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Migrantes y chilenos de allá y de acá

Fuentes: Rebelión

Estocolmo, Suecia, 1989. La primera palabra que conocí en el idioma sueco fue hink. El cocinero tomó en cuenta mi cara de espanto cuando me vi solo en el lugar en que se lavan los platos en el elegante Bern`s Salonger, en pleno centro de Estocolmo. Y el rubio cocinero luego de buscar el mismo […]

Estocolmo, Suecia, 1989.

La primera palabra que conocí en el idioma sueco fue hink. El cocinero tomó en cuenta mi cara de espanto cuando me vi solo en el lugar en que se lavan los platos en el elegante Bern`s Salonger, en pleno centro de Estocolmo.

Y el rubio cocinero luego de buscar el mismo lo que necesitaba, levantó un balde metálico y me dijo, risueño: ¡hink!

Fueron varios años de trabajar en las cocinas de innumerables restaurantes de Estocolmo, mezclado con otros lavadores de platos, ecuatorianos, peruanos, bolivianos, uruguayos. Algunos suecos, entre hueveo y mala onda, nos llamaban cabezas negras, por nuestras chascas oscuras.

Casi todos esos cabezas negras huían tanto de la persecución de las dictaduras, por entonces cada país del continente tenía la suya, como de la pobreza que igual castiga, aunque no fusile.

El pueblo sueco es generoso, culto y solidario. Suecos han caído combatiendo en innumerables guerras muy lejos de sus tierras. Y suecos han sido personajes que han arriesgado sus vidas para salvar la de perseguidos, como Harald Edelstam, sin ir más lejos.

Lo que quiero decir es que en esas lejanas tierras aprendí a ser extranjero y pude saber de vez en cuando, muy contadas veces, lo que se siente cuando uno está de más en un país al cual no fue invitado.

En esas cocinas de lujosos restaurantes supe lo que era no ser de ahí. Un advenedizo ignorante que no sabía el idioma y que se asombraba de cosas que allá eran comunes. Pero, como digo, eso pasaba muy raras veces, porque en ese tiempo era mal visto el racismo en ese país.

Quizás el legado de Olof Palme, el sueco buena onda que quería vivir en un país tan desarrollado, en el cual no fuera necesario que su primer ministro anduviera con escoltas. Sería asesinado por nunca se supo quién o qué.

Pero de vez en cuando, uno que otro, se tomaba un poco de tiempo para hacernos saber que éramos unos intrusos en un país que no nos pertenecía.

Entonces adquirí un aprendizaje fundamental del que jamás me he despegado: supe que soy tan peruano como cualquiera nacido en Chimbote, boliviano tal si fuera de Santa Cruz de la Sierra, yorugua venido del mismo Montevideo y argentino de Villa La Angostura.

Santiago de Chile, 2016.

Criminales, eludidos de la justicia y coludidos en la ganancia inmoral, prófugos por la falta de hombría de quienes debieron procesarlos, egoístas escasos de valores, siúticos copiones, migajas de seres humanos, componen el coro de sinvergüenzas que claman por castigar al extranjero.

Ignorantes que ven en el migrante un enemigo. Acomplejados que temen del color diferente, del acento de otro lado. Seres humanos baratos, gente poca cosa.

Creyentes que traicionan al Nazareno en cada misa y padrenuestro.

En este país hecho por inmigrantes, quieren desterrar a los inmigrantes. En este país hecho de prófugos de otras tierras quieren convencernos de la existencia de una raza chilena. Y más les gustaría el elegante Sena o el romántico Danubio, que el rasca Mapocho.

Un día conocí un par de esa gente.

Lavaba platos en el magnífico Teatro Dramático de Estocolmo, el Dramaten, y era el magnífico verano sueco. Enfrente del teatro atracan barcos de todas magnitudes, llenos de turistas. Algunos subían al café del teatro.

Me avisan a la cocina que una pareja no entendía ni sueco, ni hablaba inglés y necesitaban traductor en español. Era una risueña pareja joven, evidentemente chilena. Elegantes, distinguidos, hermosos, rubios, tostados por el sol, identificados como pasajeros de uno de los transatlántico del muelle que navegaba por el Báltico.

Hola cómo les va, saludé en perfecto chileno de Santiago mientras secaba mis manos con el delantal de cocinero que usaba. Pero tú eres chileno, me dijo él, perplejo. Si, le respondí, y soy el lavaplatos. La turbación de la elegante y bella pareja fue súbita. ¿Pero tú eres el traductor?, preguntó ella. Si, le dije, y entonces ¿qué quieren?

Se fueron. Los miré bajar la escalera de mármol del teatro dejando un taconeo decepcionado que reverberó por unos segundos en los centenarios muros del noble Dramaten.

Y qué querían, me preguntó la sueca del mesón. Y no supe qué responderle.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.