Recomiendo:
0

Mi abuelo, un simple colombiano

Fuentes: Rebelión

Yo casi llegaba a adolescente cuando me doblé bruscamente un pie, saltando un charco que se había hecho frente a la casa por la lluvia. Dolor horrible, grito, llanto y pantano, pues terminé metido donde no quería. Mi abuelo, Pedro Nel Ospina, corrió en mi salvación. Luego de quitarme el zapato y la media, empezó […]

Yo casi llegaba a adolescente cuando me doblé bruscamente un pie, saltando un charco que se había hecho frente a la casa por la lluvia. Dolor horrible, grito, llanto y pantano, pues terminé metido donde no quería. Mi abuelo, Pedro Nel Ospina, corrió en mi salvación. Luego de quitarme el zapato y la media, empezó a tantearme el tobillo. Peores gritos y torrenciales de lágrimas. «¡Los hombres no lloran por tan poquito!», me dijo muy seriamente. Claro, como no era a él a quien le dolía. Mi madre veía con ternura e impotencia el sufrimiento de su bebé, en manos de ese insensible abuelo.

Pedro trajo una cajita que yo había abierto muchas veces al escondido, para olerla. Era ungüento «El Tigre». Después supe que en muchos hogares tenían ese producto, al ser utilizado como medicamento en aquellos barrios donde un médico era tan extraño como comer carnes tres veces a la semana. Ese día me lo pusieron en el pie; antes me lo habían aplicado en una picadura de zancudo un poquito infectada; las narices se destapaban luego de una evaporación con el ungüento, aunque los ojos lloraran del ardor.

El abuelo terminó de sobarme el tobillo con el producto mágico. Mi llanto solo paró cuando me puso una especie de venda, hecha con cualquier trapo viejo aunque no inservible. En estos barrios, algo es inservible cuando realmente ya no sirve para nada. Días después le pregunté al abuelo cómo había aprendido esas técnicas de curandero de huesos y ligamentos. Sin el menor rubor me contestó que sanando mulas. Es que fue arriero de verdad. Subió y bajó montañas conduciendo hasta 30 mulas cargadoras de café. Ganaba una miseria, pero le alcanzaba para mujeres y aguardiente. Comía en los galpones donde el patrón amontonaba a los trabajadores para dormir.

Su currículo decía que no había cumplido doce años y ya trabajaba en una mina de oro explotada por «gringos», cerca a Medellín. Sin ser aún mayor de edad, un día, mientras almorzaba arroz con fríjoles fríos, aparecieron el cura del pueblo y unos soldados. El de la sotana señaló a mi futuro abuelo y a otros tres adolescentes. Se los llevaron porque estaban obligados al servicio militar. Los seleccionados eran todos de padres militantes del partido Liberal. Tan sólo el cura podía saberlo porque en aquel entonces, y por muchísimos años, se anotaba la posible filiación partidista familiar al bautizar un niño.

Mi abuelo pasó casi siete años enrolado en el ejército. Bueno, enrolado es mucho decir, pues la mayor parte de ese tiempo estuvo en calabozos Desde el primer día de conscripto su única idea fue fugarse del cuartel, donde los oficiales eran tan fieles a los dirigentes conservadores como el cura: Se evadió en cuatro ocasiones.

La última deserción me pareció como para película. Llevaba apenas tres semanas de haber dejado el calabozo debido a la anterior fuga. El abuelo se fue robándose cinco gallinas metidas en un costal, un bulto de café y haciendo correr a una mula por entre el monte. Iba acompañado de la esposa de un sargento. La relación con la dama duro apenas unos días. Ella regresó arrepentida al hogar. Mi abuelo no le ofrecía ninguna seguridad material, tan solo una loca vida de escondite en escondite.

«Me cambiaron la cabeza de un cerdo robado por cinco botellas de aguardiente. Bebiendo la mitad de la primera ya había olvidado a la ingrata. La mula nunca me dejó y el café nunca me faltó».

Nadie sabe cuántos años vivió. Parece que muchísimos. Más de cien. Esa cantidad de años dieron testimonio de su pasión por la vida. Y desde que se acordaba era constante a las mujeres, al aguardiente, al café y al partido Liberal.

Ya de viejo no hablaba de política mientras bebía su infaltable licor. Sobrio, no dejaba de repetir que los problemas de Colombia eran culpa de los curas, los ricos y los gringos. No había estudiado, pero inteligente sí era. Un día tuvimos que agarrarlo porque salió, cuchillo en mano, tras dos evangelizadores rubios, que hablaban español como si fueran Tarzán. La verdad es que ellos huyeron a las carreras, no tanto por miedo a mi abuelo, sino por las piedras que les llovían de los vecinos.

Le faltaban muchos años para morir, pero un día estuvo «al borde del hueco», como decía. Era un domingo. El abuelo estaba tendido en la cama, ojos cerrados, boca entreabierta, pálido, rostro huesudo. El cura terminó la misa y llegó a casa. Los dejamos solos. Unos minutos después salió el hombre de la sotana con rostro compungido: «No hay nada que hacer. Ni balbucea. Partirá en cualquier momento», dijo, y se marchó después de pagársele el oficio. Entramos a la habitación. Miramos al moribundo. Este fue abriendo un ojo, luego los dos. Después habló con voz cansada: «Yo no tengo por qué confesarme a ningún cura hijodeputa». Y exigió que le limpiaran la unción con el óleo que el párroco le había puesto en la frente. «Me está quemando», dijo enojado.

En la noche expresó que quería hablarme a solas. Al oído me pidió que le consiguiera aguardiente, pues se moría de sed. Eso no se lo iba a negar nunca, así estuviera tomando medicamentos. De todas maneras le daban horas para morir. Al escondido entré su amado néctar. Le ayudé a levantar la cabeza y tres largos tragos se bebió como si fuera el más delicioso elixir. Me lo agradeció con ojos brillantes. Al día siguiente, a la madrugada, lo encontramos en la cocina preparando un café.

Era un perdido enamorado. El río Cauca, ancho y bravamente acaudalado en aquella época, separaba a dos pequeños pueblos campesinos. En uno vivía mi abuelo, aún solterón. Al otro lado del puente de hierro vivía una juguetona y coqueta, de largas trenzas negras y ojitos provocadores, que tenía al joven mozuelo postrado de amor.

Llegó la llamada «Época de Violencia», donde los dirigentes liberales y conservadores pusieron a pelear a sus humildes bases, para ellos quedarse con sus tierras. Sin ningún otro motivo, los dos pueblos se enemistaron a muerte. Así tenía que ser, porque en uno se defendía la bandera roja y en el otro la azul. De la noche a la mañana el puente dejó de ser transitado. A un extremo estaban los liberales que se alistaban a defenderse de los conservadores; al otro, los godos prestos a un descuido de los liberales para arrasarlos.

Pero durante muchas de esas noches, llegaba sigiloso mi abuelo hasta la orilla del río. Se desvestía todito. Metía la ropa en una bolsa plástica y la escondía entre los arbustos. Se lanzaba a desafiar la corriente, que en el centro del río zumbaba. Al otro lado lo esperaba esa linda campesina pronta a darle sus amores, en duelo de carnes partidarias del placer.

Hernando Calvo Ospina es periodista y escritor colombiano, residente en Francia y colaborador de Le Monde Diplomatique. Su último libro, traducido a seis idiomas, es «Calla y Respira», publicado en español por El Viejo Topo. Su página web: http://hcalvospina.free.fr/


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.