Un año después de uno de los momentos políticos más comentados de los últimos años cuesta decir cosas nuevas. Me parece poco útil releer hoy lo que pasó hace un año en clave de pasarnos cuentas. Este conflicto no tiene solución con un final de vencedores y vencidos y ello nos obliga a todos a […]
Un año después de uno de los momentos políticos más comentados de los últimos años cuesta decir cosas nuevas.
Me parece poco útil releer hoy lo que pasó hace un año en clave de pasarnos cuentas. Este conflicto no tiene solución con un final de vencedores y vencidos y ello nos obliga a todos a evitar esa tentación.
En cambio sí me parece imprescindible analizar el Pleno del Parlament de los días 6 y 7 del año pasado en clave de futuro, para intentar una lectura compartida de lo sucedido.
Aquel Pleno fue la culminación de un proceso que convirtió una gran ilusión colectiva en una inmensa ficción y que abusó de la astucia hasta convertirla en una estafa política. Así lo ha reconocido, aunque con otras palabras, la consellera Clara Ponsatí, aunque esa reflexión no ha tenido continuidad en el mundo del independentismo.
Fue también la evidencia del callejón sin salida al que nos había conducido la renuncia a hacer política. Por la negativa de Rajoy a canalizar democráticamente un conflicto que el PP había alimentado desde sus inicios y por la incapacidad de los partidos independentistas para aprovechar alguna de las pistas de aterrizaje suave que otras fuerzas políticas catalanas le venían ofreciendo.
Ese Pleno también fue un punto de no retorno en la radicalización del conflicto. La aprobación de la Ley de Transitoriedad puso de manifiesto la victoria dentro del independentismo de la estrategia de quemar las naves.
Pero esos días pasaron más cosas. Se hizo evidente el deterioro de la cultura democrática de nuestro país. La idea de que en democracia la mayoría lo puede todo es la más antidemocrática concepción de la democracia. Quizás el conflicto catalán no haya sido el detonante sino que simplemente ha servido para hacer emerger un problema preexistente, la debilidad de nuestra cultura democrática.
Una prueba de ello la tenemos en el grave deterioro del lenguaje. Desde entonces los calificativos de golpe de estado, dictadura, fascismo, exilio o presos políticos se han utilizado de manera abusiva por algunas fuerzas políticas y medios de comunicación al servicio de una estrategia para afianzar sus posiciones cerradas, dogmáticas. Confirmando que, cuando el debate político gira sobre el eje identitario, las posiciones no buscan la moderación, sino la crispación con la que afianzarse en sus verdades absolutas.
También se puso de manifiesto ― y los procesos judiciales lo confirman ― que los tribunales tienen una lógica y unos tempos distintos a los de la política y que cuando se ponen en marcha pueden llegar a ser incontrolables. Y que las categorías políticas y jurídicas de que disponemos para analizar situaciones como estas son decimonónicas y no sirven ni para interpretar lo que está pasando y mucho menos para juzgarlo penalmente.
A doce meses vista ya es evidente que el proceso y todo el conflicto que ha disparado no han servido para avanzar políticamente a Catalunya, sino todo lo contrario. Catalunya ha entrado en una fase nacionalmente depresiva. Me temo que estos años van a pasar a la historia como los de mayor retroceso nacional de Catalunya y no solo por lo que se consideran ataques externos. Una nación, que no es más que una construcción política, requiere de una comunidad cohesionada, y Catalunya nunca ha estado más fracturada como comunidad que en estos momentos. Incluso en aspectos que han sido la clave de bóveda del catalanismo, como el modelo educativo.
Un año después de aquel momento no queda claro que los principales protagonistas hayan aprovechado el tiempo para sacar lecciones de estos doce meses. Es cierto que la moción de censura y el cambio de Gobierno han generado un cambio de clima, condición necesaria pero no suficiente. Pero en paralelo se ha incentivado la batalla dentro de la derecha española, una batalla que arrastra a sus contendientes hacia los extremos. El Gobierno Sánchez ha apuntado una posible propuesta, pero más allá del rechazo del independentismo es una propuesta que carece de una condición imprescindible: el acuerdo de las fuerzas políticas españolas. Espero que hayamos aprendido que este conflicto requiere de mayorías amplias para ser desbloqueado.
Desde la perspectiva del independentismo tampoco parece que se haya aprovechado el tiempo. Quizás aún es pronto para descomprimir tanta tensión. Veremos, pero de momento se continúa hablando del 1 de octubre como de un referéndum de autodeterminación y del mandato democrático surgido de las urnas, de la construcción de la República y de otras muchas cosas que hacen pensar que desde el puente de mando del independentismo ― si lo hay― se pretende mantener la ilusión con más ficción.
En mis momentos de optimismo genético pienso que las dificultades para una lectura útil del 6 y 7 de setiembre son solo una cosa pasajera. Que estamos en un tránsito que no puede ir más rápido. Y que, mientras en el horizonte estén esperándonos el juicio contra los dirigentes independentistas y las próximas elecciones del mes de mayo ― o las que se puedan anticipar― los incentivos para no querer entender son muchos y muy compartidos.
Y en mis momentos de optimista bien informado me atrapa la pesadilla de pensar que, como en todo el mundo, la reacción ante una globalización que genera desigualdades, miedos, incertidumbre y hasta pánico nos conduce a décadas en las que el nacional-populismo será visto por mucha gente como un refugio en el que encontrar seguridad ― solo aparente― . Y que los conflictos identitarios hegemonizarán nuestra vida durante algunos años.
Desearía fervientemente que mis genes optimistas le ganaran la partida a la realidad.
Fuente: infoLibre