El cineasta nacido en Haifa es uno de los críticos más feroces del sionismo. Al festival griego llevó varios de sus films, incluido Estado común-Conversación potencial (1), en el que se propone la noción de un estado común para israelíes y palestinos.
sí como el año pasado fue la retrospectiva dedicada al ruso Serguei Loznitsa, en esta edición el Thessaloniki Documentary Festival -que en sus últimos días se ha beneficiado con los primeros rayos del sol sobre el Egeo, que anuncian la llegada de la primavera- tiene como punto más alto la muestra consagrada a Eyal Sivan. Cineasta, docente y ensayista, Sivan nació en Haifa, Israel, en 1964, pero desde 1985 está radicado en Francia, donde se convirtió en uno de los críticos más feroces del sionismo y del Estado de Israel, y donde no ha dejado de reflexionar sobre dos temas que cruzan toda su obra: la utilización política de la memoria histórica y la desobediencia civil.
Estos ejes no están solamente en su cine -que tuvo una retrospectiva completa en el DocBuenosAires 2005, con su presencia-, sino también en sus ensayos, como Elogio de la desobediencia (Fondo de Cultura Económica), extensión a su vez de su película El especialista (2001), sobre el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén. Allí, Sivan y su coautor Rony Brauman prolongan la reflexión que había iniciado Hanna Arendt en su famoso libro Un informe sobre la banalidad del mal.
Agudo, provocador y siempre polémico, Sivan trajo a Tesalónica -una ciudad que en su deslumbrante cruce de culturas albergó a una de las comunidades judías más antiguas de Europa, casi exterminada durante la Segunda Guerra Mundial- varios de sus films, incluido el más reciente, en estreno mundial, Estado común – Conversación potencial (1), una película-ensayo que está prevista como una obra en proceso, dispuesta a ser continuada. Tal como su título indica, y considerando que el proceso de paz entre Israel y Palestina está largamente estancado, la película hace lugar a una idea que ha estado creciendo por debajo y por afuera del discurso oficial de ambos frentes en pugna: en vez de seguir pensando en la «solución de dos Estados», proponer la noción superadora de un Estado común.
Para quienes «conversan» este proyecto en el film de Sivan -académicos, periodistas, intelectuales, artistas y activistas de derechos humanos, religiosos y laicos, tanto en Israel como en Palestina- no se trata de un sueño o de una utopía. Por el contrario, parten de la base de que, aun con todos sus inequidades y conflictos irresueltos, ese Estado común ya está allí, con dos comunidades nacionales compartiendo un mismo territorio. Y lo que propone el proyecto del Estado común es cambiar radicalmente la idea de partición por la de compartir: invocar todo aquello que pueda haber en común, en vez de la separación y la división. «Esta película intenta sentar las bases de una nueva perspectiva», señaló Sivan aquí. «La idea no es quedarse en un nivel teórico sino iniciar una discusión en la que muchas voces diferentes puedan ir construyendo un nuevo curso de acción.»
Modificar el ángulo, cambiar la perspectiva con la que se observa un problema es una constante en la obra de Sivan. O para ponerlo en términos cinematográficos, que el propio realizador prefiere: «Encontrar un nuevo punto de vista». En un vibrante encuentro con el público que Sivan se negó a calificar como «Masterclass» («Prefiero la noción del maestro ignorante de Jacques Ranciére», explicó), el director lo ejemplificó a partir de su propia experiencia en sus dos primeras películas. En la primera, Aqat-Jaber: Vie de passage (mejor ópera prima en el festival Cinéma du réel 1987), Sivan confiesa: «Fui un poco ingenuamente al encuentro con el Otro, a darles voz e imagen a aquellos que no la tenían y que eran negados, los palestinos». Según Sivan, «el documental tradicional siempre tiende a ocuparse de los héroes o de las víctimas». Pero ya para su segunda película se dio cuenta de que si quería saber realmente por qué («¿Por qué? es la pregunta que nunca hay que dejar de hacer», dice) los palestinos eran las víctimas, tenía que cambiar el punto de vista y dar vuelta la cámara para enfocar a los victimarios.
Así nació una de sus documentales más controvertidos, Izkor, esclavos de la memoria (1991), en donde Sivan registró las distintas instancias de la educación en Israel, desde el jardín de infantes hasta el servicio militar, para descubrir de qué manera el Estado israelí «instrumenta y utiliza la memoria histórica como un arma, tanto para justificar sus crímenes como para intimidar a todos aquellos que tratan de criticarlo. La memoria puede convertirse en una herramienta para el crimen. E Israel nacionalizó la memoria: colonizó al judaísmo y chantajea al mundo con su sufrimiento. Y está cometiendo crímenes en nombre de la memoria, crímenes por los que no se siente culpable, porque esa memoria los justifica».
«Yo me formé en escuelas como las que se ven en la película -aclara Sivan-, pero no veo por qué, por el sólo hecho de ser israelí o judío, debiera merecer privilegios o derechos especiales. Hay que enfrentar al poder y el documental es una magnífica herramienta para hacerlo. El documental, en su mejor expresión, es contra-información, es contra-propaganda. Es capaz, o debería serlo, de desarticular el discurso establecido por el poder. El documental puede revisar la Historia, reverla y revelarla desde un nuevo ángulo, cambiando el punto de vista. En mi caso, como ciudadano israelí y gozando de todos los derechos que en un régimen de apartheid como el de Israel no todos tienen, es mi responsabilidad y es mi deber ejercer la crítica. Si no, lo que uno hace termina siendo colaboracionismo.»
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-24613-2012-03-16.html