Lo admito. De niño la actuación del mago me fascinaba. El prestidigitador, implacable vestido de frac, se remangaba ostentosamente para mostrar que no ocultaba nada entre sus ropas. Luego, litúrgicamente, repetía aquello de «nada por aquí, nada por allá». Para entonces mi imaginación ya estaba desatada y nunca me sentía defraudado por el prodigio que […]
Lo admito. De niño la actuación del mago me fascinaba. El prestidigitador, implacable vestido de frac, se remangaba ostentosamente para mostrar que no ocultaba nada entre sus ropas. Luego, litúrgicamente, repetía aquello de «nada por aquí, nada por allá». Para entonces mi imaginación ya estaba desatada y nunca me sentía defraudado por el prodigio que se producía ante mí. Y eso que en el fondo se trataba de portentos más bien tontos, como sacar moneda de la nariz de alguien, hacer surgir una paloma o un conejo blanco del fondo de una chistera o, en el mejor de los casos, lograr que un bella ayudante desapareciera dentro de alguna extraña caja, no sin antes haberla despedazado en tres partes sin motivo aparente.
En realidad creo que la capacidad de hacer aparecer y desaparecer las cosas ante las miradas más incrédulas, es tan intensa que nadie queda inmune a su hechizo. Incluso en sus versiones más toscas, sucias y canallas. Esto explica, por ejemplo, la inmutable pervivencia de los trileros. Porque, pese a los avances en la teoría del bosón de Higgs o las más increíbles propuestas surgidas de Silicon Valley, lo cierto es que nunca faltarán cándidos viandantes dispuestos a dejarse tentar por los cantos de sirena de un pícaro invitándoles a adivinar dónde está la bolita mientras sus manos ejecutan una vertiginosa coreografía de cubiletes sobre una mesa de cartón. Y siempre la bolita terminará desapareciendo ante sus ojos tan inevitablemente como el dinero de su ilusa apuesta.
La atracción por este juego que nos aguarda por las esquinas de Nueva York o Madrid, es tal que ha terminado dando sentido a nuestras sociedades postindustriales. Porque se equivocan quienes comparan las modernas economías con un casino ávido de colmar con ganancias a la banca. No. Hace tiempo que superamos esa fase superior del capitalismo para adentrarnos en este particular reino de trileros donde eso sí los timadores se nos presentan vistiendo las mejores galas de emprendedores.
Jenaro García, el ya expresidente de Gowex, ha sido uno de los últimos expertos surgidos en esto del arte de birlibirloque económico. Sus habilidades con el movimiento de cubiletes dejó extasiados a los apasionados por las serpientes bursátiles, hasta que estupefactos descubrieron que una vez más la bolita desaparecía y con ella se evaporaban cientos de millones de pequeños inversores. El resultado de las auditorías a la empresa de wifi acabarían así asemejándose a la vieja fórmula del prestidigitador: nada por aquí, nada por allá.
Tampoco sorprende su historia si pensamos que lo que ha caracterizado la Marca España es su capacidad para generar trileros. Vamos, que acumulamos escuela como vienen demostrando los directivos de Pescanova con su habilidad para volatilizar millones con la misma gracia con que la pequeña esfera parece pasar de un cubilete a otro hasta perderse en la ausencia. Por no hablar de la facilidad con que la banca española ha sabido pasar la factura de sus bolitas a las arcas pública. O la aportación de Enrique Bañuelos, ese gran maestro de la logia trilera que tras agotar su capacidad de encantamiento por los callejones de Astroc ahora vuelve a interpelar a los paseantes por la esquinas de Barcelona World con su seductor «¿dónde está la bolita?».
Aunque para bolita esquiva la que en las últimas semanas le ha crecidoa la Generalitat Valenciana. Si Eduardo Zaplana con su bronceado irredento transmitía la imagen perfecta del embaucador de oro, al final fue Francisco Camps quien con su estética de monaguillo ataviado por Forever Young, acabó destapándose como un genio de la trapacería. Su empeño en aplicar las prácticas de la empresa privada a la gestión pública le llevaron a hacer desaparecer 2.600 millones de euros -hasta ahora- de las cuentas públicas con un sencillo y ágil movimiento de muñecas. Aunque su jugada maestra llegó sin siquiera proponérselo, al desaparecer del escenario antes de que Bruselas descubriera el engaño, para dejar al iluso Alberto Fabra con el rostro desencajado y los cubiletes acusadores en la mano. Ni Houldini lo hubiera hecho mejor.
Fuente: http://www.eldiario.es/cv/opinion/alla_6_282131817.html