«Nunca se supo quién cantó por primera vez una estrofa de ‘blues’», recuerda Valentín Ladrero. Pero allí radicaba el origen de buena parte de la música negra que se produjo a lo largo del siglo XX. Se trataba con el ‘blues’ de aligerar la tristeza, expansionar la ira y celebrar el gozo de la población […]
«Nunca se supo quién cantó por primera vez una estrofa de ‘blues'», recuerda Valentín Ladrero. Pero allí radicaba el origen de buena parte de la música negra que se produjo a lo largo del siglo XX. Se trataba con el ‘blues’ de aligerar la tristeza, expansionar la ira y celebrar el gozo de la población afroamericana, puede que en un campo de trabajo al norte del Misisipi, en una granja aislada o en la velada en unos almacenes vacíos de los Estados Unidos, durante las primeras décadas del siglo XX. Esta música que aspiraba a la libertad -fundamentada en los mitos de la muerte, el sexo y el diablo- partía de los «hollers», los cantos de labor de aquellas cuadrillas que retiraban de sol a sol piedras de las carreteras o se dejaban la piel en las plantaciones de algodón. «Mientras el ‘jazz’ representó el bullicio festivo de la vida en comunidad, el ‘blues’ caviló en soledad sobre su conflicto con las leyes redactadas por el hombre blanco», resume Ladrero en el libro «Músicas contra el poder. Canción popular y política en el siglo XX», publicado en 2016 por Ediciones La Oveja Roja.
El autor comienza el libro dando cumplidas explicaciones sobre esta música que representó la mugre y los problemas; aunque en los años 20 del pasado siglo el ‘blues’ rompió el aislamiento y, debido a que se optimizaron las grabaciones, llegó tanto al proletariado negro urbano como a algunos blancos liberales. Y se socializó esta música del sufrimiento. Sloan, Patton, Johnson, Son House… Después irrumpió la «Gran Depresión» y se desplomaron las grabaciones de ‘blues’ en Estados Unidos, como acreditan por ejemplo las ediciones de copias de la Compañía Columbia. Sin duda fue una manera de hacer música que dejó huella. «Con el ‘blues’ la población blanca norteamericana conoció por primera vez, en el siglo XX, la sensibilidad artística y las condiciones de vida de la población negra», explica el autor del libro. Después advino otro género afroamericano, montaraz y voluptuoso, el ‘jazz’, asociado a la innovación, los experimentos y las rupturas. Y también a la política, como se aprecia en la implicación del ‘free jazz’ en la lucha por los derechos civiles.
El magno trabajo de Valentín Ladrero, de 670 páginas, tal vez se explique mejor con unos trazos biográficos. El autor pensaba dedicarse al periodismo o la sociología, pero tras empezar a colaborar en la prensa y la radio se adentró en el mundo de la música. Y así, durante quince años, trabajó en la industria discográfica. Hasta que se lo dejó y actualmente participa en el movimiento ecologista. Ya no se acerca a la música del mismo modo que en su etapa profesional, ahora escribe, habla y escucha discos sin las ataduras de antaño.
En «Músicas contra el poder» se refiere al «hedonista», «salvaje» y «orgulloso» ‘funk’, que se abrió paso como alternativa al optimista y algodonoso ‘soul’ de manera que lo «negro» se tornó aún más amenazante. Estas palabras recogidas en el Festival de Wattstax (Los Ángeles, 1972) recogen las ambiciones de una época: «¡Poder para la gente de color! ¡El poder del soul! ¡Poder negro! ¡Queremos poder y lo queremos ahora! ¿Queréis escuchar funk?» Del partido de los Panteras emergieron bandas como The Lumpen, en alusión a los jóvenes residentes en las viviendas del gueto. Fueron los años del Black Power, «nunca antes la población afroamericana tuvo tanto empeño en devolver con la misma moneda tantos siglos de humillación y racismo», explica el escritor. Y así, en el libro se suceden las descripciones de géneros (populares) vinculados a la protesta. Del paro y las drogas en los barrios estadounidenses surgió el ‘hip hop’, con raíces en el grafiti. En los años 80 del siglo pasado, el ‘hip hop’ político en Estados Unidos engarzaba con la tradición de los Panteras y el Ejército de Liberación Negro.
El texto de Valentín Ladrero aborda múltiples frentes, entre otros la guerra española de 1936. El sector republicano difundió las canciones populares y obreristas, algunas de ellas publicadas durante la conflagración: «Cancionero Juvenil», «Seis canciones de guerra» o el «Cancionero de las Brigadas Internacionales», en 1938. En el frente se hacía uso, asimismo, de las danzas regionales, la Internacional y el Himno de Riego. «‘¡Ay Carmela!’ fue una de las canciones más populares de la guerra», detalla Ladrero. El libro penetra en pormenores como la experiencia del corresponsal del «Afro-American» de Baltimore en Madrid, Langstone Hughes, quien observó la admiración de los miembros de la Alianza de Intelectuales Antifascistas cuando llegó con una caja repleta de ‘swing’. Sin embargo, la música también anidaba en el «vientre de la bestia», en palabras del autor de «Músicas contra el poder». El ministro de Propaganda del III Reich, Joseph Goebbels, no tenía en estima una de las canciones que expresó toda la crudeza de la contienda, «Lilí Marlén, canción de un joven centinela». La consideraba «sentimental y decadente». A Hitler le obsesionaba Wagner, pero el nazismo estigmatizó el ‘jazz’ por tratarse, supuestamente, de una música «degenerada» debido a su origen negro.
El tercer bloque del libro, sobre la canción popular, atraviesa el océano. Un periódico argentino empleó por primera vez el término «tango» en 1886. Fue, según Ladrero, «el bálsamo y prodigio que llegó para curar las heridas de una Argentina en construcción». En el tango cobraron sentido grandes palabras como deshonra, traición, hambre y sexo. Junto a toda la metafísica, hubo canciones y tangos anarquistas, que se agregaron a las milongas, habaneras y guajiras. Cátulo Castillo compuso tangos de carácter social, por ejemplo «Tinta Roja», «El Aguacero» y «Caminito al taller», pieza interpretada por Carlos Gardel en 1925. Celedonio Flores, llamado «el hijo del pueblo» escribió en 1932: «Quisiera que alguien pudiera escucharlo/en esa elocuencia que las penas dan,/y ver si es humano querer condenarlo/por haber robado/¡un cacho de pan!»
Otra metafísica (libertaria) es la del flamenco, creación de los gitanos andaluces en un contexto de hambre y durísimas jornadas en el campo. A menudo se ha establecido la comparación entre el ‘blues’ y el flamenco, ambos surgidos a partir de la identidad étnica y la marginación social. El libro «Andalucía: su comunismo libertario y su cante jondo», de Carlos y Pedro Caba, afirma dónde escuchar en todo su vigor el cante jondo: en el campesino solitario, el recluso de la penitenciaría, la mujer del prostíbulo y el obrero de la mina. Además, en la calle y en medio de la epopeya barrial de los extrarradios nació en los años 70 la rumba. Igual que el cine quinqui y que palabras como chabolo, chorar, chorbo o chatarra. La rumba como «un acto asilvestrado ininteligible para el poder, enseñando los dientes torcidos y los tatuajes de la cárcel, el lugar más citado en sus letras», escribe el autor de «Músicas contra el poder». Los chunguitos cantaban letras de esta guisa: «Si me das a elegir entre tú y mis ideas,/que yo sin ellas/ soy un hombre perdido/ay amor, me quedo contigo».
Muy poco que ver con la explosión libertaria de la «chanson» y el mayo del 68 o, antes, con la bohemia existencialista de la Francia liberada, la resistencia y el periodo de entreguerras. Siempre con un modo singular de concebir la libertad, en la diversa nómina de la «chanson» figuran artistas como Maurice Chevalier, Charles Trenet, Boris Vian, Yves Montand, Juliette Gréco, Leo Ferré («Hablo, ladro como un perro. Soy un perro»), Georges Moustaki (quien cantó el derecho a la pereza y la felicidad) o el belga Jacques Brel. El recorrido continúa con la canción política italiana, a partir de la experiencia de la segunda guerra mundial y en los años 60 con las revueltas, manifestaciones y ocupaciones de fábricas. Así, se difundieron piezas del cancionero como «Cara moglie», de Ivan Della Mea. En 1961 Gianno Bosio y Roberto Leydi fundaron Edizioni Avanti! con el fin de difundir la canción política. Pero además de los grandes procesos y tendencias, el libro de «La oveja roja» se detiene en la caracterización de significados artistas. Violeta Parra se quitó la vida el cinco de febrero de 1967, antes de la victoria de la Unidad Popular chilena. En canciones como «La Carta» hace ver toda la dureza de la lucha de clases: «Me viene a decir la carta/que en mi patria no hay justicia,/los hambrientos piden pan,/plomo les da la milicia, sí».
Las canciones de amor y combate de la Nueva Troba Cubana, el «corrido» durante la revolución mexicana, la voz libre de Paco Ibánez («Galopa caballo cuatralbo, jinete del pueblo que la tierra es tuya/¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar!»), las «Trovas do vento» de la Revolución de los Claveles… Y el punk: «Un escorzo anfetamínico del viejo ‘rock and roll’, una deformación del caos y el ruido; su falta de pericia instrumental fue sustituida por actitud y carácter, acelerando y memorizando antiguos acordes aprendidos en las casas okupadas», explica Valentín Ladrero. El movimiento se despliega -en todo su nihilismo- durante la crisis más aguda tras la segunda guerra mundial. ¿Y el ‘reggae’? «Fue el ‘soul’ jamaicano, cuajado por la protesta y el sufrimiento», subraya el autor. «Se impregnó del relato político, de la trascendencia política rastafari y de las fantasías afrocéntricas recogidas en los textos de los intelectuales radicales negros de principios de siglo». En el libro hay también espacio para el más rápido y más peligroso Hardcore, las maneras de vivir del rock urbano, el sonido altermundialista o la música industrial y el cibercapitalismo.
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