El rescate de la UE ha hecho que pase, injustificadamente, a segundo plano la lucha de los mineros. Obligados estamos –parece– a rescatarla, y ello aunque resulte difícil evaluar cuál es la intensidad del debate que han suscitado, en los últimos días, y en el mundo que resiste, las protestas correspondientes. En esas condiciones, y […]
El rescate de la UE ha hecho que pase, injustificadamente, a segundo plano la lucha de los mineros. Obligados estamos –parece– a rescatarla, y ello aunque resulte difícil evaluar cuál es la intensidad del debate que han suscitado, en los últimos días, y en el mundo que resiste, las protestas correspondientes. En esas condiciones, y aunque uno corre el riesgo de otorgar relieve excesivo a lo que probablemente no lo tiene, no me queda más remedio que apuntar una intuición: algo hemos hecho mal todos cuando no parece que tengamos otra cosa que discrepancias sobre cuestiones de fondo.
Empezaré diciendo lo que creo que es, en estas horas, lo principal: sobran los motivos para apoyar, con todo lo que esté a nuestro alcance, la protesta minera. ¡Faltaría más! Si en todas partes intentamos hacer frente a agresiones y recortes, cómo habría de faltar nuestro apoyo a quienes, en el mundo de la minería, denuncian los efectos de unas y otros. Señalado eso, que repito es lo principal, no queda más remedio que pronunciarse sobre algunas disputas que están en la trastienda. Estoy pensando ante todo, claro, en la que se pregunta por la actitud –no de ahora: de siempre– que la resistencia minera ha asumido en relación con una cuestión tan vital como es el respeto del medio natural y los derechos de las generaciones venideras. Tengo la impresión –la certeza, por mejor decirlo– de que las protestas de estas horas apuntan directamente al legítimo propósito de garantizar salarios y preservar puestos de trabajo. Pero, aunque no ignoro la delicadísima situación de muchas familias, echo de menos, inequívocamente, algo más.
Algunos compañeros me dicen que, aun compartiendo mi preocupación por el silencio que la dimensión ecológica de la crisis provoca en el movimiento minero, no es éste el momento para airear esas desavenencias. Puede que tengan razón. Pero me veo obligado a preguntar cuándo llegará, entonces, ese momento. Llevamos treinta años con la misma trifulca. Primero fueron las discrepancias que el futuro de la industria militar levantó entre nuestros pacifistas y lo que hoy llamamos sindicatos mayoritarios; los primeros reclamaban el cierre de las fábricas correspondientes, en tanto los segundos exigían, sin más, que se preservasen los puestos de trabajo. Luego llegaron las disputas en lo que hace a una sangrante industria, la automovilística, descaradamente subvencionada por los sucesivos gobiernos españoles. Ahora nos topamos con una discusión –creo yo que insorteable– sobre el porvenir de muchas de las industrias extractivas, lamentablemente lesivas para el medio natural y no menos lamentablemente vinculadas con un estilo de vida insostenible (el nuestro, claro, no el de los mineros). Cuando se me dice que la revuelta de hoy obedece al propósito de exigir que se cumpla lo que nuestros gobernantes dieron por bueno años atrás, quiero preguntarme si no es prudente discutir eso que unos y otros acataron.
También he oído con frecuencia estos días que la responsabilidad en lo que se refiere a la sinrazón de buena parte de la actividad extractiva no es de los trabajadores de ésta, sino de las empresas o, más aún, del sistema. Me gusta poco el argumento. Si, como productores o como consumidores, acatamos las reglas del juego que impone ese sistema, somos al cabo corresponsables de la lógica de éste. Y estamos renunciando a la tarea de transformar la realidad. Cuando algún colega, de buen tono, ha sugerido que entre los ecologistas no faltan las gentes que, obsesionadas con el medio natural, han olvidado lo que significa la lucha social de siempre, no me queda más remedio que darle la razón. Para a continuación preguntarme, eso sí, cuántos son los trabajadores que, a más de mantener viva esa lucha social, muestran conciencia plena y consecuente en lo que respecta a nuestros deberes con el planeta y con las generaciones venideras. Todos somos parte del sistema que padecemos, y no sería saludable que olvidemos que nuestra conducta no siempre está a la altura de las circunstancias.
Otra cara de la discusión de estos días la ofrece una colisión, sospecho que un tanto artificial, entre el 15-M y los mineros. En algún caso intuyo que nace de un malentendido. No le daré mayor relieve a las frases proferidas por algunos mineros que, ante la policía, consideraron conveniente afirmar que no eran como esos pacifistas del 15-M. Y no se lo daré porque no lo tiene, aun cuando me parece que lo suyo es recordar que lo que los periodistas llaman indignados no son moco de pavo. No está de más que recuerde al respecto lo que con mucho tino nos dice Raimundo Viejo: «Estudiantes e indignados, contrariamente a esa flipada de los mineros que rula por la red, no sólo consiguieron echar a los mossos de plaça catalunya; lo hicieron, además, sin necesidad de cohetes, dinamita, capuchas, ni toda la parafernalia: puro aikido de la multitud».
Me preocupa más la actitud de quienes, las más de las veces desde fuera –ni son mineros ni son quincemayistas–, han procurado airear eventuales diferencias entre unos y otros. Estas gentes, claramente sobrepasadas por lo que el 15-M ha acabado por suponer, parecen decididas ahora a recuperar el terreno perdido y escudarse detrás de los mineros. Por fin la clase obrera habría reaparecido para dejar a cada cual en su sitio y, de forma más precisa, para revelar bien a las claras la condición de un movimiento, el del 15 de mayo, en el que faltan la conciencia de eso, de clase, y la voluntad de transformación revolucionaria.
¡Caramba! Bien puedo imaginarme la reacción de un indignado que lo esté de verdad: sean cuales sean las carencias del 15-M –le preguntará al avispado zorrocotroco de turno–, ¿desde qué púlpitos hablarán estas gentes que ahora me ocupan? ¿Será que los mineros, legítimamente entregados a la tarea de defender empleos y salarios, están a punto de tomar el Palacio de Invierno? ¿Lo harán con ellos las direcciones, entumecidas, de CCOO y UGT, luego de aceptar, durante decenios, lo inaceptable? ¿Escucharemos por fin que reaparecen las palabras alienación y explotación en el lenguaje sindical al uso? ¿Nos llegará algún mensaje que invite a concluir que el objetivo de acabar con el capitalismo empieza a recobrar peso? ¿Tendremos conocimiento de alguna iniciativa en la que la palabra autogestión revele bien a las claras la perspectiva de superar el mundo del trabajo asalariado y la mercancía? En fin, ¿recibiremos noticias de que la conciencia de los límites medioambientales y de recursos del planeta invita a poner sobre la mesa otros valores y otras actitudes?
No conviene que nos engañemos. La protesta minera es un interesantísimo ejemplo de que algo empieza a explotar entre nuestros trabajadores. Y el 15-M refleja bien a las claras que una parte de la gente ha empezado a percatarse de lo que tenemos entre manos. Hagamos lo que esté a nuestro alcance para acercar posiciones. Y consigamos al respecto, en particular, dos cosas. Por un lado, que el 15-M rompa definitivamente con los espasmos meramente ciudadanistas que siguen operando en su interior. Y por el otro que cada vez sean más los trabajadores que se sumen a la tarea de una resistencia frente al capitalismo que incorpore los valores de la autogestión, la lucha antipatriarcal, la contestación antiproductivista y el internacionalismo solidario. Tarea no nos va a faltar.
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