La ley mordaza de Rajoy ya no se derogará, ni siquiera se reformarán “sus aspectos más lesivos”, en palabras de los argumentarios al uso. Ya está. Finiquitada la cuestión. Pasamos página. Es decir, tampoco sucede mucho. No tenemos fuerza para incendiar la calle como en Francia y el clima político no es de elevada conflictividad social como en 2015, contra el que precisamente se pensó la mordaza. Es decir, como una herramienta que permitiese reprimir con más efectividad las protestas por los recortes, que proporcionaba un poder sobredimensionado a la policía a costa de los derechos de las personas –ciudadanos y no ciudadanos–.
En las explicaciones de lo sucedido, la política parlamentaria se torna una vez más un juego de espejos deformantes donde los partidos de gobierno y sus socios se echan la culpa unos a otros según intereses propios. Está claro que el PSOE, pese a sus promesas en campaña, ya no tenía verdadera voluntad de derogar la norma. Contenta así a las fuerzas de seguridad y se centra un poco para que no se le escapen algunos votos por su derecha hacia el PP. Si Sánchez fue el producto del 15M para la renovación socialista, hoy la estela de renuncias y promesas traicionadas dice mucho de la lectura que hacen del giro conservador del escenario político actual. No se equivocan.
El ala izquierda del gobierno lo tiene más difícil para justificar el fracaso de una promesa que fue central para su proyecto político. Sin las protestas quincemayistas, incluida la desatada contra la propia ley mordaza, no estarían en el gobierno. Sin embargo, una parte de Unidas Podemos culpa a EH Bildu y a ERC, que han votado en contra de seguir la tramitación de la reforma porque no se tocaban algunos puntos que para ellos son centrales: la prohibición de las pelotas de goma y de las devoluciones en caliente. Así como los artículos referidos a la “resistencia y desobediencia” y las “faltas de respeto a la autoridad”, dos elementos que aumentan desproporcionadamente el poder de la policía y que han supuesto el 70% del total de sanciones impuestas –entre el 2015 y el 2019–, según No Somos Delito.
Cada miembro de la confluencia parece tener unos culpables. Podemos ha señalado al PSOE, pero incluso más allá de estos cuatro supuestos comentados, la propuesta que estaban presentando conjuntamente –lo ya negociado– era claramente insuficiente. No Somos Delito lo ha explicado bien en sus comunicados: no era una verdadera reforma, sino “un maquillaje” de la ley. Como ejemplo, el articulado referido a la presunción de veracidad de los agentes, el núcleo que permite la absoluta arbitrariedad policial porque la palabra de los agentes vale más que otros testimonios e incluso pruebas en contra. Si el policía dice que el manifestante le pegó o le insultó, esa es una prueba definitiva. No hace falta más para multarle –aquí los agentes son jueces y parte– o condenarle, si es que el ciudadano apela al sistema judicial contra esta arbitrariedad. La reforma únicamente había introducido la exigencia de que el relato fuese “coherente, lógico y razonable”. Gran avance. El policía ya no podrá decir que el manifestante bajó de un ovni o es la mujer-araña. Y así todo lo que se presentaba como un avance. Como explica el editorial de CTXT, otras supuestas mejoras simplemente recogían lo que ya había dictaminado el Tribunal Constitucional como inaceptable, como que no se puede declarar ilegal una manifestación no comunicada o que no se puede culpar a los organizadores de todo lo que suceda en ella. La reforma no es que fuese insuficiente, es que era mera palabrería en casi todo lo fundamental. Lo “posible” parece ser la nada en este caso. Hasta el Consejo de Europa ha señalado que la reforma no se adaptaba “plenamente” a las normas europeas e internacionales de derechos humanos en relación a los derechos a la libertad de expresión y de reunión pacífica, al derecho a solicitar asilo y a las devoluciones en caliente.
Otra vez, y como sucedió con la reforma laboral –o con la reforma de las pensiones–, se asume la norma fijada por el Gobierno anterior, se introducen algunos retoques y se vende como un gran avance. Pero el punto de referencia no debía ser la norma de Rajoy, sino la situación anterior a la ley mordaza, cuando todas esas infracciones no existían y teníamos más derechos. La consecuencia de este proceder es que nunca se avanza, solo se corrige un poco o se maquillan las decisiones previas. Se retocan las leyes y se les da una pátina “progresista”, lo que cierra el debate, de manera que se obtura así la posibilidad de que sean cuestionadas en el futuro, ya que esta vez ha sido aprobada por todo el arco parlamentario. Lo que nos dice la no derogación de la mordaza es que las revueltas del 2011 son hoy un eco demasiado lejano.
Muchos han hecho estos días apelaciones a la “política de lo posible”, contra las “posiciones maximalistas”, el clásico: “Mejor esto que nada”. Pero aquí lo posible no es que sea insuficiente, es que es directamente un engaño. Durante estos años no hemos visto que la derogación de la mordaza fuese algo importante para el ala izquierda del Gobierno. Ni se ha priorizado, ni se ha presionado suficientemente, ni se ha condicionado absolutamente nada a su aprobación. Estos años en el poder, el ala izquierda del Gobierno se ha construido sobre un buen puñado de renuncias. La lógica es la de gobernar a toda costa y justificar luego el resultado sobre la base de un buen relato. La narrativa es la que sostiene la política, no los hechos, parecen decir. Lo esencial es contar que todo ha sido un éxito siempre, jamás reconocer un error o un límite y tratar a su electorado como niños o como hinchas de fútbol. Cada segmento de Unidas Podemos tiene su feudo, sus ministerios o sus propuestas de ley y las defiende por su lado e incluso frente a los otros partidos de la confluencia. Como no hay organización, ni democracia interna, ni casi nadie tiene bases a las que responder, cada ministro o cargo tiene su tuiter y su relato para tratar de salvar la cara, lo que quizás le garantice formar parte de la próxima confluencia.
¿Dónde están sus líneas rojas? La política de lo posible se olvida de que luchar es progresivamente más difícil, de que la crisis avanza –de momento solo está contenida– y de que tenemos cada vez menos posibilidades de evitar que la brecha social se siga abriendo. Se olvida también de las personas que fueron asesinadas en la Frontera Sur el verano pasado. (Si la posición maximalista es aquí que dejen de morir, que no puedan ser devueltos vulnerando las propias normas de la UE y los más elementales derechos humanos. No queremos lo posible, queremos la vida.) Lo cierto es que ningún gobierno deroga normas que le dan herramientas para controlar a la población, sean del signo que sean, porque las protestas pueden volverse en su contra.
Al final, el ala izquierda del gobierno que venía a cambiarlo todo ha resultado ser un buen puñado de partidos de orden. Si la promesa traicionada de la mordaza es un indicador claro, la nueva legislación represiva aprobada por este gobierno supone la confirmación aplastante. Por un lado, en esta legislatura se ha aprobado una ignominiosa criminalización de la pobreza: que varios hurtos en comercios o supermercados, que antes se consideraban faltas, ahora se conviertan en un delito que conlleva penas de cárcel –una versión de los tres strikes estadounidenses–. ¿Cuánta gente acabará en prisión por robar comida en el supermercado en este contexto de inflación y aumento de la pobreza? Otra reforma que resulta del todo injustificable ha sido la de la sedición, que amplía los delitos por desórdenes públicos. A cambio de posibilitar que los líderes del procés puedan seguir en política, se incluyeron en el mismo paquete penas severas por ocupar una sede bancaria o las oficinas de un fondo de inversión, aunque sea de manera pacífica, herramientas concretas contra el movimiento por la vivienda. Además, por primera vez, cortar una carretera se ha convertido en delito en España. No solo no han derogado la mordaza sino que han profundizado en su lógica de represión de la protesta. Un cambalache entre las élites políticas –nuevas y viejas– que deja tirada a la ciudadanía. Si esto es lo posible, no lo queremos, porque no pedíamos que lo cambiasen todo, sino que al menos nos diesen la posibilidad de luchar.