La doctrina Pinochet jamás fue extirpada del Ejercito. Ningún gobierno, del actual no hay que esperar sino decepciones, ha tenido el valor de democratizar una institución que tiene un penoso historial de masacres
Si se considera que todos los excomandantes en jefe del Ejército vivos están imputados por robos incalculables a la institución en la que con las palabras patriotismo, bandera y honor se desayuna, almuerza y cena, es que el pinochetismo hizo escuela arraigada entre estos infantes de bronce.
Pero no solo a través del cogoteo a las arcas fiscales.
La tragedia que enluta a familias modestas que vieron en la carrera militar una opción de vida y trabajo para sus hijos, vuelve a demostrar la enorme y vergonzosa falta de valía profesional y moral entre quienes hacen gárgaras con la patria tres veces al día.
El clasismo y una injustificable mala comprensión de lo que debe ser la formación militar basada en valores, el respeto que merece cada persona recluta o no, y por sobre todo la incongruencia entre el valer militar y la inhumana crueldad en contra de quienes no tienen posibilidad alguna de defenderse, está en la base de la tragedia.
La muerte del recluta Vargas por el abuso de oficiales que malentienden sus roles, no es la primera y, lamentablemente, no será la última.
Los sucesos del norte traen a la memoria lo que pasó en el volcán Antuco el dieciocho de mayo de 2005. En esa oportunidad 44 reclutas y un suboficial murieron por la misma brutalidad extrema de un mando que erró de profesión, jamás entendió el sentido de lo humano y no supo distinguir entre la dureza propia de la vida militar y la simple crueldad homicida.
Hombría no es brutalidad.
A pesar de la amnesia inducida de muchos y la ignorancia opcional de otros, algunos recordarán el rol que jugó el ejército durante sus tareas de ocupación cuando la dictadura de Pinochet.
En esos diecisiete años el Ejército de Chile, defensor de las clases más acomodadas, se ensañó de la manera más brutal y bestial con los sectores más indefensos, pobres y expuestos de nuestra sociedad en venganza por el atrevimiento que significó un gobierno que puso en el centro de su gestión a esa misma patria que dicen defender.
Jamás ha habido un gobierno más patriota que el de Salvador Allende, el más digno de los presidente que hubo y habrá.
Y no era la primera vez que disparaba en contra del pobrerío. El ejército jamás vencido ha masacrado al pueblo chileno en no menos de veinticinco oportunidades, defendiendo miserables intereses económicos del sector menos patriota: aquellos que han vendido el país al mejor postor, cuando no regalado, desde el mismo 18 de febrero de 1818.
Recuerde que sería el Ejercito de Chile el que marchó sobre territorio mapuche a partir de 1861, inaugurando un conflicto entre el Estado y la nación mapuche que ha dejado como reguero miles de asesinados, un despojo incalculable y centenares de miles de seres humanos simplemente a la deriva respecto de su cultura y sus tierras.
Ahora, el Ejército disfraza su responsabilidad en la muerte del soldado Vargas y en el riesgo corrido por otras decenas de muchachos que huyeron despavoridos de la institución en la que quisieron hacer su vida.
Contradiciendo a las doloridas madres, a los profesionales que atendieron al malogrado soldado y a las decenas de sus compañeros, testigos elocuentes de la tragedia, los altos mandos castrenses son incapaces de asumir con hidalguía sus responsabilidades.
Valerosos exconscriptos han denunciado la serie de presiones y amenazas que han debido sufrir en el intento de los mandos para evitar sus denuncias y testimonios que ponen en entredicho la idoneidad profesional y humana de quienes estaban a cargo de dar las órdenes en ese ejercicio fatal.
Las madres, decepcionadas en buena hora, han exigido que los mandos digan la verdad de lo ocurrido y, en un hecho inédito, que les devuelvan a sus hijos. Altos oficiales han recorrido algunos canales de televisión en una campaña comunicacional que intenta convencer de que las condiciones en las que los soldados marchaban eran las óptimas.
Afirman sin inmutarse que el soldado sufrió una misteriosa e inexplicable muerte súbita en el servicio de urgencia de la localidad de Putre, lo que ha sido puntualmente contradicho por quienes recibieron su cuerpo ya fallecido.
Luego de la tragedia, se vinieron las sanciones que el alto mando distribuyó a quienes se acusa no se sabe bien de qué incumplimiento, delito o falta.
Un verdadero chiste y una burla a las madres.
Numerosos oficiales de la cadena de mando, de quienes no se sabe nombre ni grado, serán removidos de sus mandos. Es decir, serán premiados trasladándolos a otras unidades. Peor aún, se ha dispuesto que tribunales militares tomen la investigación del caso.
En otras palabras, que lo sepulten en la nada.
Grave y vergonzoso ha sido el rol tembleque, tibio y asustadizo de las autoridades de gobierno. Una temerosa y casi oculta ministra de defensa no ha jugado su rol y ha dejado hacer. En su discurso vacío ha declarado los lugares comunes y los inútiles compromisos de siempre. Ha dejado claro que no exigirá justicia ni arbitrará medidas disciplinarias y administrativas a los responsables de la muerte del conscripto Vargas.
No incomodará a sus amigos.
El presidente Boric, tremendamente preocupado por un militar venezolano asesinado hace poco, no ha mostrado esa misma desazón por un compatriota que fue, de cierto modo, también muerto a manos de terceros.
La doctrina Pinochet jamás fue extirpada del Ejercito. Ningún gobierno, del actual no hay que esperar sino decepciones, ha tenido el valor de democratizar una institución que tiene un penoso historial de masacres, traiciones a lo que se suman sucesos luctuosos en los que mandos inadecuados e ineficientes han cobrado la vida de jóvenes ilusos que, como en el caso de Franco Vargas, vieron en las filas una opción de vida.
Y la que solo les ofreció una opción de muerte.