Hoy, 26 de junio de 2009, me he levantado a las 6 de la mañana, he encendido el ordenador (como siempre), he abierto una de mis cuentas de correo electrónico (como siempre) y he recibido, como una pedrada contra el pecho, un email de Rúben Aguiar, un gran músico cubano, un gran amigo. Ya desde […]
Hoy, 26 de junio de 2009, me he levantado a las 6 de la mañana, he encendido el ordenador (como siempre), he abierto una de mis cuentas de correo electrónico (como siempre) y he recibido, como una pedrada contra el pecho, un email de Rúben Aguiar, un gran músico cubano, un gran amigo. Ya desde el «asunto» del mensaje, rotundo y claro, tristemente poético («Ha muerto Michel Jackson: ahora sí que hemos llegado a viejos«), comencé a sentirme literalmente desolado, triste, y lo más raro, lo peor: comencé a envejecer rápidamente. Y así estoy todavía, varias horas después: desolado, triste, viejo. Una grieta profunda atraviese mi adolescencia habanera, mi Alexis del Diezmero y se asoman por esa grieta novias y amigos, Tinito sobre todo, aquel morito sanmiguelino que era quien más se parecía a Michael, para envidia de todos: su misma piel (de entonces), su mismo pelo, su belleza y su físico.
Y aquellos pantalones pescadores. Y aquellas medias blancas. Y aquella delgadez exacta para retar a la fuerza de gravedad en los bailes. Michael Jackson marcó época. Su música, su baile, sus excentricidades. En realidad, la conocida como «era Obama» comenzó en Michael Jackson, pero nadie lo dice. O nadie lo sabe. Comenzó en Jackson mucho más que en Luther King o en Malcon X. Michael Jackson ilusionó desde el éxito descontaminado de política a millones de negros, demostró que se podía ser un genio y triunfar desde la nocturnidad cutánea, esa que terminó por asustarlo y convertirlo un un licántropo, pero también en un nictálope, dos esdrújulos musicalísimos y fuertes. El «yes, we can» de Obama bien pudo ser un estribillo de una canción de Jackson en los años 80. Un estribillo coreado por Quincy Jones, filmado por Scorsese, aplaudido por Liz Taylor. «Yes, we can«, pudo cantar Michael Jackson en los años 80, volviendo de entre los muertos, y muchos años después Barak Obama hizo suyo ese verso y puso a bailar al son de la esperanza a todo el mundo.
Hace pocos días un amigo hizo un chiste macabro, de humor negro, diciendo que Michel Jackson se había quedado solo porque se había metido a blanco, ahora que estaban de moda los Tiger Wood o los Obama. Un chiste de humor blanco, me dije yo. Un chiste andrógino. Y luego continuamos (en serio) analizando de qué raza era Obama, de qué raza éramos todos. Entonces no sospechábamos que Michael moriría, que nos envejecería con un golpe de magia, con un giro inesperado en su coreografía del asombro, pero sobre todo que nos dejaría sin color de piel, o sí, con el color de los incrédulos. Y así ha sido.
A mis 42 años me he quedado incrédulo clarito, y tú incrédulo oscuro, y aquel incrédulo retinto, y aquella incredulísima. Es el color, la raza, que marcará esta época. Color Obama, para los que gustan de un nombre más cosmético. O color Jacko, para que quienes amamos los nombres más sonoro. Porque en Michael todo era colorido, y cosmético, y cromático, pero sobre todo sonoro. Ha nacido, gracias a él, una nueva raza: la incrédulo-sonora. Un negro, genio precoz, que muere blanco y prematuramente, es un prototipo incrédulo-sonoro. Marca tendencia, dirían los expertos en frivolidades. Marca época, diremos el resto de mortales. Ahora recuerdo que en mi «segunda adolescencia» (a los veintitantos años) en ciertos círculos intelectuales de La Habana me avergonzaba reconocer mi admiración por Michael Jackson y guardaba para mí (bien dentro), las emociones tan profundas asociadas a su música. Ahora siento vergüenza de aquella vergüenza.
Nuestros intelectuales (en La Habana) eran demasiado «serios«, demasiado lezamianos para tomar en serio una charla sobre Billy Jean o sobre Thriller. Había que hablar de la posmodernidad y otras aristas perfiladas por la «metatranca» (un sublime neologismo auctóctono), y en ese ámbito no cabían el pop, la androginia, la personalidad indefinida del héroe de los negros del barrio. Ni siquiera entre nuestros intelectuales negros, que preferían disertar sobre Bob Marley o Stevie Wonder, que era un genio más serio. En fin, que a los intelectuales de mi generación «se nos fue la guagua» muchas veces. Bailábamos casino como trompos, pero éramos incapaces de resbalar sonbre las suelas, marcha atrás, ingrávidos. Y nos quedamos en la fachada de Neverland, en el chisme macabro, el chiste facilón, o el velado comentario racista y homófobo. ¡Oh, los intelectuales¡… He aquí una raza sin color y crédula.
Pero bueno, que me estoy yendo por los cerros de Úbeda. Cosas de la vejez, supongo. De la vejez repentina, que es la peor de todas. «Ahora sí que hemos llegado a viejos«, dice mi hermano Rúben Aguiar, un musicazo «rubio como el pubis de las mariposas«, un intelectual sobreviviente de la metatranca cultural de la isla. Y lo dice dolido, partido a la mitad como esas fotos que hay en las casas de los divorciados. Porque eso somos, Rúben (con tilde, para que no creas que es error ortógráfico, porque no suena igual Rubén en esta frase: repito): porque eso somos, Rúben: fotos partidas a la mitad con la muerte del mito, del genio, del primer obamista de la historia reciente. Fotos partidas a la mitad en las que estamos todos, cada uno de nosotros, en la parte que conservamos bajo el cristal de la cómoda, o en el fondo de una vieja gaveta, mientras en la otra parte falta él, moviendo el cuerpo como nadie, cayendo sin caer, caminando hacia atrás, dando golpes de pelvis sin parecer osbceno. Jackson, el mito. Michael, el eterno joven incrédulo-sonoro «Por otro lado, estaba claro también que jamás veríamos a MICHAEL JACKSON viejo. No habría perdón: ni él ni nosotros nos perdonaríamos eso», insiste Rubén, no Rúben, discutiéndolo con el viejo Rubencito.
Y desde lejos todos sus amigos, colegas, compañeros de música (viejos también de golpe) le damos la razón, qué remedio. Todos estamos envejecidos, encanecidos, ennietecidos, evocando desde un lejanísimo ¿recuerdas? al más pequeño de los Jackson. Por allá viene el anciano Tinito, pantalones pesqueros, medias blancas, sombrerito ladeado, defendiendo la última tesis de Rubén, aplaudida por Rúben, y enviada en un email por Rubencito: «Por supuesto, que entre sus tantas excentricidades cabría perfectamente la de morir en falso, desaparecer para siempre y garantizar así la eternidad al personaje que le tocó interpretar en este escenario común que es la postmodernidad y en la que le tocó un protagónico de lujo«.
Por supuesto, fue un lujo. Nosotros que no vimos actuar a Sarah Bernhardt , ni bailar a la Isadora Duncan, ni escribir a Quevedo, podemos alardear de haber sido, al menos, contemporáneos de otro mito: Jakcson. Porque los mitos reales escasean, no abundan, duran poco. Y es un absoluto lujo haberlo visto, haberlo oído, haber tenido su música como banda sonora de nuestra adolescencia.