana es inseparable de y está condicionada a la victoria en una guerra de liberación nacional que han perdido uno por uno todos los países de Latinoamérica y del mundo y que se viene librando en la isla, sin solución de continuidad, desde 1868, cuando Carlos Manuel de Céspedes proclamó la libertad de los esclavos en La Demajagua. Por esta diferencia sí, por esta independencia, condición de todo lo demás, también; por esta independencia-diferencia hay muchos cubanos que no sólo aceptan vivir mal sino que aceptarían vivir un poco peor; y medir sus angosturas desde nuestro salón, despreciando su sacrificio como inútil y hasta improcedente, es lo mismo que burlarnos de su superior conciencia política, su superior estatura moral y su superior dignidad humana. Cuba no habría sobrevivido 45 años si la Revolución, a la que no dejan desarrollarse económicamente, no hubiese triunfado intelectual y moralmente; es decir, si la mayor parte de los cubanos no tuviese menos presente cómo se vive en Cuba que lo que se están jugando allí.

Cuba es, pues, una trinchera a la que EEUU no permite ser un país. En las trincheras también se vive; en las trincheras la gente fuma, habla, se enamora, se ríe, escribe libros y silba canciones; y en una trinchera tan grande y tan hermosa, con tanta ceiba, tanto flamboyán y tanta palmera, con tanta inteligencia y tantas manos, a veces luchar es una fiesta. En una trinchera, en todo caso, la claridad se mezcla con las sombras, el heroísmo con la normalidad más cenicienta. Nunca la paideia de la resistencia es tan completa como para evitar -frente a la presión radical del enemigo- las rendiciones individuales: los que desertan, los que buscan su propia ventaja en la apretura, los que acaban cediendo -pobrecitos- a la solución individual o al apaño privado. Pero en esta trinchera, en todo caso, la diferencia alienta y no se trata -lo diré rápidamente para ponerme a cubierto de la justa reprimenda de mi admirado Juan Jesús Rodríguez Fraile, que hace no mucho me hacía algunas certeras observaciones en un magnífico artículo publicado en Rebelión- no se trata de una diferencia sólo de grado: no es que en Cuba se viva menos mal, se oprima menos, haya menos injusticia o menos violencia. Es verdad que desde la grada superior, donde no tenemos que disputarle ni la tierra ni las vacunas a un invasor, solemos tender a menospreciar las diferencias de grado, olvidando que un grado -a menudo menos- es en la mayor parte del planeta la diferencia que existe entre la vida y la muerte. Pero es que, en un sistema mundial de explotación e intercambio desigual, las diferencias favorables de grado sólo pueden entenderse como privilegios conquistados y defendidos a costa de los otros o como discontinuidades cualitativas reñidas contra un sistema de privilegios. Menos mala, menos violenta, menos injusta, este menos de Cuba no es sencillamente la resta satisfecha de un cupo invariable, resignado, de máxima maldad; es en la historia la apertura cualitativa -la cierren o no- a otro mundo. Restar y resistir no es complacerse en una injusticia relativa: es atravesar el capitalismo, en las condiciones -sí- que todavía decide él, con un hilo de otro color; incubar en el ambiente más hostil que pueda imaginarse el huevo de otra lógica. Triunfe o no, la arrodillen o no, Cuba es al mismo tiempo de este mundo y de otro mundo; y ese otro mundo sólo podemos defenderlo allí, en esa roca, contra esas fuerzas, dentro de esas paredes. ¿Dónde si no? ¿Fuera de la historia? ¿Sin geografía ni armas ni memoria ni líbidos ni estrategias?

(Añadiré de paso que entiendo muy bien lo que invoca Juan Jesús Rodríguez Fraile con su imperativo de «querer siempre lo universal», pero quizás es mejor plantearlo de otra manera, al pie del árbol y no desde la copa. No, de ninguna manera y -aún más- todo lo contrario: hay que querer siempre lo más concreto: la tierra, la casa, el novio, los hijos, los geranios, el aire limpio, el agua corriente y hasta la luz eléctrica y comprender, al mismo tiempo, que nada de esto está individualmente asegurado -y precisamente porque no sería justo- si su disfrute no es formal y materialmente universalizable. Esto es lo que Cuba ha entendido muy bien, aunque no pueda verificarlo del todo: la necesidad de defender simultáneamente lo universal (las estrellas y las leyes), lo general (la alimentación, la sanidad, la enseñanza) y lo colectivo (los medios de producción y, por ejemplo, los de transporte) en medio de un huracán mundial que ha privatizado ya no sólo los bienes generales y los bienes colectivos sino que está privatizando también los colores, las formas y la mismísima excelencia moral -que Kant asociaba a la visión de las estrellas. «Querer lo universal», «estar sólo pendiente de lo absoluto» y no admitir ni una sola concesión por debajo de esa ambición total, es sencillamente concedérselo todo a los más fuertes y quitárselo casi todo a los más débiles).

Si algo nos falta a los intelectuales europeos de izquierdas es un poco de modestia. Sentados en nuestro sillón, la nevera surtida y la habitación caldeada; o ligeros y apátridas, de avión en avión y de congreso en congreso, discutimos algunos pasajes de Marx o algunas líneas de Gramsci y nos preguntamos si en Cuba hay o no socialismo y cuánto y desde cuándo y hasta qué punto. Algunos llegan a la conclusión irrefutable de que en la isla no hay socialismo y de que, en consecuencia, cualquier cosa que sea lo que haya allí, no vale la pena. Así que ceden la isla con todos sus habitantes al capitalismo estadounidense, que es la única alternativa realmente existente: si Cuba no es verdaderamente socialista, mejor dejarla caer junto a Haití o Nicaragua o El Salvador u Honduras. ¡Que se la queden ellos! Ambiguos, reticentes, quisquillosos, puntillosos, bizantinos, más inteligentes que nuestros colegas caribeños, acabamos convirtiéndonos sin saberlo, sin quererlo, en el embrague del imperialismo. Porque nos resulta difícil aceptar que no somos nosotros, sino los cubanos, quienes tienen que decidir si la Revolución vale o no la pena; como nos resulta difícil aceptar que todavía hoy, cuarenta y cinco años después, no obstante todas las penalidades, contra todas las penurias, entre apagones y achuchones, la mayor parte de los cubanos no quiere entregar la isla, sea socialista o no, a los privatizadores de escuelas y de estrellas enrocados en Miami.

Incluso apoyar la Revolución es tan fácil, tan arrogante, tan inmodesto, como condenarla. Confieso que no la apoyo sino que me apoyo en ella. No la apoyo. En la trinchera, en las penosas condiciones de la resistencia, hay cubanos que claudican, que no pueden más, que se rinden, que se cansan, que desesperan y se inclinan por la solución individual; a ésos los compadezco, pues no puedo estar seguro de que no haría yo lo mismo en su lugar. Pero a los otros, a los que aguantan, a los que «resuelven» y no reniegan, a los que saben lo que está en juego y aprietan los dientes, a los que no ceden, a los que admiten las dificultades e improvisan todos los días soluciones, a los que concentran en sus cuerpos el decoro -como decía Martí- que debería estar mejor repartido también entre los hombres; a los que se sienten cansados y no se rinden (y se ríen y se enamoran y escriben libros en la trinchera); a ésos los admiro locamente, insensatamente, y les doy las gracias. Y si al final sólo quedara uno -porque vivir mal es siempre real, aunque no siempre verdadero-; si sólo un cubano en pie dijese «no» a los estadounidenses, la razón, la moral, la dignidad y la belleza estarían de su parte; y yo lo admiraría locamente, insensatamente, y le daría las gracias.

¿Cómo se vive? ¿O qué está en juego? «El verdadero hombre» -decía también Martí- «no mira de qué lado se vive mejor sino de qué lado está el deber». Eso quizás no es socialismo, pero es sin duda su condición irrenunciable. Parece mentira que todavía haya que empezar por ahí. Parece mentira que todavía haga falta explicar eso.

Nota: Este texto forma parte de la obra colectiva Cuba 2005, recién editada en España 

Novedad Editorial

«Cuba 2005», de Alfonso Sastre, Carlos Fernández Liria, Santiago Alba, Carlo Frabetti, John Brown, Belén Gopegui

13-04-2005