Mientras no saque a las víctimas del franquismo del vagón de tercera para sentarlas junto a otras víctimas de otras violencias en el de primera, esta democracia estará muy lejos de la ejemplaridad cacareada por quienes defienden que todo quedó resuelto en la Transición
«La comisión constituida para reunir fondos necesarios para el sostenimiento de las milicias de Falange que tan importante servicio prestan de guarnición y vigilancia nocturna en esta Villa y para cooperar al triunfo del Ejército que representa la salvación de España de manos del comunismo ruso ha estimado procedente señalarle a usted para dichos gastos la aportación de la cantidad de 75 pesetas que deberá ingresar en el plazo de tres días y por cuyo pago quedaremos muy reconocidos. Villafranca 28 de agosto de 1936».
Con escritos como este, firmados por un alcalde golpista, la falange de Villafranca del Bierzo extorsionó a Emilio Silva Faba, un comerciante progresista, de 44 años, padre de seis hijos, que había sido interventor autorizado notarialmente para representar al partido de Manuel Azaña, Izquierda Republicana, en las elecciones generales del 12 de febrero de 1936.
Así lo obligaron quienes serían sus asesinos, a financiar su asesinato, una vez que se hicieron con el poder local por la fuerza de las armas y sembraron algún cadáver por las cunetas cercanas. Eliminaban adversarios políticos y utilizaban sus cuerpos sin vida abandonados a la intemperie, como superconductores del terror, como megáfonos de la deshumanización sin límites que había tomado el poder de las instituciones, capaz de sacar de la vida a los vivos y de una muerte digna a los muertos.
Silva Faba pagó sus imposiciones y vio como le eran confiscadas caprichosamente los haberes de su tienda de coloniales, por falangistas que pasaban «a saludar». Se mantuvo al lado de su familia pensando que la situación se resolvería y volverían los tiempos en que la política se había hecho con papeletas y no con pistolas.
Él nunca escuchó cañonazos de esa guerra en la que decían que murió, porque donde él vivía nunca hubo dos ejércitos enfrentados, ni una trinchera frente a otra, ni movimientos de artillería, ni bombardeos.
A Emilio Silva Faba lo secuestraron y lo asesinaron como a Miguel Ángel Blanco, pero sus asesinos franquistas fueron más terribles e hicieron desaparecer su cadáver para negarle la honra de una tumba y multiplicar el padecimiento de su familia. Lo detuvieron ilegalmente el 16 de octubre de 1936. Su mujer, Modesta Santín, se movió rápidamente para buscar ayuda, para que alguien pudiera sacarlo de los calabozos del Ayuntamiento antes de que le reventara la cabeza un tiro de gracia, de noche, a quemarropa, hecho por un brazo vestido con una camisa azul y correajes, en una cuneta.
Las gestiones de su mujer no obtuvieron piedad, ni compasión. Esa misma noche lo sacaron del sitio en el que estaba detenido, en el remolque de un camión, con otros 12 hombres, recogieron a dos más por el camino, y asesinaron a todos ellos, menos a Leopoldo Moreira, que consiguió escapar. Eran trabajadores, civiles, buena gente asesinada por quienes representaron la «salvación de España de manos del comunismo ruso».
Hasta ahí su muerte se parece a la de Miguel Ángel Blanco, a la de otras tantas violencias, pero para su familia, sólo fue el principio. Emilio no vio cómo a la familia que dejaba en este mundo le terminaban de despojar de todos sus bienes. No vio cómo su hijo mayor, que se llamaba como él, abandonaba la escuela, recién cumplidos los 10 años, muerto de pena y de angustia, para ofrecer sus brazos en cualquier faena que pudiera permitir llevar a casa una hogaza de pan o cualquier otra cosa que llevarse a la boca. No vio cómo su viuda padecía ataques de pánico, y caía paralizada al suelo, rodeada de sus seis hijos, que no podían salir a pedir ayuda porque había toque de queda y antes de preguntar, las milicias de Falange disparaban. Tampoco vio a sus asesinos pasar frente a la casa cuando iban de caza, con una escopeta al hombro y la sorna de sentirse respaldados por el enorme aparato represor de la dictadura.
Tras el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, este país se llenó de cunetas escondiendo crímenes, de asesinos sentados en despachos institucionales, de violadores que aparecían en listados de nombramientos en el Boletín Oficial del Estado, y de víctimas sosteniendo sobre sus hombros una estructura social que construyó para ellas un apartheid en el que los azules disfrutaban de las dádivas del Régimen y los rojos les servían bien callados, agachando la cabeza y dando las gracias por estar vivos.
El daño que padecieron estas familias fue durante años el orgullo del Régimen, el renglón en mayúsculas y negrita en el currículum de miles de asesinos que crearon un país a su imagen y semejanza. Una sociedad miserable, corrupta, orgullosamente inculta y sostenida sobre la sangre, el sudor y las lágrimas de las miles de familias que soportaban sobre sus hombros y su esfuerzo la riqueza que disfrutaban los vencedores.
Cuando terminó la dictadura, la mayoría de los señoritos satisfechos del franquismo borraron de su currículum esos renglones que habían exhibido durante décadas y como tenían hijos en los partidos de oposición al Régimen nunca se sintieron amenazados por el regreso de la democracia, en la que no creían, pero sí se les permitía quedarse con sus privilegios, las decenas de miles de puestos de trabajo en la administración, los miles de pisos propiedad del Estado que pasarían a ser suyos, y la justicia, la policía y el ejército seguían intactos, pues adelante.
Lo que Emilio no vio que le pasaba a su familia no lo vio este país durante décadas. Los asesinos, los jefes de los asesinos, y los descendientes de los asesinos se encargaron de que no se conociera. No estaría en los libros de texto, ni en la televisión pública, ni en los juzgados, ni se debatiría en los parlamentos, ni en los ayuntamientos y harían sobrevivir la idea de que hacía falta un golpe de Estado para terminar con los supuestos desmanes de la república.
Pero el 21 de octubre de 2000, en una cuneta de un pequeño pueblo del Bierzo comenzaron los trabajos de exhumación de una fosa con los restos de 13 hombres asesinados por pistoleros de falange 64 años antes. Y una prueba de ADN determinó que allí estaban los restos de Emilio Silva Faba, con sus dos orificios de bala, oculto bajo la tierra, lejos de donde sus antepasados habitaban la muerte.
Cuando eso ocurrió jamás se había debatido en el Congreso de los Diputados nada sobre los desaparecidos del franquismo. Durante 25 años las familias de los miles de desaparecidos no tuvieron una voz parlamentaria que las representara. Se acostumbraron a escuchar que ya nos habíamos reconciliado en la Transición, como si tras la muerte del dictador hubiera terminado una guerra y no una dictadura de 40 años.
Cuando aquellos metros cuadrados de tierra mostraron su terrible secreto, los plenos del Congreso y del Senado no habían hecho una condena de la dictadura y el Gobierno no había redactado una declaración institucional condenando al franquismo y reconociendo a sus víctimas. Tampoco había sido juzgado un solo responsable de aquellos crímenes. Veinte años después y con más de 9.000 asesinados recuperados de las fosas, nada de lo que enuncia este párrafo ha ocurrido.
Cuando los asesinos han muerto en la cama en democracia y las víctimas han muerto añorando los cadáveres de sus seres queridos, desaparecidos en las cunetas, es fácil determinar la disfuncionalidad de la democracia actual española. Mientras las víctimas de «quienes querían romper España» han recibido verdad, justicia y reparación, las víctimas de los que asesinaban por «una España grande y libre» no han obtenido un miligramo de justicia, de verdad, ni de reparación.
Mientras no haya una Ley de Memoria Antifranquista, mientras el Estado y todas las instituciones que lo conforman no rechacen la dictadura firme y contundentemente; mientras no saque a las víctimas del franquismo del vagón de tercera para sentarlas junto a otras víctimas de otras violencias en el de primera, esta democracia estará muy lejos de la ejemplaridad cacareada por quienes defienden que todo quedó resuelto en la Transición. La salvación democrática de España supone reconocer y tratar con dignidad y garantizar los derechos a las buenas y a los buenos españoles que todavía están en las cunetas.