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Mientras el uso de medicamentos repunta, las medicinas contaminan el agua y la vida salvaje

Fuentes: Yale environment 360

Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez

Cuando en todo el mundo se venden medicamentos por un monto total de casi 800.000 millones de dólares, cada vez se libera en el medio ambiente una cantidad mayor de productos químicos. El movimiento por una «farmacia verde» pretende reducir el impacto ecológico de los medicamentos, que han causado muertes masivas de aves y han propagado agentes patógenos resistentes a los antibióticos.

La norma de que los medicamentos nuevos deben ser seguros para el consumo humano quedó consagrada en la normativa estadounidense en 1938, cuando un medicamento antibacteriano elaborado con un disolvente venenoso mató a cien niños. Ahora, equipados con todo un abanico de pruebas que indican que la salud humana y de los animales salvajes puede verse amenazada por los residuos químicos que se vierten en vías fluviales y otros lugares, un grupo cada vez más numeroso de ecotoxicólogos farmacéuticos y químicos medioambientales preocupados demandan la aprobación de otra norma para los medicamentos nuevos: que se diseñen para que respeten el medio ambiente.

El movimiento que reivindica una «farmacia verde», como ha sido apodado, ha ido creciendo a medida que las nuevas tecnologías han ido permitiendo a los científicos detectar la presencia de cantidades minúsculas de productos químicos en el medio ambiente, que ha revelado la dispersión generalizada de medicamentos de uso humano y veterinario por todo el planeta. En los últimos años, los científicos han encontrado residuos de más de 150 medicinas de uso humano y animal en entornos tan remotos como el Ártico. El 80 por ciento de los arroyos y casi la cuarta parte de las aguas subterráneas estadounidenses analizadas por el Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS, United States Geological Survey) han dado muestras de estar contaminados con multitud de agentes farmacéuticos.

Este tipo de contaminación va a empeorar a medida que aumente el apetito mundial de medicinas. La industria farmacéutica vendió en el año 2008 medicamentos por valor de 773.000 millones de dólares, más del doble de la suma alcanzada en el año 2000; y con el envejecimiento de la población y el abaratamiento continuo de los procesos de producción, se espera que la fabricación de medicinas aumente cada año entre un 4 y un 7 por ciento, al menos hasta el año 2013. Los estadounidenses adquieren más de 10 medicamentos con receta por persona y año y consumen, sólo de antibióticos, la cantidad estimada de 17 gramos: más del triple de la tasa de consumo per cápita de países europeos como Alemania. El ganado estadounidense consume mucho más, pues los ganaderos dispensan 11.000 toneladas de medicamentos antimicrobianos anuales, sobre todo para favorecer el crecimiento de los animales.

Cuando medicamos nuestro organismo, medicamos también inevitablemente el medio ambiente, ya que muchos fármacos pueden atravesar nuestro cuerpo y las depuradoras de aguas quedando prácticamente intactos. Y resulta difícil predecir dónde y cómo, sin que podamos imaginarlo, unas criaturas vulnerables pueden acumular dosis potencialmente tóxicas. Pensemos, por ejemplo, en el envenenamiento masivo que sufren actualmente los buitres en el sur de Asia a causa de unos analgésicos contra la artritis.

El diclofenaco, un medicamento antiinflamatorio muy popular contra la artritis, se vende en todo el mundo con más de tres docenas de nombres comerciales distintos, y se utiliza tanto en medicina como en veterinaria. En la India, los agricultores empezaron a administrárselo a las vacas y los bueyes a principios de la década de 1990 para aliviar las inflamaciones que pudieran afectar a la capacidad de los animales de suministrar leche o tirar de un arado. Enseguida, aproximadamente el 10 por ciento del ganado de la India albergaba en el hígado unos 300 microgramos de diclofenaco. Cuando morían, se enviaban a vertederos especiales para que las bandadas de buitres limpiaran los huesos. Era un sistema muy eficaz porque, a diferencia de los perros salvajes y las ratas, que transmiten epidemias, la abundante población de buitres del sur de Asia (estimada a principios de la década de 1990 en más de 60 millones de ejemplares), no era portadora de patógenos humanos y era resistentes a enfermedades bovinas como el ántrax.

Pero los buitres que se alimentaban de los cadáveres tratados con diclofenaco recibían una dosis del fármaco de unos 100 microgramos por kilo. Una persona con artritis necesitaría una dosis diez veces superior para percibir algún efecto, pero aquella bastaba para acabar con los buitres. Entre los años 2000 y 2007, la población de buitres del sur de Asia descendió un 40 por ciento cada año; en la actualidad, el 95 por ciento de los buitres leonados de la India y el 90 por ciento de los de Pakistán están muertos, debido principalmente al diclofenaco que los científicos han encontrado en sus tejidos corporales. Los científicos británicos y del sur de Asia que alimentaron de forma experimental a buitres en cautividad con búfalos tratados con diclofenado descubrieron que las aves sufrían un fracaso renal (todavía no saben por qué) y morían al cabo de pocos días de exposición al compuesto. Como la población de buitres ha descendido, la de perros salvajes se ha disparado, y los esfuerzos del gobierno indio por controlar la rabia que transmiten han empezado a venirse abajo.

Los gobiernos de la India, Pakistán y Nepal prohibieron el uso veterinario de diclofenaco en el año 2006, pero el medicamento todavía no ha desaparecido de los tejidos animales. Y el año pasado los científicos descubrieron que otro fármaco contra la artritis, el ketoprofen, es igualmente mortal para las aves.

Aunque el envenenamiento de los buitres es un hecho dramático, no es el único impacto preocupante de la medicación sobre el medio ambiente. Los científicos han descubierto un conjunto de efectos adversos en los animales salvajes expuestos a residuos farmacéuticos, desde anomalías reproductivas hasta el nacimiento de crías menos sanas.

Se ha descubierto, por ejemplo, que los hábitats de agua dulce de todo el mundo están contaminados con el estrógeno sintético utilizado en la píldora anticonceptiva, el etinilestradios. Aunque las concentraciones descubiertas giran habitualmente en torno a los 0,5 nanogramos por litro de agua, también se ha informado de que otras veces ascienden a varios centenares de nanogramos por litro. Un voluminoso corpus de pruebas ha vinculado esta contaminación con el exceso de feminización de los peces. Según un estudio, científicos de los gobiernos estadounidense y canadiense contaminaron deliberadamente un lago experimental de Ontario con unos 5 nanogramos de etinilestradiol por litro y estudiaron los efectos causados sobre la población de piscardos de cabeza grande, una variedad común de peces que se capturan como la trucha lacustre americana y sirve de alimento a los lucios. Los piscardos suelen alcanzar la madurez sexual a los dos años, y sólo disfrutan de una estación de apareamiento antes de perecer. Cuando se los expuso al etinilestradiol, el desarrollo testicular de los piscardos se interrumpió y empezaron, en cambio, a producir huevos prematuros. La temporada de apareamiento de aquel año fue catastrófica. Al cabo de dos años, la población de piscardos había descendido estrepitosamente.

Según David Skelly, un ecólogo de la Universidad de Yale que en la actualidad está investigándolo, el reciente descubrimiento en Nueva Inglaterra de una concentración mayor de ranas hermafroditas en las vías fluviales urbanas y suburbanas, en comparación con zonas agrícolas inalteradas, ha llevado a sospechar que los estrógenos sintéticos pueden estar causando un efecto igualmente perturbador en los anfibios.

La medicación que contamina nuestro medio ambiente también podría estar afectando a la salud humana. La presencia continuada de antibióticos en el medio ambiente puede estar acelerando la aparición de patógenos resistentes y muy difíciles de controlar. Las bacterias comparten genes en muchas especies y, por tanto, el aumento de la resistencia a un medicamento en una especie puede transferirse a otra especie más patogénica. Como se podía sospechar, los científicos han descubierto que las poblaciones de bacterias resistentes a fármacos son mucho más habituales en entornos donde se han utilizado mucho. Por ejemplo, en muestras extraídas de granjas de vacas lecheras en las que se trata al ganado, y de lagos que reciben vertidos de hospitales, las bacterias resistentes a antibióticos son un 70 por ciento más frecuentes que en entornos sin contaminar. Las instalaciones que deben tratar este tipo de residuos antibióticos utilizando el metabolismo de las bacterias para tratar las aguas contaminadas se convierten en «maquinaria de selección de bacterias resistentes», afirma el profesor Joakim Larsson, fisiólogo de la Universidad de Göteborg.

Las evidencias experimentales indican que el brebaje hecho a base de medicamentos, pesticidas y otros residuos químicos podría desencadenar en el medio ambiente una sinergia que causara efectos adversos sobre la vida salvaje. Los científicos han tratado de reproducir las consecuencias de este tipo de mezclas investigando el impacto de las combinaciones de compuestos que suelen encontrarse juntas en el medio ambiente; analizando, por ejemplo, los efectos que causan los residuos de fluoxetina, un antidepresivo, y ácido clofíbrico, un herbicida. Han descubierto que una concentración baja de fluoxetina no tiene consecuencias sobre las dafnias y otras variedades de pulgas de agua. Tampoco las tiene el ácido clofíbrico a baja concentración. Pero si se expone a las pulgas de agua a ambos compuestos, la mezcla mata a más de la mitad.

De manera similar, las pulgas de agua no padecen ningún efecto adverso si se exponen a una concentración baja de los antibióticos eritromicina, triclosán y trimetoprim, por separado. Pero si se exponen a los tres al mismo tiempo, los científicos han descubierto que se altera la proporción de ejemplares de cada sexo.

Este tipo de impactos pueden intensificarse con las alteraciones climáticas, sobre todo en los países pobres y desérticos. Es más probable que los países con escasez de recursos y agua reciclen las aguas residuales para potabilizarlas, concretamente a medida que las zonas en que se encuentran vayan volviéndose más áridas, lo que aumentará la concentración de productos químicos y agentes contaminantes. «El problema está adquiriendo más intensidad», señala Klaus Kümmerer, químico medioambiental de la Universidad de Friburgo y destacado defensor del movimiento por una farmacia verde. «Podríamos ver cerrarse el ciclo y los compuestos podrían enriquecerse.»

Los toxicólogos medioambientales coinciden en que, si bien muchos de los efectos adversos que han encontrado en la vida salvaje han sido leves, no hay nada que impida que el envenenamiento por fármacos produzca en otros lugares muertes masivas similares a la de los buitres. «La de los buitres habría sido muy difícil de predecir», señala Mitchell Kostich, que investiga en la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA, Environmental Protection Agency) los riesgos ecológicos de los productos químicos. «¿Vamos a ser capaces de predecir casos similares?»

Dado el estado actual de los conocimientos y la infraestructura normativa de nuestros días, seguramente no. El diclofenaco se introdujo a mediados de la década de 1970, antes de que las autoridades sanitarias estadounidenses o europeas exigieran una evaluación de impacto ambiental a los medicamentos nuevos. Hoy día, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, Food and Drugs Administration) no exige a los laboratorios farmacéuticos aportar una evaluación de impacto ambiental nada más que si tienen previsto producir más de 40 toneladas de una medicina. En el año 2008, de un total de más de 10.000 solicitudes de medicamentos nuevos sólo hubo que presentar 20 de estos expedientes. Y la FDA sólo exige realizar este tipo de evaluaciones sobre la producción de un único fabricante, no para determinar el volumen total del medicamento que se puede fabricar o verter al medio ambiente.

Aun cuando se hubiera exigido la presentación de un informe de impacto ambiental global, es poco probable que se hubiera detectado el efecto del diclofenaco sobre los buitres. Las pruebas de toxicidad en animales salvajes se suelen realizar sobre especies acuáticas, pues se presupone que la mayor parte de los riesgos de exposición ambiental a agentes farmacéuticos se producirá en las vías fluviales. La especie a la que más se suele recurrir para realizar este tipo de pruebas es el crustáceo dafnia, también conocido como pulga de agua. «Si causa algún efecto sobre la dafnia, puede causarlos también en otros organismos», señala Kümmerer. «Pero no hay ningún organismo que sea el más sensible. Los organismos escogidos para los ensayos buscan el equilibrio entre la sensibilidad, la facilidad para criarlos en laboratorio y la disponibilidad.»

Y algunas especies, como los buitres euroasiáticos, manifiestan reacciones peculiares. «Las gallinas pueden ingerir diclofenaco y no padecer ningún efecto», apunta John Sumpter, ecotoxicólogo de la Universidad Brunel. También podría suceder así con los buitres americanos, que parecen ser misteriosamente inmunes al medicamento. Y ni la normativa de la FDA, ni la de la Unión Europea facultan a las autoridades sanitarias a prohibir un medicamento de uso humano basándose exclusivamente en criterios medioambientales.

Mientras que los científicos de la EPA y la USGS confian en averiguar qué productos químicos son los más peligrosos para el medio ambiente y contribuir a que las instalaciones de tratamiento de aguas aprendan a analizarlas y depurarlas, los defensores de la farmacia verde como Kümmerer demandan que se establezca un marco completamente nuevo para la producción de medicamentos. Sostienen que los laboratorios, en lugar de buscar los compuestos más potentes y duraderos desde el punto de vista biológico (las curas milagrosas que desde hace tanto tiempo representan el Santo Grial de la farmacología), deberían producir medicamentos que sean «benignos por defecto», así como tener en cuenta el impacto ambiental antes de comercializar fármacos nuevos. Este enfoque podría culminar en la creación de una nueva categoría de «medicamentos verdes»: unos compuestos que se degradan con facilidad y rapidez en los entornos en los que inevitablemente acaban desembocando.

Kümmerer señala que los laboratorios ya se apresuran a reducir los residuos en el proceso de producción, ya que les supone un ahorro de dinero y de energía. Pero para convencerlos de que tengan en cuenta el impacto ambiental de un medicamento es muy probable que sea necesario establecer incentivos adicionales. Uno establecido por la Agencia Europea del Medio Ambiente en el mes de enero supondría ampliar la protección de las patentes de medicamentos que sean seguros, eficaces e inofensivos desde el punto de vista medioambiental.

Como sólo eso representaría un impulso firme a los márgenes de beneficio, podría revelarse como un incentivo poderoso para los laboratorios, y podría contribuir a desatar una nueva generación de medicamentos verdes más fáciles de degradar. Sin embargo, este tipo de fármacos no será tan fácil de almacenar y distribuir como las medicinas actuales. Lo más probable es que haya que envasarlos en botellas opacas y requieran refrigeración, pues serán más sensibles a la luz solar y el calor. Y, de todas formas, luego nos corresponderá a nosotros, los pacientes, escogerlos… y curarnos sin hacer enfermar al medio ambiente.

Fuente: http://e360.yale.edu/content/feature.msp?id=2263