La población La Victoria, en Santiago de Chile, cumple este mes 50 años. Fue una de las primeras ocupaciones organizadas de tierras urbanas en el continente: en medio siglo construyó una ciudad alternativa, resistió a Pinochet y sigue abriendo caminos para salir del modelo neoliberal. La avenida 30 de Octubre luce, orgullosa, decenas de murales […]
La población La Victoria, en Santiago de Chile, cumple este mes 50 años. Fue una de las primeras ocupaciones organizadas de tierras urbanas en el continente: en medio siglo construyó una ciudad alternativa, resistió a Pinochet y sigue abriendo caminos para salir del modelo neoliberal.
La avenida 30 de Octubre luce, orgullosa, decenas de murales pintados por las brigadas de muralistas de la población. Parecen indicarle al visitante que llegó a un barrio diferente, marcado por un vecindario que hizo y sigue haciendo historia. «¿Ves esa ventana donde está la vela?». Macarena apunta hacia una minúscula abertura en lo alto de una modesta vivienda, casi igual a todas las viviendas autoconstruidas de esta población. «Ahí murió el padre André Jarlán. Una bala lo mató cuando estaba leyendo la Biblia, justo el pasaje que dice ‘perdónalos señor que no saben lo que hacen'»1.
Otros testimonios dicen que el sacerdote estaba leyendo el salmo De Profundis y también aseguran qué frase leía cuando fue muerto por una bala disparada por los Carabineros, los «pacos» como se los conoce en Chile. Sea como fuera, el padre André Jarlan forma parte de la abundante mitología que rodea a La Victoria. Su muerte se produjo el 4 de setiembre de 1984 en el marco de una protesta nacional contra el régimen de Augusto Pinochet. Ese día los carabineros ingresaron a la población disparando al aire, como acostumbraban hacerlo cada vez que entraban al barrio desde el golpe de Estado del 11 de setiembre de 1973. Al conocerse la noticia de su muerte, miles de personas encendieron velas y marcharon hasta su vivienda.
Treinta y tres años después, el 10 de diciembre de 2006, al conocerse la muerte de Augusto Pinochet, La Victoria fue una fiesta. «Los vecinos salían de sus casas, se abrazaban, lloraban. Abrieron los grifos y se mojaban como en Carnaval, compartían vino y bailaban», recuerda Macarena. En este barrio aguerrido, son pocas las familias que no tuvieron un hijo muerto, preso o desaparecido por la dictadura militar.
Un recodo de la historia
La noche del 29 de octubre de 1957 un grupo de pobladores del Zanjón de la Aguada, un cordón de miseria de 35.000 personas, de cinco kilómetros de largo y cien metros de ancho en el centro de Santiago, se dispuso a realizar la primera toma masiva y organizada de tierras urbanas. A las ocho de la noche comenzaron a desarmar sus casuchas, juntaron tiras de tela con las que cubrir los cascos de los caballos para evitar el ruido y reunieron «los tres palos y la bandera» con los que habrían de crear la nueva población. Sobre las dos y media de la madrugada llegaron al lugar elegido, un predio estatal en la zona sur de la ciudad2. «La oscuridad nos hacía avanzar a porrazo y porrazo. Con las primeras luces del alba, cada cual empezó a limpiar su pedazo de yuyo, a hacer su ruca e izar la bandera», recuerda uno de los testimonios3.
El «campamento» resistió la acción policial para desalojarlos y las familias comenzaron a construir la población. Desde el primer momento definieron por sí mismos los criterios que habrían de seguir. La construcción de la población a la que denominaron La Victoria, fue «un enorme ejercicio de auto-organización de los pobladores», que debieron «sumar esfuerzos e inventar los recursos, poniendo en juego todos los saberes y todas las capacidades» ya que el gobierno si bien no los echó no colaboró en la construcción de la nueva población4.
El primer aspecto diferenciador con luchas anteriores es la auto-organización. La primera noche se realizó una gran asamblea en la que se decidió crear comisiones de vigilancia, subsistencia, sanidad y otras. En adelante todas las decisiones importantes pasan por el tamiz del debate colectivo. El segundo, es la autoconstrucción. Los primeros edificios públicos, construidos también por los pobladores, fueron la escuela y la policlínica, lo que refleja las prioridades de sus habitantes.
Para la escuela cada poblador debía llevar quince adobes: las mujeres conseguían la paja, los jóvenes hacían los adobes y los maestros los pegaban. Comenzó a funcionar a los pocos meses de instalado el campamento y los maestros no cobraban. La policlínica empezó a atender a los vecinos en una carpa hasta que se pudo construir el edifico, de la misma manera que se levantó la escuela. Dos años después de la toma, La Victoria tenía 18 mil habitantes y algo más de tres mil viviendas. Una ciudad construida y gobernada por los más pobres en base a una rica y extensa red comunitaria, como recuerda Mario Garcés.
La «toma» de La Victoria conformó un patrón de acción social que iba a repetirse durante las décadas siguientes y hasta el día de hoy, no sólo en Chile sino en el resto de América Latina con pequeñas variantes. Consiste en la organización colectiva previa a la toma, la elección cuidadosa de un espacio adecuado, la acción sorpresiva preferentemente durante la noche, la búsqueda de un paraguas legal de relaciones con las iglesias o los partidos políticos y la elaboración de un discurso legitimador de la acción ilegal. Si la toma logra resistir los primeros momentos en que las fuerzas públicas intentan el desalojo, es muy probable que los ocupantes consigan asentarse.
Este patrón de acción social, bien distinto a las agregaciones individuales por familias predominantes en las favelas, las callampas y las villas miseria, que dio sus primeros pasos en la década de 1950 en Santiago y en Lima, se comenzó a practicar en Buenos Aires y Montevideo, las ciudades más «europeas» por homogéneas, recién en la década de 19805.
Una nueva ciudad
La toma «supone una fractura radical con las lógicas institucionales y con el principio fundamental de las democracias liberales, la propiedad»6. La legitimidad ocupa el lugar de la legalidad y el valor de uso de la tierra prevalece por sobre el valor de cambio. Con esa acción un colectivo invisibilizado se convierte en sujeto político-social. En La Victoria sucede algo más: la autoconstrucción de las viviendas y del barrio significa la apropiación de los pobladores de un espacio en el que habita en adelante un «nosotros» que se erige como autogobierno de la población.
Esta cualidad abarca todos los aspectos de la cotidianeidad. Los pobladores de La Victoria no sólo construyeron sus viviendas, sus calles, sus cañerías de agua e instalaron la luz, sino también levantaron la escuela -con un criterio propio ya que era un edificio circular- y la policlínica. Gobernaron sus vidas, gobernaron una población entera, crearon formas de poder popular o contrapoderes.
Las mujeres jugaron un papel destacado, al punto que muchas aseguran que dejaron a sus maridos para ir a la toma o no les informaron del paso crucial que iban a dar en sus vidas. «Yo me fui sola con mi hija de siete meses ya que mi marido no me acompañó», relata Luisa que en el momento de la toma tenía 18 años7. Zulema, de 42, recuerda que «se vinieron varias familias, a escondidas de sus esposos como yo»8. Las mujeres de los sectores populares tenían, incluso a mediados de los años 50, un nivel de autonomía sorprendente. En rigor, habría que decir las mujeres y sus hijos, las madres. Ellas no sólo tomaron la delantera a la hora de ocupar, también a la hora de resistir el desalojo y ponerse con sus hijos frente los carabineros.
El historiador chileno Gabriel Salazar asegura que las mujeres de los sectores populares aprendieron antes de 1950 a organizar asambleas de conventillo, huelgas de arrendatarios, tomas de terrenos, grupos de salud, resistencias a los desalojos policiales y otras formas de resistencia. Para convertirse en «dueñas de casa» tuvieron que convertirse en activistas y promotoras de tomas; así, las pobladoras fueron desarrollando «un cierto tipo de poder popular y local», que se resume en la capacidad de crear territorios libres en los que se practicaba un «ejercicio directo de soberanía» en lo que eran verdaderas comunas autónomas 9.
La Victoria se construyó como una comunidad de sentimientos y de sentidos. Allí la identidad no está anclada en el lugar físico sino en los afectos, en lo vivido en común. En los primeros tiempos todos se decían «compañeros» como aseguran los testimonios. En parte porque todo lo hacían entre todos. Pero no es un compañerismo ideológico sino algo más serio: las lluvias de noviembre provocaron la muerte de 21 niños de pecho.
La muerte de los niños es algo especial. Cuando los sin tierra de Brasil ocupan un predio, levantan una inmensa cruz de madera. Cada vez que muere un niño en el campamento le colocan un lienzo blanco que cuelga de la cruz. Es algo sagrado. En La Victoria cuando moría un niño, y a veces cuando fallecía un adulto, se formaba una larga caravana que marchaba a pie hasta el cementerio luego de recorrer las calles de la población.
Hasta el golpe de Estado 1973 los sectores populares fueron los principales creadores de espacio urbano. En septiembre de 1970 la ciudad estaba en completa transformación, a instancia de los campamentos que eran «la fuerza social más influyente en la comunidad urbana del Gran Santiago»10. El golpe de Estado de Augusto Pinochet buscaba revertir esa posición casi hegemónica adquirida por los sectores populares. Ese tercio de la población de la capital que había construido sus barrios, sus viviendas, escuelas, consultorios de salud y presionaba por los servicios básicos, era una amenaza al dominio de las elites. El régimen militar se abocó a revertir la situación desplazando a toda esa población hacia lugares construidos por el Estado o el mercado.
Entre 1980 y 2000 se construyeron en Santiago 202 mil «viviendas sociales» para trasladar a un millón de personas que vivían en poblaciones autoconstruidas, la quinta parte de la población de la capital, a conjuntos habitacionales segregados, alejados del centro. Para los pobres se construyó una enorme masa de viviendas de baja calidad en todo el país. Se procedió en primer lugar a «limpiar» los barrios ricos. Con ello se buscaba un doble objetivo: eliminar las distorsiones que los asentamientos creaban sobre el valor del suelo en los sectores centrales y consolidar la segregación espacial de las clases sociales como medida de seguridad.
Urbanistas chilenos consideran que la erradicación de pobres de la ciudad consolidada procesada por la dictadura fue una medida radical y única en el continente. Al parecer, la oleada de movilizaciones de 1983 en esas barriadas -luego de diez años de feroz represión y reestructuración de la sociedad- convenció a las elites que debían proceder con urgencia, ya que los pobladores fueron los grandes protagonistas de las masivas protestas nacionales que pusieron a la dictadura a la defensiva. En 1980 hubo nuevas tomas que amenazaban con generalizarse.
Las mujeres contra Pinochet
Desde 1983 las poblaciones que habían creado los sectores populares a partir de la toma de La Victoria jugaron un papel decisivo en la resistencia a la dictadura. Los barrios autoconstruidos y autogobernados sustituyeron a las fábricas como epicentro de la acción popular. En 1983, luego de diez años de dictadura, los sectores populares desafiaron al régimen en la calle a través de once «protestas nacionales» entre el 11 de mayo de ese año y el 30 de octubre de 1984. Fueron protagonizadas por jóvenes que utilizaron barricadas y fogatas como demarcadores de sus territorios.
Desde principios de la década de 1980 las mujeres y los jóvenes, a través de sus organizaciones de sobrevivencia y socio-culturales, comienzan a ganar protagonismo y a responder al intento de desarticulación del mundo popular que procuraba la dictadura. La apropiación del territorio que se registra en las protestas, donde las barricadas imponen límites a la presencia estatal, ha sido la forma de negar la autoridad en los espacios autocontrolados («aquí no entran» se escuchaba en las barricadas en referencia a los Carabineros), haciendo efectivo un «cierre de la población» que representó «la afirmación de la comunidad popular como alternativa a la autoridad del Estado y la negación de la dictadura como propuesta de totalidad»11.
La respuesta estatal fue brutal. En poco más de un año hubo por lo menos 75 muertos, más de mil heridos y seis mil detenidos. En una sola jornada de protesta, el 11 y 12 de agosto de 1983, hubo mil detenidos y 29 muertos, y en la represión participaron 18 mil militares además de civiles y carabineros. Esto da una pauta de la intensidad de las protestas que sólo pudieron existir por una contundente decisión comunitaria. Pese a la represión no hubo derrota. Se recuperó la identidad y el éxito consistió en la existencia misma de las protestas, en la capacidad de volver a lanzar un desafío sostenido al sistema durante un año y medio luego de una década de represión, torturas y desapariciones.
Entre los nuevos actores, básicamente mujeres y jóvenes pobladores, hay algunas diferencias en las que resulta necesario detenerse. Los sectores populares, y de modo muy desatacado las mujeres del abajo, desarrollan nuevas capacidades, siendo la principal de ellas la capacidad de producir y re-producir sus vidas sin acudir al mercado, o sea sin patrones. Gabriel Salazar sostiene que «si la experiencia de las mujeres en los 60 había sido profunda, la de las pobladoras de los 80 y 90 fue todavía más profunda y produjo una respuesta social aún más integral y vigorosa».
Las pobladoras de los años 80 no se organizaron sólo para tomarse un sitio y levantar un campamento a la espera del decreto estatal. «Ellas se organizaron entre sí (y con otros pobladores) para producir (formando amasaderías, lavanderías, talleres de tejido, etc.), subsistir (ollas comunes, huertos familiares, comprando juntos), autoeducarse (colectivos de mujeres, grupos culturales) y, además, resistir (militancia, grupos de salud). Todo ello no sólo al margen del Estado, sino también contra el Estado12.
La fortaleza de las mujeres, y esta es una característica de los movimientos actuales en todo el continente, consiste en algo tan sencillo como juntarse, apoyarse unas a otras, resolver los problemas a «su» modo, con la lógica implacable de hacer como hacen en sus casas, de trasladar al espacio colectivo el mismo estilo del espacio privado, una actitud comunitaria espontánea de la mujer-madre que hemos visto, entre otros muchos, en movimientos como Madres de Plaza de Mayo en Argentina.
Estas mujeres modificaron lo que entendíamos por movimiento social. No crearon aparatos ni estructuras burocráticas con los cargos y las liturgias propias de esas instituciones, necesariamente separadas de sus bases. Pero se movieron, y vaya si lo hicieron. Las pobladoras chilenas bajo la dictadura se convirtieron en hormiguitas que recorrían las casas de sus poblaciones conociendo y conversando con todos los vecinos. Su movilidad les permitió tejer «redes vecinales» y aún comunales que tornaron innecesarias las reuniones formales de las juntas de vecinos13 (Salazar y Pinto, 2002a: 267).
La imagen de las mujeres pobres moviéndose en sus barrios, y en ese mover-se ir tejiendo redes territoriales que son, como apunta Salazar, «células de comunidad», es la mejor imagen de un movimiento no institucionalizado y de la creación de poderes no estatales: o sea, no jerarquizados, ni separados del conjunto. De este modo nace, también, una nueva forma de hacer política de la mano de nuevos sujetos, que no aparecen fijados ni referenciados en las instituciones estatales, políticas o sociales.
Para estas mujeres la transición fue un desastre. A partir de 1990, con el retorno del régimen electoral, vivieron una derrota que nunca habían imaginado. Dicho de otro modo: «El movimiento de pobladores no fue vencido por la dictadura en el terreno de lucha que los pobladores eligieron, sino en el terreno de la transacción elegido por los que, supuestamente, eran sus aliados: los profesionales de clase media y los políticos de centro-izquierda»14.
La Victoria hoy
En La Victoria pude comprobar personalmente, en el centro cultural Pedro Mariqueo, en el que se estaba preparando la celebración del 12 aniversario de la fundación de la Radio 1º de Mayo, el grado de autonomía de las nuevas organizaciones de pobladores. Una frase me impresionó más que ninguna: «Nuestro problema empezó con la democracia»15. No parecía una afirmación de carácter ideológico sino de sentido común que el resto de los presentes, unos treinta, compartían sin darle mayor trascendencia.
El panorama que ofrecía la reunión era digno de ser analizado. La mayoría eran jóvenes, aunque había algunos mayores, y predominaban las mujeres. Cada asistente era responsable de un programa de la radio: había desde hip hop y travestís hasta obreros; cristianos, socialistas, punks y personas que no se definían. La diversidad era enrome, casi tan grande como la que existe en la población. De alguna manera, puede decirse que todas esas personas están experimentando, en pequeño, la convivencia en la diversidad, la acción social en diversidad, la resistencia en diversidad.
Al salir del centro Pedro Mariqueo, donde funciona la radio y la biblioteca, sentí que los de abajo están preparando algo grande: ensayan cómo será el mundo nuevo. A poca distancia de allí, funciona el canal de televisión comunitaria Señal 3. Lo dirige Cristian Valdivia, pintor, carpintero, reparador de computadoras, oficios que le permiten sobrevivir y dedicar tiempo a su pasión, la tevé comunitaria. Señal 3 tiene un alcance de 9 kilómetros, trasmite de jueves a domingo de las 6 de la tarde hasta la medianoche. Son 24 personas las que mantienen la tevé «educativa, informativa y recreativa» donde los centros culturales y sociales del barrio tienen su propia programación.
El canal no tiene financiación externa, sólo el apoyo de sus socios, de los grupos que hacen los programas, y de algunos comerciantes del barrio. «Al municipio no le pedimos nada», dice Cristian. «Lo que podemos hacer lo hacemos con recursos de la misma gente, o sea más que recursos económicos lo que se ocupa son recursos humanos»16. Hasta los niños tienen su programa. Quieren contribuir a la creación de una red de canales de televisión comunitaria en todo Chile y ya están prestando sus equipos a otros barrios.
Parece evidente que luego de 50 años, en La Victoria como en tantos lugares de América Latina el cambio social es básicamente cambio cultural. Para los gobiernos neoliberales, aún para los encabezados por fuerzas progresistas, la autonomía y la diferencia cultural son peligrosas. De hecho La Victoria es un barrio intervenido por el Estado que envía a los carabineros a vigilar las poblaciones. Con la excusa de la droga y la delincuencia, en 2001 se puso en marcha el Programa Barrio Seguro a cargo del ministerio del Interior. Con fondos del BID el programa supone la intervención policial y social de los barrios «marginales» o «conflictivos». La primera población afectada fue La Legua, la segunda La Victoria, y así hasta nueve poblaciones.
Los objetivos del plan quedan al descubierto cuando las propias autoridades admiten que consiste en «combatir el comercio ambulante y la delincuencia en el centro de Santiago»17. En cada población se busca involucrar a las organizaciones sociales, en particular a las juntas de vecinos, lo que redunda en la división del barrio y sus núcleos organizados. «Tenemos vigilancia de los carabineros las 24 horas. Cualquier actividad que se desarrolle hay que avisarle a los carabineros», dice Cristian.
Caminando por La Victoria hacia la casa de las Hermanitas de Jesús, que trabajaron junto al padre André Jarlán, pueden verse en las esquinas camiones de carabineros armados con fusiles. María Inés nos hace pasar a una casita en la que conviven las cuatro monjas, modesta pero digna, muy parecida a las demás casas del barrio. Nos sirve café y durante largo tiempo relata su experiencia en el sur, junto a las comunidades mapuches. Habla suave y pausado, tal vez porque supera largamente los 70 años. Cuando le preguntamos por La Victoria hoy, baja la vista y hace un gesto entre el cansancio y el fastidio: «Los pacos tienen que irse de acá». Y se queda mirando el infinito. O, tal vez, la imagen de Jesús colgada junto a la del padre André.
Notas
1. Entrevista personal, abril de 2007.
2. La primera ocupación de tierras realizada en Chile está documentada en los libros de Mario Garcés y en el trabajo del Grupo Identidad de Memoria Popular citados al final.
3. Mario Garcés et al, ob. cit. p. 130.
4. Mario Garcés, ob. cit. p. 138.
5. Callampas son las poblaciones precarias que reciben ese nombre de un hongo, ya que crecen en una noche.
6. Grupo Identidad de Memoria Popular, ob. cit. p. 14.
7. Idem, p. 58
8. Idem, p. 25.
9. Salazar y Pinto, ob. cit. p. 251.
10. Mario Garcés, ob. cit, p. 416.
11. Marisa Revilla, ob. cit, p. 63.
12. Salazar y Pinto, ob. cit. p. 261. Negritas en el original.
13. Idem, p. 267.
14. Idem, p. 263. Negritas en el original.
15. Entrevista personal, abril de 2007.
16. Paula Fiamma, ob. cit.
17. www.gobiernodechile.cl
Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Es colaborador mensual con el Programa de las Américas.
Recursos
Fiamma, Paula «Haciendo televisión participativa», entrevista a Cristian Valdivia, noviembre de 2006, en www.nuestro.cl
Garcés, Mario, Tomando su sitio, El movimiento de pobladores de Santiago, 1957-1970, LOM, Santiago, 2002.
Garcés, Mario et al, El mundo de las poblaciones, LOM, Santiago, 2002.
Grupo Identidad de Memoria Popular, Memorias de la Victoria, Quimantú, Santiago, 2007.
Revilla, Marisa, «Chile: actores populares en a protesta nacional 1983-1984», en América Latina hoy, Salamanca, vol. 1, 1991.
Salazar, Gabriel y Julio Pinto, Historia contemporánea de Chile IV, Hombría y feminidad, LOM, Santiago, 2002.