Los gélidos vientos que recorrieron Europa hace ya unas décadas han vuelto a reaparecer. Personajes como Aznar o Berlusconi, tragados por la historia después de liderar estados-bandera, tienen reemplazo. Otros, Putin entre ellos, continúan su imparable marcha hacia el absolutismo. La llegada de Sarkozy al Eliseo ha servido para que esa derecha, extrema en la […]
Los gélidos vientos que recorrieron Europa hace ya unas décadas han vuelto a reaparecer. Personajes como Aznar o Berlusconi, tragados por la historia después de liderar estados-bandera, tienen reemplazo. Otros, Putin entre ellos, continúan su imparable marcha hacia el absolutismo. La llegada de Sarkozy al Eliseo ha servido para que esa derecha, extrema en la mayoría de las ocasiones, se rearme ideológicamente con el mismo discurso que escupieron sus antepasados en los años 30 del siglo pasado.
La ambición de personajes como Sarkozy, unido a la debilidad general de la izquierda europea, lastrada por la historia del estalinismo soviético y una lectura ligth de lo político, nos presenta un futuro temible para la humanidad que se ubica en éste llamado Viejo Continente.
Sarkozy acaba de inventar y dar naturaleza a un Ministerio de Identidad Nacional que acoge, asimismo, a la «inmigración», la «integración» y el «desarrollo». Impresionante introducir en un mismo saco a la «inmigración» (ya conocemos su opinión) y a la identidad nacional (francesa). ¿Se imaginan que hubiera hecho una declaración conjunta por los derechos de la mujer y por la salvaguarda de las ballenas? Lo que ha realizado, efectivamente, es encajar en un mismo apartado temas que no tienen nada que ver entre sí, a no ser que por su mente (que es lo que temo) pasen intenciones xenófobas y filofascistas, es decir definir lo propio como contraposición al vecino.
Valga como advertencia por mi parte el avance siguiente: que un estado instituya un Ministerio de Identidad Nacional tiene un significado político que provoca sudores fríos. A nadie se le escapa que identidades nacionales como la española y la francesa fueron imposiciones políticas y que sus teorizaciones correspondieron a los momentos más sórdidos de su trayectoria. La España de Franco o la Francia de Pétain llenaron sus discursos de patriotismo y las cunetas de disidentes.
Esa España franquista manejó su identidad nacional con aspectos que tenían que ver con la religiosidad (incluida la delegación divina de su gestor), la militarización de la sociedad y la exclusión de su oposición (lo que ha llegado por cierto hasta nuestros días de una manera tan palpable que produce incredulidad; estamos en la época de los derechos humanos, sin ellos). España, una y grande, decía el subtítulo de su escenificación. Exclusión y tamaño. O lo que es igual: Monopolio de las ideas e Imperio.
La noción de Francia, asimismo, aportó a su peuple français lo habitual, libros, óperas, canciones y la herencia histórica de sus grandes carniceros: Carlomagno y Napoleón. Una versión calcada de la España de los Reyes Católicos. Pero en ambas ocasiones, sobre todo en la francesa, el impulso de un modelo político ha estado ligado a la construcción de su identidad nacional. Me han adivinado el pensamiento. Efectivamente, ese modelo, y Sarkozy no andará lejos cuando su ministro identitario y colaborador más cercano Brice Hortefeux (por cierto hijo de banquero, una gran pista), anuncie sus líneas maestras. Es el modelo del Imperio. Barnizado, porque para algo el siglo XXI nos ha demostrado que el barniz, en política, lo es todo.
¿Por qué Francia no puede tener un camino identitario propio sin recurrir a la exclusión y al Imperio? La respuesta es sencilla: dejaría de ser Francia. Recordarán el papel lamentable de las autoridades francesas (frentepopulistas por otro lado) ante la guerra civil española y el éxodo de republicanos. La entrega de miles de refugiados, algunos de los cuales luego fueron fusilados por Franco. Poco más tarde, cuando vieron las barbas del diablo cercanas, echaron la culpa al comunismo.
El famoso Decreto Sérol (preparado por un socialista a comienzos de abril de 1940) prohibía el comunismo y enviaba a la clandestinidad a sus diarios, pero también abría la posibilidad de condenar a muerte a todo aquel que animara a la «desmoralización de la nación». Poco después, los alemanes de Hitler invadieron el territorio francés, en un plazo sorprendente, y hasta el máximo líder de la oposición, Charles de Gaulle, creó el llamado Consejo Nacional del Imperio. No podía ser un consejo nacional vasco, como el de Manuel Irujo, o checo o yugoeslavo, que los hubo. Debía de ser un Consejo Imperial. Todo un síntoma.
Hace unos días recorrí emocionado las sendas sombrías del cementerio Pére Lachaise, en París, donde murieron acribillados los últimos resistentes de la Comuna y donde reposan los restos, al menos en recuerdo, de los deportados a los campos de exterminio, de los resistentes a la invasión nazi, entre ellos los «extranjeros» del Affiche Rouge (armenios, rumanos, españoles, judíos…), de los brigadistas internacionales que dejaron su vida combatiendo al tirano. Donde yacen los huesos de Largo Caballero, Paul Lafargue, Laura Marx… Perdí el día buscando tumbas y recuerdos enterrados pese a que en la entrada del cementerio (atracción turística de menor rango, pero atracción al fin y al cabo) se ofrece al visitante un volante con las lápidas más ilustres: Moliere, Chopin, Óscar Wilde, Edit Piaff… y todos los padres de la identidad francesa, generales, matarifes, soldados del Imperio en Argelia, colonizadores de Túnez, etc. Y ninguna cita a los combatientes de la libertad, a los comunistas o anarquistas. Por simplificar y para que el lector atrape mi idea de un plumazo: la publicidad me llevó a Thiers, verdugo de los revolucionarios de la Comuna, mientras no lograba pillar la historia de los comuneros.
El verano de París está siendo extraño. Vientos, lluvia y noches insolentes. Es un síntoma, el otoño nos está haciendo una mala jugada y ha metido la nariz donde no le llaman. Sarkozy habló en campaña de una supuesta depreciación de la identidad francesa, como si la misma fuera un valor cotizado en bolsa. ¿O será así? A priori. Y luego, a posteriori, anunció el nuevo ministerio identitario. No tengo demasiadas dudas sobre sus intenciones, más aún cuando notables tránsfugas se han sumado al proyecto. Es un proyecto nacional, como el frente que ha sustituido. Sarkozy va a recuperar el «Nosotros» para demonizar a los «Otros».
No inventa. Hitler, Franco, Pétain, Reagan, Bush, Aznar… los padres de los proyectos basados en la negación del Otro. Anticomunismo (léase ahora Antiterrorismo), vuelta de valores fundamentalistas, incursión de lo religioso en lo civil, racismo, control exhaustivo de la vida cotidiana… es decir ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Me contaron en París redadas meses atrás en las escuelas para detener a niños de semblantes coloridos, me hablaron de la paliza de un policía a un inmigrante en un avión que lo «devolvía» a su país. Leí en su prensa el proyecto de instalar millones de cámaras por el país. Supe que el futuro que fabrica Sarkozy está destinado a sus ciudadanos de primera. Y que su ministerio de Identidad Nacional ya ha preparado una declaración de identidad. Negando a los de segunda, flotarán los de primera. Un fantasma recorre Europa, y no es el del comunismo como afirmaban Marx y Engels, sino el del fundamentalismo. George Orwell lo describió en 1948, bailando los dos últimos números. Y el tiempo ha llegado.