Toda titulación mía para la escritura de este breve y ambicioso plan se reduce al hecho de que el uso continuo y prolongado de nuestro oficio acaba haciendo de los dramaturgos «expertos en conflictos», sobre todo familiares y sociales, pero también históricos y políticos. A eso se limita, digo, toda mi autoridad para escribir esta […]
Toda titulación mía para la escritura de este breve y ambicioso plan se reduce al hecho de que el uso continuo y prolongado de nuestro oficio acaba haciendo de los dramaturgos «expertos en conflictos», sobre todo familiares y sociales, pero también históricos y políticos. A eso se limita, digo, toda mi autoridad para escribir esta propuesta de paz para el País Vasco, Euskal Herria.
Yo pienso que un plan veraz y verificable para que esa paz, por la que ya se oye, aunque sea silencioso, un gran clamor, sea efectiva, sólo puede partir de que se establezca por unos poderes públicos, hoy vigentes, pero quizás «iluminados» por un recuperado pensamiento verdaderamente progresista, la mera posibilidad legal, democrática, de que los territorios vascos hasta hoy administrados por los estados español y francés pudieran constituirse algún día, si la voluntad de los ciudadanos vascos llegara a expresar esa voluntad, en un Estado nuevo e independiente. Nada más, pero también nada menos que eso.
Circunscribiendo ahora la cuestión a España, se trataría de que esos sectores de vanguardia de la Administración española decidieran apostar por la reescritura del o de los pasajes reformables (ahí llegaría el turno y la tarea de un «pensamiento constitucional») de la actual Constitución Española, para retirar de ella el carácter metafísico -poco menos que sagrado- de la actual Unidad de España, y la garantía armada (policíaca y militar) de esa unidad metafísica; y, en fin, la consiguiente apertura a otras formas (democráticas) de «unidad política», pues la paz que reclamamos los ciudadanos para ya mismo no comporta la rotura de nada; formas que se pueden estimar próximas o emparentables con las vigentes hoy en países como Suiza, Alemania o el Reino Unido.
El dramaturgo sólo con su imaginación dialéctica puede pasar de aquí, y han de ser algunos políticos abiertos e inteligentes y algunos pensadores constitucionalistas quienes -con el apoyo popular correspondiente en España- puedan proceder a esa reescritura, que comportaría una Reforma Constitucional; la cual es una conditio sine qua non de la anhelada paz; a una reforma, digo, de esos aspectos metafísicos y armados (policíacos y militares) de la actual Constitución. Para establecer que esa reforma sea una condición necesaria para la suspensión definitiva de las acciones armadas de ETA me baso en que esa condición se desprende de la lectura de sus comunicados, o, al menos, de su interpretación dramatúrgica.
La amnistía para todos los presos políticos y el cese de la lucha armada revolucionaria (que en su nivel operativo actual está procurando, no dudo que contra la voluntad de quienes la practican, alimento social a las ideas españolas más conservadoras y retrógradas) serán momentos esenciales de este proceso de paz escrito por un modesto dramaturgo.
En este texto, como se verá, hemos recuperado del acervo de la lengua castellana el término «confederanza» para aplicarla aquí a las naciones hoy existentes, tres de las cuales son negadas como tales por los sectores españoles más reaccionarios, portadores aún del viejo y polvoriento estandarte del Imperio español y de su pretérita y añorada «grandeza». Podría decirse que los tatarabuelos de los actuales militantes de la derecha española declarada son los Reyes Católicos. Esta «confederanza» comportará ya la existencia, en su marco político, de Estados soberanos. Pero hagamos, antes de seguir, la siguiente observación, quizás un tanto petulante, en la que me temo que se le vea un poco o un mucho el plumero a la vanidad propia de las gentes de teatro: Yo pienso que todo lo que no sea seguir, al menos aproximadamente, el calendario que voy a proponer será mera palabrería y, como se dice popularmente, «mear fuera del tiesto».
He aquí nuestra Hoja de Ruta, que se desarrolla, cronológicamente, en dos fases, a saber: El primer momento de la primera fase -el momento fundamental y fundamentante- ha de ser, como queda dicho, una breve y sustanciosa «reforma constitucional», que comportaría una reescritura de unas líneas de la Constitución española de 1978.
En el segundo, por una parte se produciría un «adiós a las armas» (no un «hasta luego») de ETA; y, por la otra parte, una Amnistía para todos los presos políticos y de intencionalidad política («terroristas» en el lenguaje policíaco y judicial, usual de la prensa).
Habría empezado, venturosamente, la paz, y esa fecha se escribiría con letras de oro.
En la segunda fase -¡ya en paz!- se desarrollaría un gran debate político con vistas a la legalización de la existencia en los territorios del Estado español de cuatro naciones, una mayor, España, y tres menores, Euskal Herria, Països Catalans -con un subdebate del más alto nivel entre Catalunya, Valencia y Baleares, asesorado por especialistas, asimismo del más alto nivel- y Galiza, que hoy forman partes provinciales del «Reino de España», ello, contra toda congruencia, al mismo nivel que provincias inequívocamente españolas como Murcia. Será el momento de corregir esta chapuza teórica y práctica posfanquista.
En el siguiente momento -y ya estamos poniendo a prueba nuestra anunciada «imaginación dialéctica»- se establecería al fin esa «confederanza», para lo cual no habría que esperar a la proclamación de una República, pues el «Reino de España», a pesar de todas sus limitaciones, podría asumir esta trascendente responsabilidad histórica. En esta «confederanza», las tres naciones menores figurarían ya con la entidad de «Estados soberanos».
Ello no significaría, como aseguran patéticamente las Derechas neo-franquistas, la «ruptura» («España rota y roja») ni la «liquidación de España y de su glorioso pasado», sino justamente su verdadero engrandecimiento hasta el nivel histórico que al gran poeta peruano César Vallejo le hizo exclamar desde lo más profundo de su corazón: «niños de España, si España cae -digo, es un decir-, ¡cómo vais a cesar de crecer!». (Palabras que, desgraciadamente, fueron proféticas). España, digo, alcanzaría una verdadera grandeza sobre una superficie territorial más reducida; una grandeza antifascista que la elevaría al rango de «creadora de justicia» y «patria de las libertades» en la Península Ibérica, en la que convivirían a partir de entonces, ojalá fraternalmente, cinco estados libres, contando naturalmente con la hermana República portuguesa.
Es evidente que hasta ahí no podrá llegar el actual «Reino de España», con su rey borbónico-franquista, y que para entonces habrá llegado el trascendental momento de plantear la «cuestión republicana» en ese proceso de progresión hacia los nuevos tiempos: el magno momento de la proclamación de una tercera República española, por la que ya se está trabajando, y tres pequeñas repúblicas que hoy son regiones periféricas de España, y con ello la ocasión del arrumbamiento, por fin, de un sistema anacrónico -monárquico- y que tan sólo ha sido parcheado de «demócrata» y «constitucional». Habría llegado al fin, decimos, el momento de iniciar una gran empresa histórica, que sería acometida bajo la denominación política, que aquí queda propuesta, de Confederanza de Repúblicas Ibéricas. (Algún día habrá que hacer todo esto, pero ya hay que hablar claramente de ello; y eso es lo que yo estoy intentado hacer en estas páginas).
Por fin, habría quedado abierta la posibilidad de que alguno o todos estos estados accedieran a una definitiva independencia -repúblicas soberanas-, si así lo reclamara la voluntad popular de los ciudadanos vascos, catalanes o gallegos, que entonces se vincularían a España de un modo o de otro, en virtud de los tratados que se suscribieran entre las partes. (Es de recordar que el «Estado de las Autonomías» actual no es otra cosa que una descentralización administrativa y además, como ya se ha dicho, homogeneizadora de lo evidentemente heterogéneo, y en realidad sólo aceptable, y con muchas reservas y matices, para las anteriores «regiones y provincias españolas», que sólo reclamaban en algún caso cierta autonomía para su administración. La idea infame del «café para todos» recuerda un episodio que no dice nada a favor de la inteligencia de quienes perpetraron ese grave percance de la razón histórica).
En cuanto a la República vasca, en las circunstancia futuras que hoy estamos prefigurando, se abriría ante ella -siempre en el marco de la voluntad popular- la triple tarea que la conduciría a la reunificación (en siete provincias), la completa euskaldunización, y el socialismo en su nuevo cuño, a la altura de los tiempos.
Digamos para terminar:
Arriba la paz. Abajo la pacificación. La paz es necesaria, urgente y posible, aunque, hoy por hoy, para los gobernantes de España, la reclamación ferviente y sincera de la paz sea, como hasta hoy lo es, una idea subversiva. La paz, para serlo verazmente -para ser propiamente paz-, tiene que ser algo radicalmente distinto que un «cese de la violencia» por medio de una «pacificación» armada -una paz a tiros-, empresa policíaca que en este caso se ha evidenciado inútil a lo largo de muchos años, de modo que ha quedado claro una vez más que los hechos tienen la cabeza dura, y que en este país es cierto que padecemos un serio conflicto político y no las gratuitas acciones de una errática banda de guerreros idealistas o -como siguen afirmando las derechas españolas desde su fanatismo «patriótico»-: de «una banda de asesinos sedientos de sangre siempre deseosos de matar a su prójimo, que es lo único que saben hacer». Ciertamente hay que partir de la realidad para plantear y tratar de resolver los grandes conflictos que en ella se producen. El conocimiento de esta gran verdad forma parte de nuestro oficio dramatúrgico, y a ello me he referido al principio.
P.S. para nuestra esperanza.
Un Partido Socialista Obrero Español renovado y audaz, en la línea que parece haber iniciado, aunque tímidamente, el Partit Socialista de Catalunya, podría acometer (en ausencia de una Izquierda Unida o una Corriente Roja u otras organizaciones de izquierda revolucionaria que en España tuvieran el respaldo popular y la fuerza necesaria para ello, pero deseablemente con el apoyo de todas estas fuerzas) esta trascendente y benemérita empresa histórica en la que el socialismo español recuperaría -y además gloriosamente- su perdido y maltrecho prestigio. En tal caso, el comienzo de este venturoso camino hacia la paz se produciría en una mesa de negociación entre, por un lado, un PSOE liberado de su vergonzante dependencia del PP y, por otro, representantes de una «izquierda abertzale» no por ilegalizada menos legítima.
Aquí acaba mi modesta aportación a este magno proyecto. Otras veces me he ofrecido también -y ahora reitero ese ofrecimiento- para contribuir de cualquier modo a las conversaciones iniciales, aunque nada más fuera como «señora de la limpieza» de la habitación en la que se reúnan los especialistas ad hoc, dado que, al fin y al cabo, hablando en serio, yo no soy más que un poeta muy preocupado y algo pensativo.