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Reseña del libro de Terry Eagleton, Después de la teoría

Movimiento de apertura hacia nuevas indagaciones

Fuentes: El Viejo Topo

  Terry Eagleton, Después de la teoría. Debate, Madrid, 2005, 235 páginas (traducción de Ricardo Pérez García). Si una tradición cultural, filosófica, es capaz de generar un ensayo de estas características y recuerda a continuación el lugar común y transitado que sostiene que esa misma tradición está herida de muerte, condenada por la Historia, en […]


 

Terry Eagleton, Después de la teoría. Debate, Madrid, 2005, 235 páginas (traducción de Ricardo Pérez García).


Si una tradición cultural, filosófica, es capaz de generar un ensayo de estas características y recuerda a continuación el lugar común y transitado que sostiene que esa misma tradición está herida de muerte, condenada por la Historia, en franca agonía o trasladada al archivo de los trastos inútiles, puede pensar, y seguramente piense bien, que estamos ante una broma (de mal gusto), ante un simple oxímoron, o que es, una vez más, una muy sesgada valoración ideológica o bien que es un simple enunciado paradójico que, en el mejor de los casos, pretende señalar de forma confusa otros blancos, otros puntos de reflexión. Intentaré justificar en lo que sigue esta consideración.

Eagleton señala inicialmente que su ensayo está pensado para lectores interesados en el estado actual de la teoría cultural e intenta ofrecer argumentos contrarios a la ortodoxia vigente dado que, en su opinión, esta ortodoxia no aborda «problemas que pretendan cumplir en grado suficiente con las exigencias de nuestra situación política, y pretendo exponer con detalle por qué sucede esto y cómo podría remediarse» (p. 11). Es por ello que su estudio es, al mismo tiempo, un comentario crítico y documentado sobre consideraciones centrales del posmodernismo, tendencia cultural que el autor define en los términos siguientes: «movimiento de pensamiento contemporáneo que rechaza las totalidades, los valores universales, las grandes narraciones históricas, los fundamentos sólidos de la existencia humana y la posibilidad de conocimiento objetivo. El posmodernismo es escéptico ante la verdad, la unidad y el progreso, se opone a lo que entiende que es elitismo en la cultura, tiende hacia el relativismo cultural y celebra el pluralismo, la discontinuidad y la heterogeneidad» (p. 229).

El tema del ensayo es, pues, la teoría cultural. La edad del oro de esta disciplina -de la teoría filosófica y científica sobre la cultura que tuvo como nombres destacados a Lacan, Lévi-Strauss, Althusser, Barthes, Foucault, Williams, Irigaray, Derrida, Kristeva, Bourdieu, Habermas, Jameson o Said- terminó hace tiempo (para una interesante síntesis de la evolución política de algunos de estos autores: páginas 48-49). Vivimos en la época que siguió a la alta teoría, «en una época que tras enriquecerse con los puntos de vista de pensadores como Althusser, Barthes y Derrida también los ha superado en algunos aspectos» (p. 14). ¿Qué tipo de pensamiento exige esta nueva época? Para responder a esa pregunta, Eagleton señala que debe hacerse un balance de la situación y a ello dedica el primer capítulo de su ensayo: «La política de la amnesia». Entre los éxitos de la teoría, establecer que el género y la sexualidad son legítimos objetos de estudio, al igual que la cultura popular, y rescatar lo que la cultura ortodoxa ha situado en los márgenes. Con su corolario: romper con el mito del dogma puritano de que una cosa es la seriedad y otra es el placer (aunque en el placer, desde luego, no haya nada intrínsecamente subversivo; como señalaba el mismo Marx, esto es credo rigurosamente aristotélico).

Por otra parte, la propia teoría cultural debería ser capaz de ofrecer una explicación de su propio nacimiento, auge y decadencia. Es el tema del capítulo 2, en el que de nuevo aparece la prudente y equilibrada consideración de Eagleton sobre el marxismo. En este paso por ejemplo: «El marxismo había marginado sin duda el género y la sexualidad. Pero en modo alguno había obviado esos temas, aun cuando gran parte de lo que tuviera que decir sobre ellos fuera lamentablemente insuficiente» (p. 43). Pero, añade matizadamente, el marxismo no es una filosofía de la vida ni una teoría del origen y estructura del universo que se sienta en la obligación de pronunciarse sobre todo: es, básicamente, una explicación de cómo un modo de producción se transforma en otro.

A medida que las décadas de los sesenta y setenta se fueron convirtiendo en los posmodernos años 80 y 90, la irrelevancia del marxismo iba pareciendo más llamativa. Fue el camino hacia el posmodernismo, tema del capítulo 3º, con excelentes apuntes sobre los «antiteóricos» Richard Rorty y Stanley Fish (p. 66-67), destacando la ironía profunda en la que estamos abocados: en el preciso momento en que hemos empezado a pensar en pequeño, la historia ha empezado a agrandarse. Vivimos en un mundo en el que la derecha política actúa globalmente mientras que la izquierda posmoderna piensa localmente: por ello, la teoría cultural necesita y debe empezar a pensar con ambición una vez más.

Antes de ponerse en ello, el autor hace balance en el capítulo 4ª de sus victorias y derrotas. Entre ellas, como era de suponer, el tema de su oscuridad expresiva. Eagleton señala con justicia que no todos los teóricos culturales escribieron de forma espantosa: Adorno, Barthes, Foucault, Jameson, se encuentran entre los grandes estilistas literarios de nuestro tiempo, pero, además, hay algo políticamente escandaloso en el hecho de que la teoría cultural radical(la cursiva es de Eagleton) sea oscura de forma intencionada: no es, esencialmente, por el hecho de que podría llegar a multitud de ciudadanos trabajadores si usara palabras más cortas (o acaso, a un mayor número de ellos, fueran o no multitud) sino porque la idea cultural en su conjunto es, en sus auténticas raíces, una idea democrática: la teoría que nació en la espesa jungla socialista de los años sesenta pensaba que para sumarse al juego bastaba con aprender determinadas formas de hablar, accesibles en principio a todo el mundo; no era necesario «tener una pareja de purasangres atados a la puerta» (p. 89).

El balance de Eagleton: la teoría cultural ha prometido enfrentarse a problemas fundamentales pero en general no ha conseguido cumplir su promesa. Ha fallado en un ámbito demasiado grande de la existencia humana (moralidad, metafísica, amor, biología, religión, revolución, muerte, sufrimiento, verdad, objetividad) y en momentos históricos bastante delicados para descubrir precisamente que uno tiene poco o nada que decir acerca de esas cuestiones.Pues bien, a algunos de estos temas dedica Eagleton el resto de su ensayo: en el capítulo V, habla de «Verdad, virtud y objetividad»; en el sexto de la moralidad; en el séptimo de «Revolución, fundamentos y fundamentalistas», y en el 8ª de «La muerte, el mal y el no ser». El lector aceptará que no intente resumir nada de lo dicho y que invite a la lectura atenta de estas páginas, donde encontrará pasos tan sabrosos como el siguiente: «En el plano del conocimiento tácito o informal, por tanto, los pobres saben mejor que sus gobernantes qué sucede con la historia. La objetividad y la parcialidad son aliados, no rivales. Lo que en este sentido no favorece mucho la objetividad es la ecuanimidad de criterio de los liberales. Es el liberal el que se traga el mito de que uno solo puede ver las cosas adecuadamente si no opta por ningún bando. Es la visión de la realidad del capellán de fábrica» (p. 145).

El balance de su indagación está expresado con claridad: con el lanzamiento de una nueva narración global del capitalismo, junto con su permanente guerra contra el terrorismo, podría suceder que este estilo de pensamiento que conocemos como posmodernismo esté tocando a su fin y que esa misma teoría que aseguraba que las grandes narraciones eran cosa del pasado acaso pueda ser vista como una de las pequeñas narraciones que tanto estimaba. Ello conlleva un desafío para la teoría cultural: para «dedicarse a hacer una historia global ambiciosa, debe contar con recursos propios de los que responder, acordes de profundidad y alcance adecuados a la situación a la que se enfrenta. No puede permitirse simplemente seguir contando una y otra vez las mismas narraciones de clase, raza y género, por indispensables que sean estos temas» (p. 228). Debe escapar, pues, de ortodoxias sofocantes, explorar nuevos temas. Como el propio Eagleton señala, Después de la teoría debe verse como un movimiento de apertura en esa indagación.

Lo confieso: los únicos puntos en los que este reseñador está parcialmente en desacuerdo son algún paso con resabio hegeliano -«Como sucedió en la caída del apartheid o con el desmoronamiento del comunismo, esos cambios sólo se producen cuando son necesarios. Es cuando no es probable que una alternativa viable al régimen actual sea más duradera que el propio régimen cuando la gente puede llegar a tomar la decisión eminentemente racional de no continuar con lo establecido»- y en la probablemente excesiva generosidad que despliega Eagleton respecto al estilo literario de autores destacados de esa edad de oro de la teoría cultural. En lo demás, el acuerdo, el reconocimiento es total, y lo debido no es poco.

En síntesis apretada pero veraz: a los usuales atributos a las que nos tiene acostumbrados Eagleton (rigor intelectual, sabiduría narrativa, fina ironía, corrección argumentativa, información esencial) hay que sumar una vez más un adjetivo infrecuente: deslumbrante, absolutamente deslumbrante.