Sin duda, para la relativa indiferencia postmoderna resultaría ahora inimaginable. Pero las pasiones que encendió la guerra civil española continuaron vigentes durante muchas décadas y en todo el mundo. Es que la heroica y espontánea resistencia del pueblo español contra una de las primeras agresiones del fascismo, y la concomitante ilusión de estar construyendo un […]
Sin duda, para la relativa indiferencia postmoderna resultaría ahora inimaginable. Pero las pasiones que encendió la guerra civil española continuaron vigentes durante muchas décadas y en todo el mundo. Es que la heroica y espontánea resistencia del pueblo español contra una de las primeras agresiones del fascismo, y la concomitante ilusión de estar construyendo un mundo mejor (que parecía literalmente al alcance de la mano en aquella segunda mitad de la década de los treinta), asociadas con las originales y emocionantes características peculiares del caso, convirtieron a ese acontecimiento no sólo en legendario sino directamente en mitológico.
El niño Miguel Hernández |
Dentro de esas peculiares circunstancias, el decidido y casi unánime alineamiento de una más que brillante generación de escritores, artistas e intelectuales en defensa de la legalidad republicana, fue otro dato significativo que también tuvo su resonancia favorable prácticamente en el mundo entero. Que no pocos de ellos hayan pagado con su vida y muchos más con el exilio aquella ejemplar decisión, no dejó de agregar buena leña al gran fuego. Y que lo digan si no el sacrificado García Lorca, tronchado en mitad del camino de su vida, o Antonio Machado, agonizando desterrado, en Collioure, a pocos pasos de la recién traspasada frontera francesa.
Pero quizás nadie como Miguel Hernández encarna -a mi modesto entender- en vida y obra, la profunda relevancia de aquellos hechos. Auténtico hijo del pueblo, humilde pastor en su Orihuela natal (1910), sin ninguna premeditación ni posibilidad alguna de preparación previa, sintió crecer en su interior la riqueza entonces todavía viva, corriente, saludable e irresistible de la lengua de todos, tan de uno, y así pudo ofrecernos unas primicias donde se vuelve a respirar el temple y el esplendor del Siglo de Oro, devolver al soneto su frescura abrumada por antiguas glorias y reavivar el auto sacramental que querían congelar en venerable.
Cuando llegó la hora, sin pensarlo dos veces, instintivamente, se colocó del lado del pueblo, pero no se limitó -como tantos- a las declaraciones, y eligió -como muchos, y no sólo españoles- la primera línea de fuego. Pagó su precio, y después de haberse salvado casi milagrosamente de la pena de muerte ya dictada, y tras haber sido paseado por todas las prisiones del régimen, su breve existencia fue finalmente apagada por la tuberculosis el 28 de marzo de 1942, en la cárcel de Alicante.
Una vida tan limpiamente entrelazada con su época, con su gente y con su tierra, hasta el punto de correr el riesgo de volverse emblemática e integrada a la vez como vimos en un mito mayor, no podía evitar que su alta voz pareciera quedar presa de las circunstancias. Algo similar le ocurrió a César Vallejo, ese indoamericano que también murió prácticamente de amor a la España desangrada, y en uno y otro caso muchos fueron los que de ambas obras sólo alcanzaron a percibir -desde uno u otro enfoque- apenas su vertiente digamos exterior o la forma en que ello condicionaba su propia percepción, sin lograr advertir, conservando por supuesto su autenticidad y sus razones, que había allí también vertientes más fecundas y no menos nutritivas.
«Yo no quiero más bienes/ que tu persona», me dice repetidamente uno de los grandes cantaores del flamenco. Y en la hondura del cante alto la palabra, sin dejar de ser auténticamente popular, se hace sentimiento vivo, que se transmite más por empatía que por mero concepto. De idéntica manera, pero a un nivel que se me hace acaso superior, por belleza y dominio, el pobre Miguel Hernández, internado en la cárcel franquista, derrotado, separado de su mujer y de su primer hijo muerto, y que no conoce al nuevo hijo recién nacido (al que dedicará las imborrables, indelebles Nanas de la cebolla, como casi todo lo suyo también ligado con una circunstancia significativa, la de sólo tener eso para comer), pudo decir, magníficamente: «Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío», logrando así hacer relampaguear en esos papeles escritos a escondidas de sus guardianes, entre 1938 y 1941 (que Argentina tuvo el honor de ver editados por primera vez en 1958, por la editorial Lautaro y al cuidado del poeta paraguayo Elvio Romero) aquellos intensísimos momentos de lenguaje encarnado que constituyen el Cancionero y Romancero de ausencias.
Recitando sus poemas en el frente de Extremadura |
No era la primera ocasión que Miguel Hernández, prohibido en su patria por la censura franquista, alcanzaba a ser publicado en Buenos Aires. Recuerdo la milagrosa edición de El rayo que no cesa, incluyendo su primigenio El silbo vulnerado, que en 1949 su amigo y protector José María de Cossío logró hacer publicar por Espasa Calpe Argentina, y la segunda pero en realidad primera versión circulante del sintomático Viento del pueblo (cuya tirada original, de 1937, se distribuyó en el frente), que también Lautaro lanzó aquí en 1956.
Entre el resplandor de sus primeros poemas como labrados intuitiva pero certeramente en el cuerpo del idioma, y la evidencia flagrante y comunicativa de los textos encendidos por el aire de su época, esos papeles que constituyen su Cancionero y Romancero de ausencias, rescatados del presidio, reconcentrados quizá por ello en su deslumbrante e intensa brevedad, pero en realidad probablemente enfrentados de forma ineludible, y por lo tanto escueta, con la dimensión trágicamente deslumbradora de su destino, resuenan todavía con lumbre inextinguible. Desde Quevedo no recuerdo haber experimentado intensidad ni identidad mayores de sonido y sentido, de lenguaje y perspectiva, a la vez decididamente carnal y hondamente metafísica, que la de ese sucinto texto que comienza «Menos tu vientre/ todo es confuso», que en términos de poesía me animaría a defender como uno de los de mayor alcance de la lengua. Y que no hacen sino certificar la deslumbrante claridad que irradia por lo general todo el conjunto.
Es como si desde el fondo de las cárceles que pretendieron negarlo, enmudecerlo, y más allá de las legítimas pasiones de los hombres de su tiempo, en las que supo tomar partido decididamente por los desheredados, un resplandor generoso y general se hubiera hecho carne finalmente en la voz de este «hijo de la luz y de la sombra». Y si así fuera, ¿seremos capaces de estar a su altura, de encendernos en su luz contagiosa, o preferiremos quedarnos apenas con sólo una u otra porción de su enorme transparencia?