Tal vez te has muerto de vergüenza Compañero. Aquel grito libertario lanzado cuando todavía no te habías limpiado las chinches carcelarias: «Ni nos doblaron, ni nos doblegaron, ni nos van a domesticar», falló en su vaticinio de dignidad. Porque sí, fuimos amansados y amaestrados a base de alimentar la ambición y la estulticia que caracterizan […]
Tal vez te has muerto de vergüenza Compañero. Aquel grito libertario lanzado cuando todavía no te habías limpiado las chinches carcelarias: «Ni nos doblaron, ni nos doblegaron, ni nos van a domesticar», falló en su vaticinio de dignidad. Porque sí, fuimos amansados y amaestrados a base de alimentar la ambición y la estulticia que caracterizan al ser humano.
No necesitabas, como tus sucesores, de ropa cara con aspecto de barata para vender tu imagen en las arengas, tan valientes y sinceras las tuyas como falsas y mediáticas las suyas. Tampoco procuraste la vecindad de los poderosos y te bastaba con los escasos metros carabancheleros que compartías con Josefina, la mujer que tejía tu ropa, lloraba tus ausencias, sufría tus huelgas de hambre, participaba de tus sueños y se dolía contigo de tus decepciones.
Nunca agachaste la cerviz ante esta Roma moderna que «sí paga traidores» y posiblemente, por eso fuiste relegado al olvido interno, y a la utilización externa por aquellos a los que les molestaba no que te negases a girar con ellos hacia la derecha, esa en la que habitan tantos que nos cuentan que «yo corrí delante de los grises«, sino que se lo explicases a una sociedad en cuya alienación encontraron semejantes Audax, Ditalcos y Minuros el cheque en el que se firmó la recompensa por sus servicios.
En tu capilla ardiente, junto a aquellos realmente consternados por tu desaparición, veremos desfilar cariacontecidos a los mismos a los que les resultaba incómoda tu presencia, porque siendo el paradigma de la honestidad y del compromiso, significabas un escollo en sus carreras y un revulsivo demasiado peligroso para las conciencias. Por cierto que he podido contemplar como al lado de tu cadáver el Príncipe Felipe se persignaba. No me molestan sus creencias, que por supuesto respeto, pero sobraba que lo hiciera ante tus restos, los de un ateo cuando él como yo, sabe que renunciaste a cualquier ceremonia religiosa en su muerte.
Si, querido y admirado Marcelino Camacho Abad: ¡nos domesticaron! Pero te juro que en este redil donde consentimos serviles los varazos del poder, donde confiamos en la protección que aseguran procurarnos los kapos que nos gritan ¡Camaradas! – los mismos que comen de la mano de sus señores – algunos le explicaremos a nuestros hijos quién fuiste y lo que significaste. Porque nos negamos a que crezcan sabiendo de la Princesa del Pueblo y desconozcan a ese otro Pueblo al que por mucho que trataron de someter y de comprar, jamás consintió en humillarse ni en venderse. El mismo que tú encarnas en la memoria de tantos. Gracias y Salud Compañero.
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