En los últimos años se ha generalizado en nuestro país el mito de que las nuevas Constituciones generan cambios políticos y sociales de envergadura, cuando es al revés: son los cambios políticos y sociales de envergadura los que generan nuevas Constituciones. Y cuando dichos cambios van en beneficio de una minoría son habitualmente impuestos por la violencia y consagrados en Constituciones no democráticas.
En los últimos años se ha generalizado en nuestro país el mito de que las nuevas Constituciones generan cambios políticos y sociales de envergadura, cuando es al revés: son los cambios políticos y sociales de envergadura los que generan nuevas Constituciones. Y cuando dichos cambios van en beneficio de una minoría son habitualmente impuestos por la violencia y consagrados en Constituciones no democráticas.
Así fue cuando las facciones oligárquicas más conservadoras y centralistas (“peluconas”) se impusieron a las más liberales (“pipiolas”) en la batalla de Lircay en 1831, aprobando luego la Constitución ultra-presidencialista de 1833. Con los años, el grueso de la oligarquía quiso deshacerse de ese régimen y -dadas las resistencias presidenciales- se impuso en la guerra civil de 1891. Y, ¡sin cambiar una coma de la Constitución, la “reinterpretó” de forma completamente diferente, estableciendo un sistema parlamentarista!
Ya entrado el siglo XX los sectores más progresistas de la oligarquía en conjunto con sectores medios buscaron la incorporación de estos últimos al aparato del Estado, a la vez que reorientar a éste en un sentido industrialista. Ante la resistencia de la oligarquía conservadora forjaron dos golpes de Estado (en septiembre de 1924 y enero de 1925) en conjunto con la oficialidad joven del Ejército. Pero, a la vez, temerosos de los sectores populares que empezaban a exigir cambios en su beneficio –y en el contexto del temor mundial a la expansión de la Revolución bolchevique-, desarrollaron políticas represivas que culminaron en junio de 1925 con la horrenda matanza de mineros y sus familias en La Coruña, que sólo tiene parangón en Chile con la matanza de Iquique y que la generalidad de los chilenos desconoce, dada su sistemática ocultación.
Así impusieron la Constitución presidencialista de 1925 que –a despecho de los compromisos de Alessandri y los militares de convocar a una Asamblea Constituyente- se elaboró por 14 personas designadas por Alessandri, en conjunto con éste. Y luego fue sometida a la consideración de una comisión mayor de 120 personas, ¡también designadas por Alessandri! Y ante la emergencia en aquella de posturas críticas al presidencialismo extremo, el comandante en jefe del Ejército (y miembro de ella), Mariano Navarrete, amenazó con una nueva intervención militar si no se “aprobaba”. Ante ello la comisión se sometió. En definitiva, los Partidos Conservador, Radical y Comunista, y fracciones liberales se opusieron infructuosamente a ella. Y fue ratificada en un “plebiscito” efectuado con represión a los opositores y con votos de colores diferentes para las alternativas. Esto es, votación
pública. Sin embargo, sólo el 42% de los inscritos votó a favor de ella, absteniéndose de votar la mayoría absoluta…
Para qué hablar de la Constitución de 1980 que se impuso varios años después del feroz golpe militar de extrema derecha de 1973. Y ciertamente que la espontánea revuelta popular de 2019 –pese a su fuerza- no tuvo las características necesarias para establecer un nuevo orden social y político democrático que luego se reflejara en una nueva Constitución esencialmente diferente de la de 1980, asumida posteriormente por la Concertación –en consenso con la derecha y con la suscripción de Lagos y de todos sus ministros- en 2005. Por el contrario, los dos “procesos constituyentes” habidos a la fecha han sido diseñados por el mismo consenso Derecha-ex Concertación de 2005…
Un segundo gran mito conexo es que Chile ha disfrutado de un sistema democrático virtualmente desde la Independencia. De partida con el sufragio censitario establecido en la Constitución de 1833 no tiene sentido hablar de democracia. Pero, ¡peor aún!, se estableció en la práctica la total intervención gubernativa de las elecciones. Por ello tampoco tuvo ningún efecto la introducción virtual del sufragio universal masculino en 1874, a través de una ley interpretativa de la Constitución.
Y tampoco a los “liberales” les interesó llegar a una democracia. Así, el ex presidente Domingo Santa María (1881-86) dijo en autorretrato al Diccionario Biográfico de Chile, que “esta ciudadanía (chilena) tiene mucho de inconsciente y es necesario todavía dirigirla a palos (…) Entregar las urnas al rotaje y la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante, y yo no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia (…) No puedo dejar a los teorizantes deshacer lo que hicieron Portales, Bulnes, Montt y Errázuriz” (Mario Góngora.- Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX; Universitaria, 1992; pp. 59-60).
Y cuando producto de los “nuevos aires” anti-presidenciales, se acabó con dicha intervención electoral; la oligarquía recurrió al cohecho (y en mucho menor medida los sectores medios) y al acarreo de los inquilinos a votar por el candidato del patrón –ambas cosas se hacían posible dado que la cédula electoral la confeccionaba cada partido- distorsionando profundamente la voluntad popular. Esto hasta que en 1958 los partidos de centro e izquierda finalmente “se pusieron las pilas” aprobando una ley de cédula única y restableciendo la legalidad del PC, quitada en 1948 por los radicales, liberales, conservadores, demócratas y uno de los PS existentes a la fecha. De tal modo que en rigor sólo se puede hablar de democracia en Chile desde 1958 hasta 1973. Porque la “democracia” que ha funcionado desde 1990 ha sido la que dejó establecida la Constitución del 80 para su “período permanente”, con todos los “cerrojos” habidos y por haber para lograr distorsionar la voluntad popular.
Y un tercer gran mito es que en la sociedad chilena ha habido siempre un gran imperio de la Constitución y las leyes, del “Estado de Derecho”. Desde la Independencia los sectores más poderosos lo han sobrepasado fácticamente cuando lo han considerado “necesario” (para sus intereses, claro está). Desde el considerado creador del Estado impersonal de Derecho chileno, Diego Portales, quien en 1834 le confesaba desfachatadamente a su amigo Antonio Garfias que “de mí sé decirle, que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas por su perfecta inutilidad!” (Ernesto de la Cruz.- Epistolario de don Diego Portales, Tomo III; Min. de Justicia, 1937; p. 379). Y en 1886 Antonio Varas -en su período más “liberal”- decía que “la Constitución y el reglamento (del Congreso) son una simple telaraña cuando se trata del orden y del interés público” (Góngora; p. 42).
Peor aún fue en el período parlamentarista (1891-1925) ya que éste ¡se fundamentó en una total y permanente violación de la Constitución presidencialista de 1833! Y luego, respecto de la Constitución de 1925, hubo también sistemáticamente leyes, decretos y prácticas gubernamentales que violaron su texto. Entre ellas, la prohibición de la sindicalización campesina (hasta 1967); el establecimiento de leyes de concesión de facultades extraordinarias a los gobiernos; leyes restrictivas de los derechos humanos como las de Seguridad Interior del Estado (1937), de Zonas de Emergencia (1942) y de Defensa Permanente de la Democracia (1948-1958); la práctica de los decretos de insistencia; etc. A tal punto que un historiador de derecha como Bernardino Bravo Lira sostuvo –considerándolo positivo- que “la configuración extraconstitucional de la institucionalidad es uno de los rasgos dominantes del medio siglo que transcurre entre 1924 y 1973 (…) a menudo con resultados muy constructivos y admitidos sin mayor dificultad” (Régimen de gobierno y partidos políticos en Chile 1924-1973; Edit. Jurídica de Chile, 1978; pp. 49-50).
Y para qué hablamos de la Constitución del 80, la que fue violada totalmente en dictadura por las graves y sistemáticas vulneraciones del conjunto de derechos que ella consagraba; y particularmente del derecho a la vida; a la integridad física y síquica y a la libertad personal. Asimismo, la Ley Minera distorsionó completamente la Constitución al establecer concesiones virtualmente indefinidas a los privados, lo que se mantuvo en la post-dictadura. Además, muchas leyes también se vulneraron, como las tributarias, a través del sistema de la “elusión” tributaria que en los hechos constituye una evasión; y la ley que creó universidades privadas sin fines de lucro las que terminaron siendo “con” fines de lucro. Y en ambos casos la post-dictadura mantuvo aquellas desnaturalizaciones. Por otro lado, la dictadura en su final vulneró totalmente el principio constitucional de probidad en varias privatizaciones, ya que ¡los mismos que las dirigían desde el Estado se quedaban luego como propietarios!, todo lo cual fue condonado durante la post-dictadura.
Asimismo, durante la post-dictadura el principio constitucional de probidad ha sido también gravemente vulnerado por los diversos poderes públicos y partidos políticos al producirse impunemente todo tipo de delitos e irregularidades en el financiamiento de las campañas electorales. Y, recientemente, vemos la impunidad de los dueños de las Isapres que han despojado ilegalmente a sus cotizantes de mil cuatrocientos millones de dólares, de acuerdo a un fallo de la Corte Suprema ¡Y que incluso aquellos -con el apoyo del establishment- están pretendiendo negarle validez a la sentencia de dicha Corte y evitar que los cotizantes puedan recibir los montos indebidamente cobrados!…