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Murciélagos, virus, bosques, ciudades

Fuentes: Viento Sur
Murciélagos, virus, bosques, ciudades

Dos meses después de la declaración del estado de alarma en España y aún sobrecogidos ante la visión de un mundo entero sacudido por las consecuencias de una amenaza para la que nunca estuvimos preparados, es inevitable que nos preguntemos: ¿cuál es el origen de todo esto?, ¿quién tiene la culpa? La sociedad se encuentra todavía sumida en esta crisis sanitaria provocada por el SARS-CoV-2, y las consecuencias las estamos sufriendo todos y todas: vidas humanas, pérdidas de empleo, restricción de nuestras libertades, desigualdades sociales acentuadas. Si no entendemos la causa detrás de esta pandemia, ¿cómo podremos evitar que vuelva a ocurrir?

Presentando a la familia

El virus SARS-CoV-2, de la familia de los coronavirus, es el causante de la Covid-19, enfermedad infecciosa de origen zoonótico. Las enfermedades zoonóticas (Daszak et al., 2000) son causadas por virus, bacterias, parásitos u hongos provenientes de animales que infectan a humanos. Nunca en la Historia habíamos estado tan expuestos a este tipo de enfermedades. Globalmente, ahora tenemos más contacto con animales, domésticos o en estado salvaje, multiplicando las posibilidades de que un patógeno desconocido pase de un animal a un ser humano.

Pensemos que este virus ha evolucionado durante años teniendo una única especie como huésped (Wertheim, 2013) y esta especie está naturalmente adaptada para sobrevivir a este virus, lo que permite la supervivencia de ambos. Si este patógeno consigue prosperar en una especie nueva, como la nuestra, esta puede sucumbir ante la nueva amenaza, para la que su organismo no está preparado. Si a este hecho le sumamos un contacto extremo entre nosotros mismos, provocado por una capacidad de movilidad sin precedentes, los flujos migratorios, el rápido crecimiento demográfico y la densidad de nuestras poblaciones, la amenaza se intensifica (Ahmed et al., 2019). El 60% de las enfermedades infecciosas que nos afectan es zoonótico, y el 70% de todas las enfermedades nuevas o emergentes aparecidas en los últimos años también tiene origen animal (Woolhuse y Gowtage-Sequeria, 2005).

Murciélagos en la buhardilla

El origen animal del SARS-CoV-2 aún intriga a la comunidad científica (Cyranoski, 2020). Los coronavirus, descubiertos por vez primera en 1912 e identificados como tal en los años 60, causan una gran mortalidad al saltar de una especie a otra. Sin embargo, hasta la aparición del SARS-CoV en 2003 no se constató su potencial peligrosidad para la especie humana. El origen del SARS-CoV, causante del síndrome respiratorio agudo grave, está demostrado. El virus, alojado en murciélagos de herradura o rinolófidos, pudo contagiar en primer lugar a una civeta, y así llegó hasta nosotros. Los murciélagos son especies genéticamente preparadas para sobrevivir a este tipo de patógenos y se conoce que portan hasta 61 virus capaces de infectar al ser humano (Luis et al., 2013). El SARS-CoV-2, causante de la pandemia actual, comparte el 96% de su material genético con un virus descubierto en murciélagos de las cuevas de Yunnan, en China (Zhou et al., 2020). Sin embargo, como en el caso del SAR-CoV, entre los murciélagos y nosotros debe existir un enlace que desconocemos. Sería necesaria una especie intermedia para garantizar la evolución del virus hasta convertirse en contagioso para el ser humano, ya que requeriría una unión del receptor específica que el coronavirus de Yunnan no demuestra. Esta característica sí ha sido identificada en un coronavirus alojado en el pangolín, lo que ha llevado a pensar que esta especie está involucrada en la cadena de transmisiones (Zhang et al., 2020). Pero este coronavirus solo se asemeja genéticamente al que provoca esta pandemia en un 90%, lo que ofrece serias dudas de que el pangolín sea el intermediario. Además, no parece haber pruebas consistentes de que se encontraran pangolines en el mercado de Huanan, identificado como foco físico de origen de la enfermedad. Aún nos queda mucho por descubrir acerca de este virus y mientras tanto continúa el debate acerca de si la culpa es de un animal o de otro.

Buscar culpables es complicado. Hay quien culpa a los políticos actuales y sus errores en la gestión de esta crisis. Otros culpan a sus vecinos, denunciando o acusando cuando les ven no acatar las normas del confinamiento. Otros tratan de ver más allá y reconocen una sanidad pública herida de muerte tras años de recortes e incapaz de hacer más por paliar los efectos de la enfermedad. Hay quien incluso trata de responsabilizar a la OMS, como Trump, con declaraciones públicas carentes de sentido e incluso retirando su apoyo económico a la misma. Y es que puede parecer increíble que la comunidad científica y médica internacional no haya podido prever este escenario con anticipación. Pero en realidad sí lo ha hecho.

Epidemiólogos, zoólogos y conservacionistas alertan desde hace años del riesgo de aparición de una enfermedad de estas características, cuya amenaza pone en jaque la estabilidad social global. De hecho, la OMS ya incluyó en 2018 en la lista de patógenos infecciosos más peligrosos para la salud humana la denominada enfermedad X (Kahn, 2020), que representa una enfermedad aún desconocida con la capacidad de causar una infección global descontrolada. A día de hoy existe un debate sobre si Covid-19 es esta enfermedad que tanto temíamos. Peter Daszak, presidente de EcoHealth Alliance, zoólogo y experto en ecología de enfermedades, cree que así es (Daszak, 2020): “La enfermedad X tendría una tasa de mortalidad superior
a la de la gripe estacional, pero se propagaría tan fácilmente como la gripe. Sacudiría los mercados financieros incluso antes de alcanzar el estado de pandemia. En resumen, Covid-19 es la enfermedad X”. Desde la aparición del SARS en 2003, científicos como Daszak han tratado de alertar a la opinión pública. “Tenemos una amnesia colectiva: olvidamos las pandemias después que suceden. Y entre pandemias pensamos: ¿Por qué estas personas están tan preocupadas por el virus? Es muy poco probable…». El motivo de acuñar el término enfermedad X buscaba precisamente prepararnos para las consecuencias de un evento de esas características. Obviamente, no ha funcionado. Entidades como EcoHealth Alliance o Predict son un claro exponente de lo que llamamos la ecología de la enfermedad. Esta disciplina se dedica a investigar los vínculos entre biodiversidad y aparición de enfermedades infecciosas. Y parece existir un consenso generalizado acerca de que detrás del número cada vez mayor de amenazas para la salud humana provenientes de la naturaleza está precisamente el abuso constante al que nuestra especie somete al medio natural. “Hay una sola especie responsable de la pandemia de Covid-19: nosotros”.

Volvamos al murciélago. Pensar en el coronavirus como el virus murciélago es errar el objetivo. Es un error identificar el origen de la pandemia en una especie animal. El origen está en las acciones previamente ejecutadas por el ser humano que han desencadenado la serie de acontecimientos que han conducido a que ese diminuto virus, que la naturaleza se ha encargado de mantener lejos de nuestra órbita de acción, haya acabado acercándose a nuestro entorno e instalándose en nuestras vidas (UN Environment Programme, 2016). Paulatinamente, a lo largo de las últimas décadas, el grado de transformación de nuestros ecosistemas por parte de la acción humana ha desestabilizado el equilibrio entre naturaleza y sociedad, llevando al planeta Tierra al borde del colapso. Y la relación entre este hecho y nuevos brotes epidémicos está científicamente contrastada. Pongamos por ejemplo el brote de la enfermedad de Nipah acontecido en Malasia en 1992. El origen del virus estaba en otro murciélago, el Pteropus vampyrus o gran zorro volador. Estos murciélagos han sido desplazados de sus entornos naturales debido a la deforestación y los numerosos incendios, obligándoles a adentrarse en entornos urbanos. La teoría más respaldada es que estos murciélagos entraron en contacto con granjas de cerdos donde estos son encerrados en condiciones de hacinamiento. Y, finalmente, el virus aprendió a contagiar a las personas en contacto con el ganado, demostrando una letalidad del 40% (Lo y Rota, 2008).

No es el único caso. Otra de las grandes preocupaciones recientes en materia de salud internacional son las enfermedades transmitidas por vectores. Se denomina vectores a seres vivos que transmiten enfermedades infecciosas entre personas o entre animales y personas. A menudo se trata de insectos hematófagos, como mosquitos o pulgas. El 17% de las enfermedades infecciosas está transmitido por vectores, afectando cada año a más de 1.000 millones de personas y provocando más de 700.000 defunciones 1/. Pongamos el caso del virus del Nilo occidental. Este virus afecta a las aves y es transmitido a las personas a través de la picadura de mosquitos. Una de las epidemias de mayor magnitud se ha producido en EE UU debido en gran parte a un paisaje dominado por la agricultura intensiva, donde el mirlo americano (Turdusmigratorius), huésped preferente del virus, se expande con enorme facilidad, esparciendo el virus por todo el país (Kilpatrick, 2011).

También está el caso de la malaria, y cómo la deforestación del Amazonas favorece un crecimiento descontrolado de las poblaciones de mosquitos Anopheles debido a una mayor exposición solar y humedad que crean las condiciones perfectas para esta especie (Yasuoka y Levins, 2007). El aumento de las temperaturas medias debido al cambio climático está relacionado con el auge de la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, que incrementa la abundancia y expectativa de vida de las garrapatas que la transmiten (Duygu et al., 2018) y de la que ya se detectaron dos casos en España en verano de 2016, uno de ellos mortal. La sobrepesca en Malawi ha diezmado las poblaciones de peces, depredadores naturales de los caracoles acuáticos que albergan los parásitos responsables de la esquistosomiasis, favoreciendo su dispersión (Stauffer et al., 2006). Los ejemplos se suceden.

En cuanto a la Covid-19, el punto de mira está en el mercado mojado de Huanan. Allí se vende todo tipo de productos frescos, lo que incluye a veces comercio de animales silvestres para su consumo. Las condiciones de los animales vendidos en estos mercados son a menudo nefastas, sin ningún control sanitario, exhibiéndolos en jaulas colocadas unas encima de otras, lo que provoca que las heces de unas especies acaben en las jaulas de otras, fuente de intercambio de patógenos asegurada. Por no hablar del sufrimiento al que se condena a estas criaturas, a menudo especies en peligro de extinción, como el mismo pangolín. China ya ha prohibido el consumo y tráfico de animales salvajes. El siguiente paso lógico sería extender la demanda a todo el mundo. Los mercados de animales silvestres no son una excepción que encontramos solo en China; lugares como este siembran Sudamérica, India y África. Sin ir más lejos, una de las teorías más aceptadas sobre el origen del SIDA señala a mercados de este tipo en la región del Congo, ya que la caza y venta de chimpancés para su consumo pudo ser la causa de que el VIS (virus de inmunodeficiencia en simios) contagiara a las personas, dando lugar al VIH (McNeil Jr., 2011). El tráfico ilegal de especies como alimento no es un problema nuevo. Pero es aquí donde se crea un debate interesante. Por supuesto, es innegable que hay que eliminar esta atrocidad y acabar de una vez por todas con el sufrimiento animal y la desaparición de especies que provoca. Pero no deja de ser curioso que, para evitar que futuras pandemias lleguen a las puertas de nuestras casas, haya que acabar con la única fuente de alimento en poblaciones a cientos de kilómetros de distancia. La pobreza y falta de acceso a mejores condiciones de vida en estas comunidades están directamente provocadas por la estructura económica y social que hemos construido para mantener nuestra posición de privilegio. Si la Covid-19 nos está demostrando una cosa, es que estamos interconectados, como especie, de un modo más intrínseco del que nos planteamos y que debemos ser responsables de crear una realidad social justa para todos.

Sin biodiversidad no hay vida

Cambio climático. Deforestación. Sobrepesca. Agricultura y ganadería intensivas. Explotación abusiva de especies. Las causas detrás del auge de enfermedades infecciosas son las mismas que las causas detrás de la actual crisis ecológica. El 75% de la superficie terrestre ha sido transformado significativamente por la humanidad para su beneficio (IPCC, 2019), provocando migraciones de especies salvajes, incursiones de actividades humanas en proximidad con especies hasta ahora ajenas a nosotros y desequilibrios en los ecosistemas. La pérdida de biodiversidad es una amenaza gravísima que pone en jaque nuestra propia supervivencia. Nos adentramos en el Antropoceno, que tiene como protagonistas el cambio climático y la sexta extinción, la primera en la Historia que no está provocada por causas naturales. La Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES) publicó hace un año su informe de evaluación sobre la situación, haciendo sonar las alarmas al estimar que un millón de especies se encuentran amenazadas de extinción (IPBES, 2019). El objetivo de IPBES es ofrecer una evaluación contrastada del estado de nuestros ecosistemas, aglutinando el trabajo y la investigación de expertos y científicos de todos los países. Es la mejor referencia que tenemos para comprender la lamentable gestión que hacemos de nuestro medio natural. Y el escenario que ofrece es preocupante: si no actuamos pronto, la situación será irreversible (Trisos et al., 2020).

En octubre de este año iba a tener lugar en China la COP15 del Convenio de la ONU sobre la Diversidad Biológica (CBD), marcando una fecha determinante para el futuro de la biodiversidad. Y es que 2020 era el año en el que se iba a “detener la pérdida de biodiversidad”, según lo firmado hace diez años por 195 estados, incluyendo la Unión Europea, estableciendo unos objetivos concretos para lograrlo, las conocidas como Metas de Aichi 2/. Por supuesto, estos objetivos no se han cumplido. De hecho, estamos peor que antes. Debemos estar atentos a los resultados de la cumbre, pospuesta indefinidamente, porque de ellos depende nuestra supervivencia.

“La naturaleza que nos rodea es lo que nos sustenta. Asegurarse de que pueda seguir haciéndolo para las generaciones futuras es una responsabilidad que recae sobre todos nosotros”, advierte Elizabeth Maruma Mrema, secretaria ejecutiva en funciones del CBD. El año 2020, declarado “superaño” de la biodiversidad por la ONU, será también el año de la pandemia, y el de los incendios de Australia, y el de la plaga de langostas que devoró el cuerno de África. Si no velamos por el mantenimiento de los servicios ecosistémicos, nosotros también somos víctimas. A menudo se nos olvidan los vínculos entre biodiversidad y sociedad. A menudo ni siquiera alcanzamos a comprender qué es biodiversidad. Con biodiversidad nos referimos a toda la diversidad de plantas, animales, hongos y microorganismos, pero también a su diversidad genética y, casi más importante, a las relaciones que se establecen entre ellos, a los ecosistemas que garantizan la vida de estos organismos y los paisajes o regiones que ocupan. La biodiversidad regula la calidad del aire que respiramos, combate el cambio climático, nos protege frente a catástrofes como inundaciones o incendios o garantiza nuestro alimento. Por ejemplo, sin la acción de especies polinizadoras, perdemos nuestros cultivos (IPBES, 2016). En Europa se calcula que al menos el 9% de las abejas silvestres se encuentra amenazado de extinción, cifra que asciende al 26% cuando hablamos de abejorros, debido principalmente al uso de plaguicidas sintéticos en la agricultura. Asesinamos nuestro sustento.

Las ciudades del futuro

Nos han llegado estos días imágenes de animales volviendo a la ciudad, recorriendo nuestras calles, aparentemente reclamando lo que es suyo. No nos dejemos engañar por esas imágenes. No representan la renaturalización de nuestros entornos, sino un fantasma de aquello que ocurría en ese mismo lugar mucho antes de que nosotros apareciéramos. Un jabalí recorriendo el centro de Barcelona o una familia de corzos paseando por Segovia no son nada más que animales perdidos fuera de su hábitat que no se atreverán a volver ahora que volvemos a reconquistar las calles. Pero sí demuestran algo: cuando el ser humano desaparece, la naturaleza trata de recuperar su sitio. Hablemos de renaturalización.

Pongamos el ejemplo del río Manzanares en Madrid. Cuando en 2016 el Ayuntamiento de Madrid aceptó un proyecto presentado por Ecologistas en Acción y decidió abrir las presas urbanas del río, la sorpresa fue generalizada ante la rapidez con la que el Manzanares se renaturalizó. El curso fluvial empezó a restaurarse él solo tras la aparición de islas y meandros que los sedimentos arrastrados por el río dejaban a su paso. Tras ellos, la vegetación empezó a crecer. Después vinieron las aves y los peces.

Volver a la naturaleza, recordar que somos una especie más, frágil, vulnerable, conectada a otras especies, y disfrutar de sus ventajas, parece el camino a seguir en el futuro. La renaturalización de nuestras ciudades es tendencia. Según la ONU, más de la mitad de la población mundial vive actualmente en núcleos urbanos, el doble que en los años 90, y se predice un aumento: casi dos tercios de los habitantes del planeta Tierra vivirán en ciudades en el 2050 (United Nations, 2019). Para combatir la pérdida de biodiversidad necesitamos ciudades más amables, más verdes. Este debate está muy presente ahora, cuando se nos está permitiendo volver a pasear por nuestras calles y nos las encontramos con menos coches, sí, pero también con menos espacio para los peatones del que nos gustaría. Una ciudad con diversidad biológica contribuye sustancialmente a la mejora de la calidad de vida de sus habitantes, ya sea como herramienta de mitigación de los efectos del cambio climático, como la reducción del efecto isla de calor que el cambio climático está acrecentando, absorbiendo CO2 o haciéndolas más resilientes frente a periodos fuertes de lluvia e inundaciones. Varios estudios científicos incluso prueban el beneficio que una mayor red de espacios verdes en los núcleos urbanos supone en la salud mental de sus habitantes o en la seguridad ciudadana (Hunter et al., 2019; Garvin et al., 2013).

Pero ante la magnitud del problema, no basta con hacer más verdes nuestras ciudades. Necesitamos restaurar nuestros ecosistemas a una escala global y retirarnos de allí donde no debemos estar. La legislación actual no es suficiente. Los esfuerzos hechos no están surtiendo efecto. Europa se había comprometido a restaurar al menos un 15% de sus ecosistemas degradados para 2020 como contribución al logro de las Metas de Aichi, compromiso que no ha cumplido. En el momento de la publicación de este artículo, es probable que se haya dado a conocer finalmente la Estrategia Europea de Biodiversidad 2030 dentro del programa de acciones que conducen a la COP15 de biodiversidad. Esperemos que sus objetivos no solo sean ambiciosos, sino que vengan vinculados a herramientas legislativas y financieras que garanticen, esta vez sí, su consecución.

¿Mea culpa?

Durante esta crisis, cada vez son más las voces que reclaman que una recuperación económica y social tras la pandemia no puede acometerse dándole la espalda a la naturaleza. Científicos, expertos y ecologistas llevan dando la voz de alarma años, décadas, sin el éxito necesario. En un comunicado reciente firmado por los responsables del informe IPBES y Peter Daszak, se vuelve a apuntar al gran error que está lastrando el porvenir del planeta: “Nuestros sistemas financieros y económicos mundiales (…) se basan en un paradigma que premia el crecimiento económico a cualquier precio” 3/. Consumismo, productivismo, extractivismo, desarrollismo. Asumir todo constructo socioeconómico en un supuesto falso: el crecimiento ilimitado. La base del capitalismo. Un sistema depredador que ha avanzado indemne apretando el acelerador y con las luces apagadas. Ese mismo sistema que, desde el colonialismo a la globalización neoliberal, ha extendido sus redes a todos los rincones de la Tierra. Si un ecosistema está cimentado en las relaciones de interdependencia que se establecen entre las especies que lo forman, entonces nuestro ecosistema trasciende toda barrera geográfica. El virus no entiende de fronteras. Los pecados ocultos que hemos cometido o permitido cometer en las antípodas de nuestras casas están entrando en nuestras vidas. Queda demostrada de manera definitiva la fragilidad de nuestro modelo económico frente al poder de la naturaleza.

“Hay una sola especie responsable de la pandemia de Covid-19: nosotros”, no dudan en afirmar Daszak y sus colegas. Pero tal vez todo esto no vaya de encontrar culpables, de señalar con el dedo. Tal vez ya no haya tiempo para eso. Tal vez este periodo de reflexión y asombro, en el que imaginamos con la mirada perdida desde nuestras ventanas o a través de las pantallas qué va a pasar cuando todo esto acabe, sea una hibernación necesaria para despertar diferentes, colectivos y exigentes. Reconozcamos que esto no es una crisis sanitaria, sino una crisis sistémica, que ya estábamos sufriendo, y de la que la pandemia es otro síntoma. Y está ocurriendo en un momento histórico de transformación legislativa y búsqueda de acuerdos globales. Hay que aferrarse a la oportunidad que supone poner en marcha la sociedad de nuevo y hacerlo con un cambio de paradigma que ponga la vida en el centro mismo del sistema. Basta ya de modelos financieros que premian lo destructivo. Promovamos leyes que penalicen la degradación de los ecosistemas y premiemos la inversión en nuevas realidades ecosociales justas. La recuperación debe ser global, común, no individual. El año 2020 puede ser el año en el que la humanidad corrigió el rumbo. Exijámoslo.

Todas y cada una de las especies que aún sobreviven en este planeta están estrechamente ligadas a la nuestra. Y no solo por los servicios que la naturaleza nos brinda, sino también espiritualmente. Abandonemos la perspectiva antropocéntrica. Somos la especie que tiene el poder de ser guardianes y garantes de la supervivencia de la biodiversidad. Estamos a tiempo de asumir el papel que nos corresponde y tomar las medidas que reviertan los procesos destructivos que nosotros mismos hemos creado. Es nuestra responsabilidad.

Jesús Martín Hurtado es arquitecto, activista en Ecologistas en Acción, y miembro del equipo coordinador de la campaña Sin biodiversidad no hay vida

Notas

1/ https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/vector-borne-diseases

2/ https://www.cbd.int/doc/strategic-plan/2011-2020/Aichi-Targets-ES.pdf

3/ https://ipbes.net/sites/default/files/2020-04/COVID19%20Stimulus%20IPBES%20Guest%20Article_Spanish.pdf

Referencias

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Fuente: https://vientosur.info/murcielagos-virus-bosques-ciudades/