Estos días hemos asistido a la concesión de la medalla de oro de
Vitoria Gasteiz al Memorial de Víctimas del Terrorismo. Hemos sabido
también que 15 asociaciones memorialistas se han opuesto a la decisión
tildándola de humillación a las víctimas de la violencia del Estado.
Tuve
la oportunidad de visitar el Memorial hace ya un tiempo y hasta ahora
me había reservado mi opinión sobre el mismo, por respeto a las víctimas
y por no caer en una dinámica de enfrentamiento dialéctico en un tema
que necesita sobre todo buenas dosis de empatía y diálogo.
Sin
embargo, la concesión del mayor galardón de la ciudad y la dinámica que
ha mantenido el Memorial estos años, me lleva a escribir esta crítica,
desde el respeto, pero también con la exigencia clara de que ese mismo
respeto sea extensivo a las víctimas del terrorismo de Estado.
En
mi opinión, el relato que nos presenta el memorial tiene una carencia
de base, que luego lastra toda la narrativa que se expone con abundancia
de medios entre sus muros.
El intento de combatir la idea de
conflicto como explicativa de la violencia política les hace sacar al
Estado de la «ecuación», presentando el terrorismo como un fenómeno
sociológico-criminal-ahistórico, que surge en sociedades «enfermas», lo
mismo en Irlanda del Norte que en Palestina, en la Italia de los años
del plomo o en Euskal Herria.
De esa forma, el terrorismo sería
combatido por las fuerzas de seguridad del Estado democrático, que en
ocasiones –como mucho– pueden cometer ciertos abusos, pero que en ningún
caso se puede equiparar su accionar con el de los grupos terroristas.
El
problema surge cuando se constata, como es nuestro caso y otros muchos
desgraciadamente, que esos abusos constituyen gravísimas violaciones de
los derechos humanos, como el asesinato político o la práctica habitual
de la tortura, con la connivencia gubernamental y la impunidad de los
victimarios.
El argumento me recuerda, dándole la vuelta, a la
justificación de acciones terroristas diciendo que no están bien pero
que nunca serán equiparables a la violencia estructural del sistema.
Para
apoyar esta idea se tiene que realizar un retorcimiento de la historia,
obviando –o forzando la interpretación– de situaciones que no encajan
en la hipótesis principal, llevando en ocasiones a interpretaciones
paradójicas o sesgadas, a veces acercándose al absurdo.
Se
clasifica el terrorismo en el Memorial en casillas ideológicas,
terrorismo nacionalista, de extrema derecha, de extrema izquierda,
fundamentalista islámico…
Sabemos que cualquier clasificación a
partir de tipologías cerradas presenta problemas, aunque pueda
justificarse por razones de claridad explicativa.
En el caso del
Memorial, en mi opinión, esta justificación no sirve, pues enturbia más
que aclara la explicación de la violencia política (o el terrorismo si
prefieren) en Euskal Herria.
Calificar el GAL como terrorismo de
extrema derecha, por ejemplo, aunque algunos de sus perpetradores lo
fueran, oculta su creación y mantenimiento por parte de un gobierno
socialista con la connivencia necesaria de otro, en España y Francia
respectivamente.
Esta clasificación tipológica niega también la
idea de proceso en la interpretación de los hechos, por eso decía que es
ahistórica.
Cómo calificar, por ejemplo, a quienes militaron y
llevaron a cabo acciones terroristas en ETA (PM) y luego terminaron en
el PSOE denunciando rotundamente el terrorismo de ETA, siendo en algunos
casos víctimas de esta.
O cómo introducir en una explicación
ahistórica a quienes desde ETA lucharon contra el franquismo con las
armas. ¿Terroristas o luchadores por la libertad? ¿Y no son víctimas los
que fueron asesinados por la dictadura?
El Memorial cae así en
una simplificación de los hechos, no causada, pienso, por una mala
gestión intelectual de la memoria, sino por una motivación política que
entiende «el relato» como una batalla a ganar por parte del Estado
frente al terrorismo, descargando a este de cualquier responsabilidad en
lo sucedido.
Solo así se entiende que el torturador franquista
Melitón Manzanas, asesinado por ETA, tenga cabida como víctima del
terrorismo sin ninguna mención a su acción criminal al servicio de una
dictadura.
O, que los obreros asesinados por la policía el 3 de
marzo de 1976 en Vitoria no tengan el carácter de víctimas, sino solo
una «nota al margen», que explica que morían en un momento convulso
mientras ETA seguía asesinando.
El relato del Memorial obvia, en suma, el terrorismo de Estado, pero este existió y ahí están sus víctimas para constatarlo.
Es normal que se sientan humilladas.
Invisibilizar
su sufrimiento es revictimizarlas y negarles su derecho a la verdad y
la justicia, y negar también a quienes acuden a visitar el memorial la
posibilidad de conocer una parte de la realidad, imprescindible para una
comprensión integral del terrorismo (o la violencia política si lo
prefieren) en nuestro país.
Afortunadamente, los tiempos han
cambiado, y la necesidad de entendimientos políticos entre diferentes se
hace cada vez más evidente.
¿En qué contribuyen a ese entendimiento visiones unívocas del relato entendido como batalla a ganar?
Ojalá
los responsables del Memorial, como el resto de los agentes políticos y
sociales, se sumen a una concepción más inclusiva y menos
confrontativa.
La base ética en que edificar ese relato solo puede descansar sobre el principio que dicta iguales derechos (a la verdad, la justicia y la reparación…) para todas las víctimas, independientemente de quién sea su victimario, incluido –claro está– el Estado.
Juan Ibarrondo es escritor y activista pro derechos humanos.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/memoria-excluyente