A las 9,30 de la noche se levanta el telón y el portavoz, con el rostro demudado, da la noticia. Las campanas repican a muerto. El espectáculo comienza. El público llena la plaza a rebosar y los vendedores ambulantes hacen el agosto en la fría noche romana. Rápidamente se agotan todos los iconos en forma […]
A las 9,30 de la noche se levanta el telón y el portavoz, con el rostro demudado, da la noticia. Las campanas repican a muerto. El espectáculo comienza.
El público llena la plaza a rebosar y los vendedores ambulantes hacen el agosto en la fría noche romana. Rápidamente se agotan todos los iconos en forma de bufanda, foto o calendario que inmortalizarán al hombre de la ventana, la segunda ventana por la derecha del tercer piso.
Los canales de televisión llevan meses, incluso años, pagando el alquiler de áticos de la ciudad para la ocasión. Lo importante es tener buena vista y un espacio suficiente para instalar las cámaras y la antena satelital.
La conexión es total, planetaria, continua e interminable. La España aconfesional se pone a la cabeza y tira la casa por la ventana. Cualquier locutor se convierte, de repente, en avezado conocedor de la jerga eclesiástica y experto en nomenclatura vaticana. Se recitan fechas, cifras, nombres y datos litúrgicos preparados desde hace meses; se vomitan informaciones desmedidas; se hacen loas y panegíricos sancionados por cualquier libro de estilo periodístico. Ni el más mínimo sentido de la proporción y la distancia. Totus Tuus a tope.Las cadenas entrevistan a turistas de vacaciones en la ciudad, que pasean por el lugar. Algunos, ante la presencia de las cámaras y la belleza del marco que les rodea, se sienten transfigurados. Otros rompen a llorar ante el momento histórico que viven, desde la primera fila del patio de butacas.
Los organizadores del evento ofrecen una primicia histórica y se retransmite todo, o casi todo: la capilla privada, los sellos lacrados en la puerta del dormitorio, la traslación por el interior de palacio. La despedida íntima, el ritual secreto, es vista obscenamente y en directo por millones de personas.
Al fin se puede ver el cuerpo inerte portado por nobles romanos y franqueado por monjas polacas y alabarderos suizos. Las cámaras captan cada detalle y poro del rostro amoratado. Se puede adivinar que hubo sufrimiento en los últimos momentos. Se observan primeros planos de los orificios nasales sin algodones, de los párpados y los labios pegados, y de las uñas largas. El ambiente es sobrecogedor y el espectador, desde su casa, casi puede oler a santidad.
Instantaneidad y saturación, una buena combinación para frenar el desarrollo neuronal. El espectáculo se presenta en esta ocasión como número de cabaret, y la pornografía, algo consustancial a la televisión, se materializa como un desnudo integral y explícito que se alimenta del voyerismo practicante. El hombre de la ventana inicia su último viaje y con él nos sumerge de lleno en la era de la idolatría mediática.