Muchos ni siquiera luchan. Si se caen al agua, no bracean. Este relato de un voluntario de Cruz Roja de Tarifa deja clavada en la mente una espina -de duda, de sinrazón-, como una foto ensartada por una tachuela en la pared. Pero si esta frase es desconcertante, más aún su explicación. Los voluntarios siguen […]
Muchos ni siquiera luchan. Si se caen al agua, no bracean. Este relato de un voluntario de Cruz Roja de Tarifa deja clavada en la mente una espina -de duda, de sinrazón-, como una foto ensartada por una tachuela en la pared. Pero si esta frase es desconcertante, más aún su explicación. Los voluntarios siguen con su relato: ninguno sabe nadar, se ponen nerviosos, los subsaharianos ni siquiera luchan por salvarse si se caen al agua, se quedan quietos y se dejan hundir en las profundidades del océano, como una aceptación irracional y prematura del final destino humano.
La mente se rebela ante esta revelación. Pero, ¿y el instinto de supervivencia? ¿y los voluntarios, que hacen? ¿No hacen nada por salvarlos? La respuesta es aun mas alarmante. ¡Son 30 segundos! Es increíble lo rápido que puede morir una persona. Uno no puede dejar de asombrarse por todo esto, pero quizá no se trate de algo racional, o al menos, no para alguien de nuestra cultura. Ante la duda decido seguir escuchando las explicaciones de los voluntarios. No saben lo que es el mar, igual no lo han visto nunca, y no saben que pueden por lo menos intentar salvarse, que se puede flotar. Nosotros no alcanzamos a comprender…
Ellos, que viven cada dia con el drama del estrecho de Gibraltar, tampoco alcanzan a comprender. Intento imaginar la reacción ante el oceano de alguien que nunca haya visto el mar, pero no puedo, del mismo modo que alguien nacido y criado en Europa o cualquier otro pais del llamado primer mundo tampoco puede imaginar como es vivir en medio del desierto en una absoluta pobreza. O cómo es llegar a este supuesto paraiso en una pequeña embarcación viendo las luces de Gibraltar a los lejos, como una guirnalda, con ecos de fiesta y música en medio de la noche. Con una esperanza blanca en la mirada, y una inmensidad negra alrededor. Llorando por culpa del miedo frío, nervios, -muchos nervios-, quemaduras por la mezcla del combustible con agua salada y dolor de cabeza. Niños, mujeres embarazadas después de ocho horas de viaje en una patera. La angustia hace infinita la distancia. Y sin embargo estamos al alcance de la mano, y sin embargo en unas horas nos separan los siglos. Un petate atado con cinta de embalar en el que llevan ropa, frutos secos, a lo mejor garbanzos secos, y el teléfono móvil para llamar a las mafias que los explotarán, como todo equipaje. Y sin embargo flota un nido de sueños en una patera. Una culpa que nunca es de nadie empuja, y el mar siempre se enluta de juventud africana segada prematuramente. Si el agua cobra en vidas, el océano social mata conciencias. Desde vuestra orilla no pueden verse cuantas miserias humanas se esconden entre el brillo de las luces.
¿A qué venís? en este litoral no queda tiempo para la cortesía. Os aguarda un recíproco miedo, un esclavo servicio en la penumbra. ¿Es el estrecho asesino? 4.000 silencios africanos responden bajo el océano a esta certera pregunta. 4.000 llantos, o quizá más. 4.000 almas bucenado entre petroleros, atunes, líquenes y delfines, bajo la atenta mirada de los satélites y los submarinos, que a nadie parecen importar, sin que nadie derrame un a flor en el mar de la memoria. Hemos rescatado muchos muertos. Eso es lo más duro: tirarnos al agua a las cuatro de la mañana y sacarlos ahogados, cuentan los voluntarios de la Cruz Roja. Son ciudadanos normales y corrientes, profesores, cajeras de supermercado, conductores, trabajadores con sus aburridas vidas a cuestas que viven junto al mar y ven como llega entre las olas un mudo lamento que podría ser humano. Cuando uno mete las manos en el mar es como si alguien te acariciara y si miras con detenimiento hacia el fondo quizá halles familiares y oscuras siluetas. Las gaviotas trajeron tu anillo y sigo buscando. Te veo en las crispadas aguas del Sur y sigo buscando, adivinó el poeta Abderramán El Fathi.
Si desembarcan en la playa no tienen problemas. Pero si llegan a las rocas, hay cadáveres seguro. Les ves llegar cada día y te planteas que puedes ayudar. Te miras en el espejo y piensas. Tengo dos manos, dos pies, sé hablar idiomas, puedo ser util. No dormían tranquilos cuando veían las pateras desembarcar o naufragar. Sus manos son lo mejor que les puede pasar a los que se abandonan al océano. Las migraciones son inevitables, y mientras no se pueda llamar vida a lo que tienen allí, seguirán viniendo, opinan. Los marroquíes escapan. Y los subsaharianos se quedan sentados en la playa, esperando, como si viniesen de otro planeta y el tiempo para ellos tuviese un significado distinto.
La nueva isla de Ellis se llama isla de las Palomas, cerca de Tarifa, el punto donde se supone que se separan el mediterráneo y el atlántico. Allí solo hay un centro de acogida de la cruz roja, donde les odrecen algo de comer y de beber y un poco de ropa antes de devolverlos a sus países de origen. Esta es la isla de los emigrantes, la isla de los olvidados. Viendoles comer tristemente uno puede adivinar las historias que han dejado atrás. Quizá huyeron de las matanzas tribales, del odio cerril y la incomprensión mutua.
Los que logran llegar vivos, huir de la policía, y adentrase en el país, aún no han superado todos los obstáculos posibles. A 200 kilómetros al norte del estrecho, ya en las campiñas sevillanas es habitual la imagen de adolescentes que salen de debajo de un camión llenos de grasa después de haber hecho la travesía instalados en un camión que luego se introdujo en un ferry. Bajan del camión en la primera parada en que el vehículo encuentra para repostar. Marchena (Sevilla) está en la ruta de salida de los camiones de mercancías desde el puerto de Algeciras, uno de los mayores de Europa, hacia el norte.
En este pueblo, un inmigrante adolescente y renegrío salió de debajo de un camión, caminó un largo trecho por la travesía urbana de la carretera y por fin entró en un bar, donde pidió agua y tuvo su primer contacto con un europeo. El dueño del bar no solo no le ofreció agua, sino que lo echó del local. Cuando el joven desolado, ya caminaba de nuevo por la calle, uno de los clientes del bar que había sido testigo de la escena, después de reprender al camarero por su actitud, cogió al adolescente y se lo llevó a su casa, allí le dió ropa, comida, le permitió ducharse, y finalmente le ofreció dinero para que siguiera su camino. La ultima barrera que deben sortear es la actitud hostil. De entre todos los inmigrantes que llegan a españa, los magrebíes son los menos valorados y peor tratados según las encuestas oficiales.
Andalucía, región sur de España, es hoy frontera natural entre la región más pobre del mundo y una de las más ricas. Los 16 kilómetros del Estrecho de Gibraltar hoy separan nada y todo, vida y muerte, océano y mar, infierno y paraíso, pasado y futuro, blanco y negro, Alá y Cristo. Sin embargo, 16 kilómetros son solo eso, 16 kilómetros, que desde el cielo de las aves son esencialmente iguales, porciones de tierra separadas por una lengua de mar, en nada diferente a otras regiones del mundo. 16 kilómetros de importancia estratégica con presencia militar de dos superpotencias, EEUU y el Reino Unido que tienen en las cercanías sendas bases militares, y son vigilados por satélites desde el espacio. 16 kilómetros surcados cada día por centenares de buques petroleros y de transporte de mercancías, naves militares y miles de especies de peces y aves.
Aunque África siempre fue pobre, no siempre Andalucía fue rica, de hecho hace 20 años, -en torno a 1971- fue tan pobre que un millón de personas, casi el 40% de su población se vio obligada a emigrar. La mayoría de los andaluces de hoy aun no han tenido tiempo de curar su melancolía por los emigrados a las regiones norteñas españolas y europeas, cuando por el sur les llega el futuro queriéndose mezclar con su presente pluscuamperfecto, en forma de sucesivas oleadas migratorias procedentes de África y América del Sur. Se trata de uno de los cambios sociales más significativos de la vieja nueva Europa que se está repitiendo en muchos países meridionales.
Sevilla es la capital de Andalucía región sur de España, el primer lugar al que llegan los emigrantes en el llamado primer mundo. Muchos allí, y aún en el resto del mundo no entienden porqué los subsaharianos arriesgan sus vidas de esta forma para llegar a una tierra, que siempre fue lugar de paso.
«Yo he oído a esta gente decir que no tienen miedo a perder nada porque no tienen nada que perder, ni siquiera la vida» afirma Ahmed Ben Yessef, pintor, y pionero emigrante marroquí. «Cuando yo llegué a Sevilla, hace 40 años, algunas partes de Tetuán estaban más desarrolladas que Sevilla. Hoy hay una diferencia abismal entre ambos países». Los inmigrantes marroquíes son los más numerosos de la región.