Hace ya más de veinte años que se publicó El libro negro del comunismo. Quienes participaron en su elaboración son un ejemplo acabado de intelectuales al servicio del poder capitalista: construyeron un útil artefacto para contribuir a la demolición de las organizaciones comunistas, del pensamiento crítico, de la razón intelectual compañera de los trabajadores y […]
Hace ya más de veinte años que se publicó El libro negro del comunismo. Quienes participaron en su elaboración son un ejemplo acabado de intelectuales al servicio del poder capitalista: construyeron un útil artefacto para contribuir a la demolición de las organizaciones comunistas, del pensamiento crítico, de la razón intelectual compañera de los trabajadores y los oprimidos, dando vida a un texto que ha sido uno de los principales instrumentos utilizados en el intento de destrucción del movimiento comunista y del proyecto de una sociedad socialista donde no exista explotación ni desigualdad y donde la libertad sea una conquista real.
Desde entonces, el capitalismo fieramente armado ha culminado nuevas matanzas: en Iraq, después de una sucia guerra de agresión; en Afganistán, país que ya acumula casi dos décadas de guerra desde la invasión norteamericana; en Siria, donde han muerto centenares de miles de personas; en Libia, en Yemen. El capitalismo deja un camino sembrado de cadáveres, con la hipocresía de negar su propia historia: tras la desaparición de la URSS, la interpretación canónica del siglo XX que hace la derecha liberal, sin apenas matices, se resume en la victoria de la democracia -sinónimo para ella de capitalismo- sobre dos duros enemigos: el comunismo y el nazismo. Esa pretensión de modelar la opinión común, gracias a las mentiras servidas por los grandes medios de difusión masiva, trae a la memoria lo que Max Nordau escribió a finales del siglo XIX en su libro Las mentiras convencionales de nuestra civilización. Porque, si para Nordau se trataba de poner de relieve las bases falsas sobre las que se asentaban la religión, el conservadurismo político, la tradición, las monarquías y la economía capitalista, en nuestros días hay que impugnar el contenido del parte de la victoria proclamado por el liberalismo, y levantar barreras al nuevo imperialismo que cabalga sobre la mentira.
Hoy, el intelectual colectivo del capitalismo realmente existente liquida la evidente relación y complicidad del desarrollo capitalista con el nazismo y el fascismo, y despoja al comunismo de su identidad igualitaria y libertaria, y decreta la absolución y el olvido sobre las matanzas del capitalismo real a lo largo de los siglos XX y XXI. La operación, no por burda es menos eficaz, y tiene cierta verosimilitud aparente, puesto que ¿quién negará el horror del nazismo y quién podrá olvidar la represión de Stalin?, reforzada ésta, además, por la prueba empírica del colapso soviético. Incluso la socialdemocracia -con alguna excepción, como hizo Lionel Jospin- mira hacia otro lado cuando se agita el espantajo de los crímenes del comunismo, cerrando los ojos al desastre de 1914, cuando votó los créditos de guerra, y a su responsabilidad moral en la matanza; a su propia complicidad con el colonialismo; a la actuación de Francia en el África Negra y de la pequeña Bélgica en el Congo; u olvidando Argelia, y el caracazo en Venezuela, por poner algunos ejemplos conocidos.
La falsedad de la equiparación entre nazismo y comunismo es evidente. Esa equivalencia es una estafa intelectual: la radical oposición entre ambos movimientos está ya en su génesis, como corrientes opuestas en su teoría política y en su praxis. Ni tan siquiera el recurso a la represión política, común a muchos regímenes políticos, es exclusivo de ambos: Primo Levi ya mantuvo que no pueden equipararse Auschwitz y la represión en la URSS. Tampoco pueden asimilarse ambos regímenes si atendemos a la excepcionalidad del nazismo como un sistema basado en la desigualdad radical de los seres humanos, en el biologismo político, en la solución final ideada para sus enemigos, casi desprovistos de cualquier rasgo humano. Es una equiparación falsa, además de nociva, que, por otra parte, tiende a hacer olvidar los otros fascismos, como el japonés.
El fascismo nunca luchó por la libertad. No se encuentra en los movimientos fascistas un solo ejemplo, en país alguno, donde sus miembros arriesgasen la vida por la libertad, en Alemania o en Italia, en Noruega o en España, en Rumania o en Portugal, en Japón o en Hungría. Fue un movimiento precario y marginal en sus inicios (nutrido por los arditi decepcionados, por desorientados nacionalistas o por veteranos de la gran guerra enrolados en los freikorps) que creció después al amparo del poder económico, primero, y del poder político después. Pese a sus coqueteos anticapitalistas, el fascismo nunca elaboró un discurso igualitario que pretendiese resolver la cuestión social (como se denominó en el siglo XIX), es decir, la emancipación de los trabajadores y de los explotados. El fascismo y el nazismo hicieron demagogia anticapitalista en su marcha hacia el poder, mientras recibían comprensión, primero, y después apoyo político y económico de los grandes industriales y terratenientes. Por el contrario, la aportación comunista a la conquista de la libertad está inscrita en el corazón de Europa, y también en los otros continentes. La propia colaboración que mantuvieron los gabinetes de Churchill o de Roosevelt con los movimientos guerrilleros comunistas en los momentos más amargos del predominio nazi en Europa resalta su papel en la derrota del fascismo y en el restablecimiento de la libertad. No era ninguna trivialidad que un liberal como Thomas Mann afirmara que el anticomunismo era el despropósito más grande del siglo XX.
De hecho, la libertad empieza a llegar con las conquistas obreras, sin que puedan separarse ambas, y se consolida con la victoria sobre el fascismo en 1945. Es la cultura antifascista, defendida sobre todo por los comunistas, por la izquierda, quien construye la libertad contemporánea. En nuestros días, en su intento por otorgar certidumbre y calado teórico a la mentira de la equivalencia entre fascismo y comunismo, los defensores de esta tesis actúan como ladrones de cadáveres, robando las víctimas del capitalismo para achacarlas a otros, pretendiendo olvidar su responsabilidad con la opresión en buena parte del mundo, y lo hizo en años propicios donde la derecha todavía se felicitaba ante la derrota finisecular, momentánea, de las ideas de emancipación social en Europa, pretendiendo además adquirir derechos de primogenitura sobre las nociones de libertad y de democracia, pese a que entre sus aportaciones apenas puede citar a De Gaulle o Roosevelt, olvidando de paso a Chamberlain, cambiando la significación histórica de Churchill, y pasando sobre ascuas por las flaquezas de los gobiernos occidentales ante Hitler. Esa pretendida equivalencia entre fascismo y comunismo intenta presentar al capitalismo como la encarnación de la libertad, y ha penetrado hasta en círculos académicos que deberían tener mayor rigor histórico -no hay más que ver el empeño que ponía el liberalismo clásico en restringir la participación electoral-, poniendo de relieve que, más allá de la injusticia histórica que esa tesis representa, es manifiesta la urgencia para que la izquierda recupere el imaginario de la libertad, dando por terminados los años de débil respuesta ante la soberbia intelectual del capitalismo depredador.
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Han pasado ya más de veinte años desde la publicación, en 1997, de El libro negro del comunismo. Más allá de la polémica que inauguró en su día y del evidente oportunismo de su publicación, puede decirse que apenas queda nada de su contenido. Desacreditado por el escaso rigor de su elaboración -baste recordar que el libro se contradice en las propias cifras que ofrece, que muchas fuentes son dudosas, y que recurre a evaluaciones aventuradas, basadas en estimaciones poco rigurosas-, no ha resistido el paso del tiempo. Sin embargo, su impacto propagandístico fue notable. Pinochet lo tenía en un estante de su casa, al lado de libros sobre Napoleón, cuando se fotografiaba poco antes de comparecer ante los lores británicos. Sin duda, un libro así lo reconciliaba consigo mismo: había sido un capataz en la lucha contra el comunismo, y la justificación de su compromiso estaba en aquel libro negro. En los días en que Pinochet estaba en Londres, en manos del hoy olvidado Jack Straw -otro converso, antiguo trotskista y después compañero de Bush en la guerra contra Iraq-, la televisión mostró repetidamente a un ciudadano chileno, defensor de Pinochet, que gritando airadamente a una persona que intentaba razonar, le increpaba: «¡Huye! ¡Huye! ¡El comunismo ha causado ochenta millones de muertos!» Sucedió en Londres, y aquel patriota chileno (que empujaba a su oponente a marcharse de Chile, puesto que para la derecha el comunismo siempre es extranjero, en cualquier lugar, y un opositor a Pinochet sólo podía ser comunista) extraía su munición intelectual del libro negro. En esa escena estaba la confirmación: la difusión de la obra fue masiva. Sus conclusiones y cifras fueron repetidas por todas las esquinas del planeta y elevadas a sabiduría convencional que sigue gritando la extrema derecha en las algaradas callejeras y que utilizan los medios académicos conservadores o los senadores norteamericanos que viven todavía la felicidad de la victoria en la guerra fría. Algunos, incluso aumentan la cifra del pinochetista londinense: Hélène Carrère d’Encause habla en su biografía de Lenin de ¡100 millones! de muertos y se los adjudica al indefenso Vladímir Ilich, que ya no puede contestar.
Es probable que la idea del libro negro les fuese sugerida a sus autores (Courtois, Werth, Panné, Paczkowski y compañía) por el Livre brun sur l’incendie du Reichstag et la terreur hitlérienne, que fue editado en París antes de la Segunda Guerra Mundial por Willi Münzenberg, uno de los fundadores del Partido Comunista Alemán, que dirigió después el trabajo de la Internacional Comunista desde París. No en vano, Stèphane Courtois es un viejo experto en cuestiones comunistas, perfecto conocedor de otros libros (como el escrito por Stephen Koch) que ya habían examinado, con más delirio que rigor, la supuesta gran conspiración entre Hitler y Stalin. Courtois, viejo maoísta reconvertido a las covachuelas del sistema capitalista, como el resto de los autores del libro negro, hizo un buen trabajo, que, si bien no es muy riguroso desde una perspectiva científica, sirve al menos para que los portavoces intelectuales del liberalismo globalizador sigan colaborando en la demolición de las organizaciones comunistas y reforzando los diques que contienen las luchas populares.
La mayor parte de los muertos atribuidos al comunismo en el libro negro son, en realidad, víctimas de la guerra civil en Rusia, que en ningún caso puede atribuirse a los comunistas, y en China, por el combate contra el régimen de Chiang Kai-shek, y de las hambrunas que siguieron a los enfrentamientos, presentadas por la derecha como un deliberado recurso represivo utilizado por el poder soviético o maoísta. Al mismo tiempo, Courtois, consciente de los puntos débiles del libro negro, excusa las víctimas del capitalismo porque fueron a causa de los duros inicios de la revolución industrial en Occidente, o bien por accidentes fabriles, por la deficiente sanidad de la época, por la malnutrición, sin que hubiera hambrunas provocadas directamente por los gobiernos capitalistas. Muchos críticos han observado la endeble argumentación y la ausencia de pruebas en la mayoría de las afirmaciones que realizan los autores del libro negro. La lectura de las páginas dedicadas a España es un buen ejemplo de ello. Algo parecido puede decirse de las cifras barajadas para China. También, de las dedicadas a la Unión Soviética, donde acumulan horrores con la pasión tradicional de los conversos.
Porque no se trata de negar nada, sino de ser rigurosos. Hoy sabemos ya muchas más cosas sobre la verdadera dimensión represiva del estalinismo: Victor Zemskov, un hombre conservador, el historiador ruso que dirigió las investigaciones sobre el alcance de la represión, y que tuvo acceso a todos los archivos secretos del Gulag, comprobó asombrado, según sus propias palabras, que las cifras de la represión eran mucho menores de lo que se había dicho. Entre 1921 y 1953, año de la muerte de Stalin, fueron fusiladas en la Unión Soviética casi 800.000 personas, aunque se había hablado de 7 millones de fusilamientos y de 20 millones de detenidos. Zemskov añade a esas cifras unas 600.000 personas más que murieron en prisión, lo que eleva los muertos por la represión política a 1.400.000. Las estadísticas que consideraban entre 6 y 10 millones de muertos -de ellos, entre 3 y 7 en Ucrania- como consecuencia de la colectivización agraria, son consideradas absurdas por el historiador ruso, igual que las que defendía en los años setenta el escritor Solzhenitsyn, que llegó a hablar de ¡110 millones de muertos! entre 1917 y 1959; como considera absurdas las cifras dadas por Robert Conquest, que multiplicaban por cinco las evidencias históricas. Las pacientes búsquedas en los archivos no dejan lugar a dudas, según afirma Zemskov, sobre todo, porque la meticulosa burocracia del estalinismo llevaba a que cada persona que pudiese desaparecer en los campos de trabajo originaba un nutrido expediente de documentos, celosamente archivados después. Esas son las cifras, que hoy admiten la mayoría de los investigadores rigurosos. Hay que resaltar que las conclusiones de Zemskov ya estaban disponibles cuando se escribió el libro negro.
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Si Gandhi había hecho de la necesidad de atenerse a la verdad el centro de su acción política para conquistar la dignidad y la libertad de su pueblo, el capitalismo ha hecho de la mentira el corazón de su identidad: casi nada es como dicen que es. Porque, si bien asistimos al sistemático recordatorio de la represión ejercida en nombre del comunismo, nunca aparece recuento alguno de los crímenes del capitalismo. Se recuerda Tiananmen, por ejemplo, pero nunca se cita Panamá, donde el ejército norteamericano asesinó a miles de personas, muchas más de las que murieron en la plaza pequinesa, y ello pese a que ambas tragedias tuvieran lugar el mismo año: 1989. No es casual. La desaforada campaña de descrédito del comunismo cuenta con excelentes apoyos en ámbitos académicos y medios de comunicación, con intelectuales orgánicos que intentan dotar de envergadura teórica la acción de los vendedores de mentiras, y que pretende llevar al corazón y a las convicciones de los ciudadanos la idea de que la izquierda ha sido derrotada para siempre, y que además es justo que haya sido así. Viejos izquierdistas reconvertidos a la fe del sistema capitalista lo aceptan, e incluso se jactan de ello: «La revolución, y nosotros que la quisimos tanto», «Menos mal que no triunfamos: a saber qué hubiera ocurrido», han escrito. A diferencia del poeta persa Omar Jayyám, a quien no le interesaba saber el lugar en que podría «comprar el manto de la astucia o de la mentira», a los vendedores de falsedades sí les importa, e, inapelables, se han hecho con su propiedad, convirtiendo en normalidad democrática el capitalismo que olvida asuntos menores como la dictadura de Franco en España, o la de Trujillo en Santo Domingo, Suharto en Indonesia, Duvalier en Haití, Batista en Cuba, Somoza en Nicaragua, Ríos Montt en Guatemala, Marcos en Filipinas, los coroneles en Grecia, Pérez Jiménez en Venezuela, el Sha en Irán, Stroessner en Paraguay, Mobutu en el Congo, los gorilas de la segregación racial en Sudáfrica, Videla en Argentina, Pinochet en Chile, Hassan II en Marruecos, Mubarak en Egipto, Musharraf en Pakistán, o las actuales dictaduras teocráticas de Oriente Medio o en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central reconvertidas al capitalismo dependiente de los bandidos.
No deja de ser revelador que quienes recuerdan constantemente las hambrunas producidas por la colectivización en Ucrania, o en China tras la revolución, y que no dudan en atribuirlas al deseo explícito de los comunistas por provocar esa terrible mortandad, no encuentren ahora responsables de la muerte o desaparición de 10 millones de personas en los territorios de la antigua URSS tras el paso al capitalismo, en una transición dirigida y ordenada desde Occidente -recuérdese que expertos norteamericanos llegaron a redactar los decretos y las leyes de Yeltsin- y que parece culminar la intervención militar que iniciaron los Estados Unidos contra la revolución bolchevique ya poco después de 1917, que, como ha apuntado Ronald E. Powaski (un autor no precisamente sospechoso de tener simpatía por el comunismo), sienta las bases de la posterior guerra fría. Las hambrunas chinas también fueron profusamente utilizadas por los autores del libro negro, aunque ya en los años sesenta el escritor norteamericano Edgar Snow, profundo conocedor de China, pondría de manifiesto que lo nuevo era que ya no morían de hambre millones de chinos, como ocurría en las décadas anteriores a la revolución.
El capitalismo ha sembrado sal en los territorios soviéticos. La actual democracia rusa tiene su origen dos golpes de Estado, en la exaltación nacionalista, en el bombardeo del Parlamento, pasa por la sucia guerra de Chechenia y por los conflictos fronterizos, y por la voraz delincuencia de los años de Yeltsin, aspectos que los más aventajados anticomunistas pretenden vender como herencia del comunismo: algo parecido al cinismo franquista, que achacaba la hambruna y las dificultades de posguerra a la digna república española. La falsificación de las elecciones presidenciales rusas que dieron el triunfo a Putin, al igual que se hizo con las que impusieron al grotesco borracho Yeltsin en 1996, o la directa falsificación del referéndum que sancionó la actual Constitución (una ley impuesta y antidemocrática que ha hecho posible la transición capitalista) jalonan el camino recorrido. Todo se justificaba con la promesa de la libertad y prosperidad que traería el capitalismo. El progreso económico: a inicios del siglo XXI, Rusia había perdido más de la mitad de su producto interior bruto, y ni tan siquiera era capaz de abastecerse de alimentos. La política aplicada por Yeltsin casi fue tan destructiva como la máquina de guerra hitleriana en su invasión de la URSS en 1941, con la diferencia de que ocurrió en tiempos de paz. Se destruyó la industria nacional y se desmanteló la estructura productiva: los combinados industriales fueron convertidos en campos de ruinas. Y ello tuvo un beneficiario: es revelador constatar que el continuo crecimiento de la economía norteamericana en la última década del siglo XX coincidió con la destrucción de la que era la otra gran potencia industrial del planeta, rasgo que recuerda la demolición de los telares tradicionales hindúes por el colonialismo británico, para imponer los productos textiles que había producido su revolución industrial.
En todas las repúblicas de la URSS, las reformas capitalistas destruyeron a una generación de ciudadanos, la delincuencia se apoderó de las calles y de las vidas de la gente, poniendo en evidencia la falsedad de la libertad del mercado: sólo es libre quien tiene dinero, y lo acumularon los oligarcas con la complicidad de Occidente, que también participó en el saqueo. No hay que olvidar que esa política fue aplicada bajo la directa supervisión de Washington y del Fondo Monetario Internacional, institución que fija los criterios que impone a los países que tutela el capitalismo, y que ha traído ruinas y muerte: el conocido informe que elaboró la ONU habla de la «desaparición» de más de diez millones de personas en las estadísticas en los antiguos territorios soviéticos. ¿Qué significa esa desaparición? Significa simplemente que murieron. Pero para los intelectuales del capitalismo nadie es responsable de ello.
Sin embargo, los vendedores de mentiras siguen celebrando el gran expolio de la propiedad pública soviética, ayudados entonces por el desparpajo con que tránsfugas oportunistas como Alexander Yakovlev, Borís Yeltsin, Gennadi Burbulis, Yegor Gaidar, Anatoli Sobchak, Stanislav Govorujin o Eduard Shevardnadze, entre otros, echaron sobre la espalda de los comunistas su propia actuación en el pasado. Uno de ellos, el finado general Dmitri Volkogónov, que fue director adjunto de propaganda del Ejército Soviético, dejó después de su conversión una biografía de Lenin, pensada para cubrir de oprobio al dirigente bolchevique. No son los únicos: en las filas de los tránsfugas acogidos por el capitalismo, encontramos, entre otros, al ex presidente kazajo Nazarbáiev o al fallecido Karímov uzbeko; al que fue presidente rumano Iliescu, o al antiguo primer ministro húngaro, Medgyessy; y, en los países capitalistas, al olvidado ministro británico Jack Straw, antiguo izquierdista, y a muchos otros personajes, como Adriano Sofri (antiguo dirigente de Lotta Continua, un partido de la extrema izquierda italiana) D’Alema, Occhetto y Veltroni.
Nada es como dicen que es. Porque, si se achacan las hambrunas ucranias a los comunistas soviéticos o las de China a los camaradas de Mao Tse Tung, ¿a quién harán responsable de la mortandad producida por el hambre en el mundo, en África, en América Latina o en el sur de Asia? ¿Al subdesarrollo? ¿A la maldición de los odios locales y a la perfidia de los señores de la guerra? Para los ladrones de cadáveres, guardianes del mercado, puede achacarse a cualquier fenómeno, menos al capitalismo real. Es una lástima para los defensores intelectuales de esas ignominias que hasta los informes de las Naciones Unidas muestren la relación directa entre la acción de las compañías capitalistas occidentales y el subdesarrollo, el hambre y la mortandad, y no deja de sorprender que algunos publicistas del mercado, como Timothy Garton Ash, volvieran a airear (con casos de canibalismo incluidos, que tanto golpean las conciencias) esas hambrunas de hace décadas en Ucrania o en China, sin recordar las ocurridas en países dominados por el capitalismo, como en la república Dominicana, por ejemplo. El analista de mercado que es Garton Ash debería preguntarse, ¿no hay canibalismo en las hambrunas que produce el capitalismo o acaso es también un efecto perverso del comunismo?
Los ladrones de cadáveres no quieren ver la contabilidad negra del capitalismo: a principios del siglo XX, morían de hambre en el mundo unos 10 millones de personas al año. Fueron 100 millones en la última década del siglo, 300 millones en los últimos 30 años. ¿A quién se lo achacaremos? Otras fuentes son más severas: algunos autores han recordado -como Josep Ramoneda entre nosotros- que desde el final de la guerra fría hasta el inicio del siglo XXI, es decir, en apenas una década, han muerto en el mundo, como consecuencia del hambre y de las enfermedades asociadas, 200 millones de personas. Cifras similares presentaron Philippe Paraire y otros autores, que han llegado a hablar de mil millones de personas muertas en el último medio siglo a consecuencia de la acción global del capitalismo. Son cifras desconocidas por el gran público, que cuando aparecen ocasionalmente en los grandes medios de comunicación se achacan siempre a la fatalidad, al subdesarrollo, a las hambrunas, a la acción de dictadores remotos, pero nunca tienen nada que ver con el capitalismo realmente existente, con la devastación ecológica que ha producido, con la cruel explotación de sus recursos. Son muertos sin nombre.
Podrían ponerse innumerables ejemplos. Utsa Patnaik, un reputado economista hindú, demostró que la reducción del consumo de alimentos en la India -entre 1918 y 1947, el año de la independencia- y el desarrollo de productos dedicados a la exportación, en detrimento de los dedicados a la alimentación, tuvo consecuencias como la gran hambruna bengalí, en la que murieron más de dos millones de personas. También el premio Nobel de Economía, Amartya Sen, recordó que en su infancia murieron en la región de la India donde vivía -¡solamente en esa región, Bengala!- unos tres millones de personas por una hambruna. La India era un dominio británico desde hacía siglos: ¿no tuvo ninguna responsabilidad el capitalismo inglés en esas hambrunas?
Como en la obra de Lillian Hellman (Tiempo de canallas, que recoge los años sombríos del mccarthysmo) la historia del capitalismo es la historia de un tiempo miserable, la historia del mayor horror que la humanidad ha conocido jamás. Ahí está la gran guerra, con 25 millones de muertos. También, la Segunda Guerra Mundial, donde murieron 60 millones de personas, entre ellos veintisiete millones de soviéticos. ¿No tiene responsabilidad alguna el capitalismo en esos conflictos? ¿Quién recuerda, por ejemplo, que sólo en Java murieron durante la Segunda Guerra Mundial cuatro millones de campesinos como consecuencia de la ocupación japonesa? ¿No tiene nada que ver con ello el capitalismo japonés? Produce vértigo asomarse al horror producido por ese sistema inhumano: ahí está el extermino de la población indígena en los propios Estados Unidos, las matanzas en la India, los bombardeos contra la población civil llevados a cabo por aviones norteamericanos, como harían después en otras partes de Asia. Ahí está el bombardeo de Hamburgo, en 1943, que mató a unas 50.000 personas, el de Dresden, o el de Tokio. Los bombardeos sobre poblaciones civiles, la utilización de bombas atómicas, el uso de armamento químico, todos son hechos imputables exclusivamente al capitalismo, y no precisamente nuevos: ya en 1919, la Royal Air Force británica utilizó armas químicas contra las poblaciones árabes.
En Corea murieron tres millones de personas en una guerra protagonizado por los Estados Unidos. Como en Vietnam, que vería morir a tres millones de personas más, bajo el napalm de los bombarderos. Hiroshima o Nagasaki, las matanzas en América Latina, el Irán que nos explica Kapuscinski, las matanzas de Suharto recordadas por Pramoedya Amanta Toer, donde asesinaron a un millón y medio de militantes comunistas; las persecuciones en Malasia, o en Filipinas, el martirizado Congo del que nos habló Mark Twain, la matanza de Bush en Iraq, la guerra en Siria, la destrucción de Libia, son el verdadero rostro del capitalismo. En el Congo, desde que Leopoldo II inició la cruel explotación de sus habitantes hasta que el gobierno de Bélgica pasó a administrar la colonia en 1908, habían muerto unos 12 millones de personas, víctimas de prácticas esclavistas, de trabajos forzados donde se llegaba al extremo de cortar las manos de los obreros a la menor infracción. Después, el capitalismo belga, ayudado por la CIA norteamericana, acabó con la esperanza de Lumumba, estimulando la secesión de Katanga, e hizo posible la sanguinaria dictadura de Mobutu.
Lo mismo puede decirse de otros capitalismos nacionales: en Namibia se calcula que la colonización alemana, sobre todo con el siniestro Von Trotha, causó escalofriantes matanzas que acabaron con la vida de casi un millón de personas. O de Francia: Robert Fisk recordó que en Argelia murieron, tras ocho años de matanzas en la guerra contra el colonialismo francés, un millón y medio de personas. Porque la contabilidad negra del capitalismo es interminable: en Nigeria, en 1967, durante la guerra de secesión de Biafra, en dos años y medio, murieron más de un millón de personas, y no hay duda de que el capitalismo británico estuvo implicado. Solamente en Angola murieron centenares de miles de personas tras la independencia, como consecuencia de la guerra impuesta al país por los Estados Unidos, a través de su ayuda a grupos mercenarios. En Mozambique, tras la llegada del Frelimo al poder, la guerra de agresión estimulada por el occidente capitalista y sus socios del apartheid de Rhodesia (el actual Zimbabue) y de Sudáfrica, se convirtió en un prolongado conflicto en que murieron más de un millón de personas. En Iraq, las agencias humanitarias hablan de 1.750.000 personas muertas, en gran parte niños, como consecuencia del inhumano embargo decretado tras la guerra del Golfo, que Estados Unidos se negó a levantar: 7.500 niños morían cada mes, y después la guerra causó una mortandad escalofriante. Por no hablar de los estragos de la miseria capitalista: solamente en Brasil hay treinta millones de pobres que las pulcras estadísticas sitúan como personas «bajo la línea de la indigencia», y casi el treinta por ciento de una población de 210 millones de personas -es decir, 65 millones de personas- viven con menos de dos euros diarios, situación que está agravando el fascista Bolsonaro. Lo mismo ocurre entre la mitad de la población mundial, pero ¿quién osará responsabilizar al capitalismo?
Para los vendedores de mentiras, el comunismo tiene nombres. Detrás del capitalismo no hay nadie, ni nombres ni rostros, y pretende el anonimato de sus crímenes. Cuentan, además, con el poder de la mentira: para ellos, los comunistas siempre matan, nunca mueren. La deshonestidad intelectual de los entusiastas del libro negro es patente: según su peculiar juicio, cualquier comunista es responsable de los crímenes del estalinismo; sin embargo, nadie lo es por lo que ha hecho el capitalismo. Por eso, el esfuerzo contra el capitalismo salvaje que representa Trump precisa un discurso que aglutine la esperanza de cambio, de justicia y de libertad, capaz de analizar y desnudar las mentiras del poder. La derrota sufrida por el movimiento comunista en la última década del siglo XX fue demoledora, pero no fue deshonrosa en sí misma: la opresión y la mentira sí lo son.
Termino. Si Brecht veía en el libro el arma del hambriento, una de las herramientas para alcanzar la libertad y la dignidad de los oprimidos, los intelectuales de los laboratorios ideológicos del liberalismo despojan sus páginas del conocimiento, de la cultura emancipadora y de la libertad, y las llenan de mentiras. No es casual: esos intelectuales son pagados por ello, para que trabajen sin descanso, aunque el vil dinero sea recibido con discreción, con elegancia. Cumplen con su obligación, porque los ladrones de cadáveres del capitalismo, los servidores intelectuales de un sistema criminal, no descansan, y, a diferencia del Macfarlane de Stevenson, no pierden nunca los nervios, y siguen robando despojos en las noches del horror capitalista, dispuestos a apuntarlos después en los libros de otros.
Fuente: Nuestra bandera, cuarto trimestre 2019.
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