Evasivos: necesidad humana
Partamos por decir que las drogas son algo tan viejo como la civilización humana. Nuestra vida no es precisamente un paraíso. Más aún, como se ha dicho acertadamente: “el único paraíso es el perdido”; en otros términos: hay siempre un malestar intrínseco a la condición humana, en tanto nuestra vida se anuda inexorablemente al conflicto y a los juegos de poder, todo lo cual puede conducir a la violencia, siempre presente, en mayor o menor grado y con distintas modalidades, en la dinámica cotidiana. Diversos autores, en numerosas culturas a través del tiempo, han advertido esa condición humana: “La violencia es la partera de la historia”, pudo decir Marx, por citar alguno de ellos.
Dicho de otro modo: la realidad tiene una cuota de un considerable peso que hay que soportar. Es por eso que siempre, en todo momento histórico y en todo modo civilizatorio, ha existido la evasión de la realidad como una forma de eludir esa crudeza de la vida. Para ello el consumo de determinadas sustancias (alcohol etílico, alucinógenos, tranquilizantes, hoy día un enorme arsenal de psicofármacos legales) ha jugado, y sigue jugando, un papel de gran importancia, tanto a nivel de uso individual como práctica de índole colectiva, ligada en mayor o menor medida a la espiritualidad en sentido amplio.
Plantearse un mundo libre de drogas, como bienintencionadamente muchos lo hacen, es encomiable. De todos modos, siendo realistas y teniendo en la mano los conocimientos que las ciencias sociales modernas con criterio crítico proporcionan, como mínimo habría que abrir algún cuestionamiento a esa propuesta. Si, tal como hoy puede constatarse, la narcoactividad se amplía continuamente, ello significa: o bien que la sociedad está cada vez más necesitada de este tipo de placeres dañinos (vías de escape ilusorias a la dureza de la realidad, “goce” en sentido psicoanalítico del término), o que hay agresivas políticas mercadológicas fomentando ese consumo. O, complejizando el asunto, estamos ante una combinación de ambos factores, lo cual hace infinitamente más complicado su estudio, y más aún, su solución en tanto problema a encarar.
Lo cierto es que lo que años atrás –quizá siete u ocho décadas, un par de generaciones en términos socio-demográficos–, es decir: el consumo regular de sustancias psicoactivas, constituía una extravagancia, un toque distintivo de grupos muy delimitados (la bohemia, algunas subculturas marginales –hampa–, la farándula), en la sociedad global de hoy pasó a ser una mercadería más. Ilegal, por cierto; pero mercadería consumida en cantidades fabulosas, y siempre en aumento. En el imaginario colectivo ha ido prendiendo la noción de que ese consumo es “cool” (hay que decirlo en inglés, lo cual ya permite ver los elementos ideológico-culturales que allí se presentifican).
Aparece el narcotráfico
Dicho consumo va obligadamente de la mano de una narcoactividad que marca buena parte de la dinámica planetaria actual, la cual parece llegada para quedarse. La producción, el tráfico, el consumo y el lavado de activos que todo el circuito establece, no son meras circunstancias marginales. Por el contrario, constituyen piezas de gran importancia en la dinámica del sistema-mundo contemporáneo. Se mueve muchísimo dinero, pero el mismo casi no llega al productor primario, el campesino que cultiva las plantas de donde saldrán las drogas una vez procesadas (la hoja de coca, la amapola, el cannabis). Él, que recibe algo más que con los cultivos de subsistencia tradicionales –por lo cual se dedica a estas siembras ilegales, por pura necesidad económica–, es el último eslabón de la cadena. Ganan en forma fabulosa quienes transforman esa materia prima en narcóticos que luego distribuyen. Es decir: lucran las cadenas de distribución –lo que llamamos narcotráfico– y los circuitos financieros que “lavan” esas enormes masas de dinero que todo el negocio genera.
¿Por qué hoy es cool consumir drogas entre la juventud? ¿Por qué hoy las y los jóvenes de todo estamento social, en países ricos y pobres, casi que obligadamente tienen que consumir drogas? De pronto, para la década de los 60 del siglo pasado, hacen su aparición estelar. Básicamente, en principio, ligadas al movimiento hippie, en sus orígenes movimiento de profunda protesta antisistémica surgido en Estados Unidos, llamando al no-consumo en una sociedad edificada ante todo en el hiper consumo; y llamando igualmente a la paz en el medio de la sangrienta guerra de Vietnam que llevaba adelante su clase dirigente a través del gobierno de turno. ¿Una forma de adormecer la protesta? Sin dudas. Surge entonces la Operación CHAOS, mecanismo encubierto de la CIA para neutralizar toda manifestación juvenil de disenso. En ese contexto, la aparición masiva de drogas fue un hecho.
Hasta el legendario conjunto musical The Beatles –avanzada del imperialismo británico para intentar recuperar cierta cuota de presencia global que había perdido ante el impetuoso avance de su ex colonia americana– hace su encomio de las sustancias psicoactivas con su canción “Lucy en el cielo con diamantes” (Lucy in the Sky with Diamonds), mensaje apologético del ácido lisérgico, LSD-25 (dietilamida del ácido lisérgico). La orientación entonces, dictada por algunos poderes, pareciera: “hay que consumir drogas. Eso sirve para desconectar”. Siguiendo a Charles Bergquist –citado por Noam Chomsky– en su obra Violence in Colombia 1990-2000, puede afirmarse que:
“La política antidrogas de Estados Unidos contribuye de manera efectiva al control de un sustrato social étnicamente definido y económicamente desposeído dentro de la nación [población negra, y luego la juventud en su conjunto], a la par que sirve a sus intereses económicos y de seguridad en el exterior”.
En esa sintonía agrega Isaac Enríquez Pérez:
“Es conveniente para las mismas estructuras de poder y riqueza que los jóvenes vivan presa de las adicciones y permanentemente drogados a que se despojen de su social-conformismo y muestren su inconformidad ciudadana por los cauces de la praxis política y la organización comunitaria.”
El principal proveedor de cocaína para Estados Unidos (primer consumidor global) pasa a ser Colombia en los años 70 del pasado siglo. Curiosamente en Colombia no existía la planta de coca, oriunda del Altiplano andino (Bolivia y Perú). Se la introdujo en el país caribeño, lo cual lleva a pensar obligadamente en agendas ocultas, invisibilizadas para la población. Las mafias colombianas del caso se encargaron luego del trasiego. Para la lógica impuesta a través de los medios comerciales de la corporación mediática capitalista, esos grupos son los “monstruosos” delincuentes a combatir, los “malos de la película”: primeramente colombianos, luego mexicanos. Se teje toda una narrativa al respecto, y la opinión pública queda así moldeada.
Hoy en día el consumo de drogas ilegales (de marihuana en adelante, incluyendo el uso de sustancias más y más mortíferas, con efectos catastróficos para la salud biológica y psicológica, como las llamadas drogas de diseño o sintéticas, las que están en auge: krokodil (la droga caníbal), flakka, sales de baño, AH-7921, fentanilo, metanfetamina de cristal, escopolamina o burundanga) es uno de los grandes negocios planetarios (alimentando el narcolavado y los capitales financieros, muchas veces depositados en paraísos fiscales sin regulación alguna, con el mayor secretismo), y un poderoso argumento para que Washington pueda militarizar el planeta. La supuesta “lucha contra las drogas” no es tal. Una vez más, citando a Enríquez Pérez, podemos ver que:
“Si el narcotráfico fuese declarado legal por los Estados, en un plazo extremadamente corto la economía capitalista sería dinamitada en sus cimientos y perdería razón de ser. Las mismas élites políticas que recurren a las campañas electorales financiadas con fondos de procedencia ilícita, tampoco serían posibles sin la contribución financiera de estas actividades criminales”.
Problema multifacético
Hoy el consumo de estas sustancias que caen bajo la denominación de “drogas ilegales” ha ido tomando características tan peculiares que lo transforman en un verdadero problema a escala planetaria. Problema con numerosas aristas: de salud pública ante todo, cultural, político, social. En definitiva, un asunto que hace a la calidad de vida de toda la población mundial en un sentido amplio. Tan grande es la magnitud del problema que ello ha desembocado en un asunto de estrategia militar. O, al menos, hacia ese ámbito se lo ha llevado. En otros términos: tiene que ver con el manejo global de todos los habitantes del planeta desde la óptica de los grandes poderes actuantes y su declarada “seguridad”. El mensaje casi apocalíptico es que la sociedad planetaria está en peligro ante esas fuerzas demoníacas, por lo que “hay que actuar”.
De acuerdo a la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito –UNODC, por su sigla en inglés–:
“Las drogas constituyen actualmente el mercado de productos ilegales más grande del mundo, un mercado fuertemente ligado a actividades criminales de lavado de dinero y corrupción. (…) Los principales beneficiarios de la guerra contra las drogas son los presupuestos de las fuerzas armadas, la policía y las cárceles, así como de otros sectores relacionados al área de tecnología e infraestructura.”
El consumo de sustancias prohibidas se viene incrementando durante todo el siglo XX, pero las últimas décadas lo presentan ya con una magnitud alarmante. La cantidad de muertes que produce su consumo (más de 1.600 diarias en el mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud –OMS–), las discapacidades que trae aparejadas, los circuitos de criminalidad conexos, la pérdida de recursos que conlleva y el fomento de una cultura no sostenible en términos ni económicos ni sociales, hacen del consumo de drogas ilegales un cortocircuito con el que todos, Estado y sociedad civil, desde distintos niveles y con grados de responsabilidad diversos, están implicados. El paisaje social de prácticamente todos los países (al menos los capitalistas) ha cambiado desde que las drogas fueron haciendo su entrada masiva, a partir de la década de los 60 del pasado siglo.
Que todo esto constituye un problema, se sabe. Ahora bien: si disponemos de todo este conocimiento sobre los diversos factores implicados, tanto de la demanda como de la oferta, ¿por qué no vemos una tendencia a la baja en la problemática? La situación lleva a pensar que hay grandes poderes que no desean que esto termine.
Se puede decir que, pese a que el tema está siempre en la agenda mediática en todas partes y en todo momento, siempre con un carácter catastrofista y en la lógica de problema policial, se sabe relativamente muy poco sobre el asunto en su real dinámica interna. Hay una versión oficial, manejada incansablemente por los medios de comunicación social –verdaderos hacedores de la opinión pública; al esclavo lo hacen pensar con la cabeza del amo– y hay una realidad no dicha.
La imagen oficial presenta el asunto como “flagelo” social manejado por unas cuantas mafias tenebrosas (ayer colombianas, hoy mexicanas en Latinoamérica, chinas, japonesas y birmanas en Asia) con capacidad de acción internacional. De alguna manera se tiene una versión policial del asunto, bastante cinematográfica (en el peor sentido hollywoodense), mientras que el énfasis de la solución no está puesto en la prevención del consumo y en los aspectos sanitarios de la recuperación de los drogodependientes. La mayor parte de las intervenciones –y por tanto, el mensaje en juego– apunta al comercio de las sustancias, habitualmente conocido como “narcotráfico”, con total acento en abordajes punitivos, donde juegan un papel crucial las fuerzas de seguridad: policías y ejércitos.
Es importante decir que el campo de las drogas muestra un complejísimo entrecruzamiento de discursos y prácticas sociales de las más variadas; por tanto, admite diversos abordajes. Es, sin dudas –en eso todos coincidimos– una herida abierta. La cuestión estriba en cómo y por dónde actuar: ¿prevención, represión? ¿Se debe poner el acento en la oferta o en la demanda? Una visión científica y equilibrada debería apuntar a “ejércitos” de trabajadores de la salud (médicos, psicólogos, trabajadores sociales). Por el contrario, la tónica dominante nos confronta con ejércitos militares armados hasta los dientes.
¿A quién beneficia?
Si se observa la magnitud descomunal del negocio de las drogas ilícitas, se comienza a tener una dimensión distinta del problema. Todo el circuito de los estupefacientes mueve no menos de 400 mil millones de dólares anuales, quizá más –uno de los grandes negocios de la humanidad, de los más redituables, no tan lejos de las estratosféricas ganancias del negocio de las armas, de las tecnológicas, del petróleo–. Obviamente todo eso constituye algo más, infinitamente mucho más que un problema sanitario. Sabemos que esa monumental cifra de dinero se traduce en poder; y por tanto en influencia política, lo que implica niveles de corrupción y se asocia inexorablemente con violencia. Las secuelas físicas y psicológicas del consumo de tóxicos –que afectan al consumidor individual– empalidecen así ante las consecuencias de esta faceta mercantil del fenómeno con implicancias sociopolíticas tan profundas, de impacto social, masivo.
¿Qué pasaría si se despenalizara el consumo de estas sustancias? El hecho de vetar el acceso legal a las sustancias psicoactivas, en vez de promover su rechazo, alienta un mayor consumo (irrefutable verdad de la psicología humana: lo prohibido atrae, fascina). Por lo pronto, como un esfuerzo digno de ser mencionado y totalmente silenciado por la prensa capitalista comercial, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC– produjeron un documento en marzo del 2000, donde expresaban:
“Legalizar el consumo de la droga, única alternativa seria para eliminar el narcotráfico. El narcotráfico es un fenómeno del capitalismo globalizado y de los gringos en primer lugar. No es el problema de las FARC. Nosotros rechazamos el narcotráfico. Pero como el gobierno norteamericano pretexta su criminal acción contra el pueblo colombiano en la existencia del narcotráfico lo exhortamos a legalizar el consumo de narcóticos. Así se suprimen de raíz las altas rentas producidas por la ilegalidad de este comercio, así se controla el consumo, se atienden clínicamente a los fármaco-dependientes y liquidan definitivamente este cáncer. A grandes enfermedades grandes remedios.”
Por supuesto que el discurso oficial jamás tomó en cuenta esto; por el contrario, continuó acusando a las fuerzas insurgentes de “narcotraficantes”, las “narcoguerrillas”.
Hoy día mucho se hace en torno al combate del consumo de drogas ilícitas; pero curiosamente el consumo propiamente dicho no baja. ¿No puede esto llevar a pensar, quizá con cierta malicia, pero tratando de entender en definitiva el porqué de esta tendencia, que hay “agendas ocultas” en todo esto? A los factores de poder, a aquellos que desde el capitalismo global fijan en muy buena medida la marcha del mundo, no pareciera, fuera de pomposos discursos altisonantes, que realmente les interesara la desaparición de este flagelo. ¿Por qué no se despenaliza entonces el consumo, o se lo reglamenta, de tal forma de aminorar los riesgos para la salud, transformando el negocio en algo lícito y controlado bajo ciertos rigurosos parámetros, pagando impuestos, por ejemplo, como se hace con el alcohol? Esa maniobra, sin dudas, traería aparejado el fin de innumerables penurias que se dan en torno a este ámbito: bajaría la criminalidad, la violencia que acompaña a cualquier actividad prohibida; incluso hasta podría bajar el volumen mismo de consumo, al dejar de presentar el atractivo de lo vedado, de la “fruta prohibida” tentadora. Pero contrariando las tendencias más racionales, estamos lejos de ver una despenalización.
Por el contrario, cada vez más crece el perfil de lo punitivo: el combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de las agendas políticas de los Estados. Eso se anota hoy como uno de los grandes problemas de la humanidad; y ahí están a la orden ejércitos completos para intervenir en su contra. Repitamos: ejércitos con el armamento más sofisticado, no con acciones de salud, preventivas, médico-psicológicas. Quizá el modo de producción y consumo que el capitalismo trae aparejado, con una infernal apología del individualismo consumista y el hedonismo inmediato, inexorablemente conduce a ese goce enfermizo de la autodestrucción. ¿Por qué, si no, ese aumento exponencial de estos nuevos tóxicos químicos tan sumamente letales que hoy se vive ya como epidemia? No está de más recordar lo dicho al respecto por Shannon Monnat, de la Universidad de Siracusa, de Nueva York, comentando las causas de ese descomunal crecimiento del consumo:
“El aumento de los trastornos por consumo de drogas en los últimos 20 a 30 años es un síntoma de problemas sociales y económicos mucho mayores (…) Las soluciones para combatir nuestra crisis de sobredosis de drogas solo serán efectivas si abordan los determinantes sociales y económicos a largo plazo que están en la base”.
¿Qué hacer entonces?
Ante este panorama, y desde una lectura marxista del fenómeno, es pertinente abrir algunas preguntas/reflexiones. Terminada la Guerra Fría con la desaparición del bloque socialista europeo y la desintegración de la Unión Soviética, el imperialismo estadounidense trocó su presencia militar global, desplegada entonces para enfrentar el “comunismo internacional”, persiguiendo ahora a estos nuevos “demonios” que conspiran contra “la paz” y la “sana convivencia democrática”. El poder hegemónico de Washington, más aún en décadas pasadas, cuando se erigía en presunto centro del mundo sin rivales geopolíticos a la vista –ahora apareció la República Popular China con su proyecto de “socialismo a la china”, que lo tiene muy nervioso–, encontró en este nuevo campo de batalla un terreno fértil para prolongar/readecuar su estrategia de control universal, con el negocio de los armamentos siempre en el horizonte. En Latinoamérica al menos, según consta en los ultrarreaccionarios Documentos de Santa Fe, esa parece haber sido la estrategia. Tal como encontró también –o lo fabricó a su medida– una posibilidad de expansión militar sin límites con el llamado “terrorismo islámico”, nueva “plaga bíblica” que le ha permitido su estrategia imperial de dominación militar unipolar con su iniciativa de guerras preventivas en el momento que se sintió dominador absoluto, en los 90 del pasado siglo.
Hoy la dinámica geopolítica ha cambiado, y Estados Unidos, que no ha dejado de ser una superpotencia, ve que lenta pero irremediablemente va perdiendo su cetro de hegemón mundial. De todos modos, la guerra contra el narcotráfico no la ha abandonado, y en Latinoamérica le sigue siendo muy funcional. La DEA –de dudosa reputación en esta supuesta lucha, cuestionada en su presunta función de combatir el “flagelo” que acecha en las sombras– le es operativa en su tarea de asegurar su “patio trasero”. La tristemente célebre Doctrina Monroe (“América para los americanos” … del Norte) sigue vigente. En vez de atacar el consumo en su país Washington pone el acento en la intervención fuera de sus fronteras.
El mundo de las drogas ilegales es un fenómeno tan particular que tiene una lógica propia inhallable en otros ámbitos: por un lado, se mantiene y perpetúa como negocio del que se benefician muchos; por otro se sostiene de fabulosas fuerzas políticas que no pueden ni quieren prescindir de él en tanto coartada y espacio que facilita el ejercicio del poder. Al mismo tiempo existen dinámicas psicosociales (consumismo, modas, valores de la sociedad competitiva y burdamente materialista, la angustia de sociedades basadas en el primado de lo individual sobre lo colectivo, la inducida sed de novedades y nuevas mercaderías a consumir –las drogas son una de ellas–) que llevan a enormes cantidades de individuos, jóvenes fundamentalmente, a la búsqueda de identidades y reafirmaciones personales a través del acceso a los tóxicos prohibidos, lo cual se enlaza y articula con los factores anteriores.
Este negocio es, en otros términos –siguiendo lo expresado por la citada catedrática de la Universidad de Siracusa – un síntoma de los tiempos actuales: el capitalismo hiperconsumista centrado en la adoración de la tecnología y en el fetiche de la mercancía, que ha dejado de lado lo humano en tanto tal, todo lo cual no puede dar otro resultado que un negocio sucio pero tolerado –¿alentado?– que, bajo cierto control, sigue haciendo mover buena parte del aparato de la sociedad. El costo de todo ello: algunos sujetos quedan en el camino, se tornan tóxicodependientes y pueden morir de sobredosis, pero eso no desestabiliza especialmente el orden instituido. Y ahí están las comunidades de rehabilitación para dar algunas respuestas cuando ello es necesario. Respuestas puntuales, por cierto, que no tocan las raíces mismas del problema.
Junto a este doble discurso hipócrita, es de destacarse la política seguida en los países socialistas respecto al narcotráfico: China mantiene una tolerancia cero para el mismo, con una rigurosa condena a muerte en caso de trasiego en grandes cantidades. Y en Cuba fue emblemático el tratamiento dado a un otrora héroe nacional, como el general Arnaldo Ochoa, quien se dedicó a este negocio colaborando con el cartel de Medellín en el tráfico d cocaína rumbo a Estados Unidos, por lo que fue condenado a muerte junto a otros tres oficiales. Como se dijo muy acertadamente: “En Cuba puede haber corrupción, pero no hay impunidad”.
Justamente en orden a ese hipócrita y cínico doble discurso que nos presenta a diario el capitalismo, es de destacarse que son esos mismos factores de poder que mueven la maquinaria social del sistema global los que han puesto en marcha el mecanismo del hiper consumo que ahora se constata: crearon la oferta, generaron la demanda con sutiles mecanismos de mercadotecnia, y sobre la base de ese circuito tejieron el mito de unas maléficas mafias superpoderosas enfrentadas con la humanidad, causa de las angustias y zozobras de los “honestos ciudadanos”, motivo por el que está justificado una intervención policíaco-militar a escala planetaria. Lo curioso es que de la tonelada y media de sustancias que llega a las fronteras estadounidenses cada día, procedente de Latinoamérica o del Asia, nunca se dice nada de quién las comercializa en su territorio. Obviamente, habrá redes encargadas de ello. De eso no se habla una palabra. El enemigo, para esta interesada visión imperial, está en las montañas del Asia central o de América Latina; o en mafias tenebrosas que atentan desde las sombras. De todos modos, es más que evidente que quemar sembradíos en esas regiones o “bombardear” México, como ahora impulsa el presidente Trump, no detiene el consumo de los jóvenes estadounidenses, muchos de los cuales terminan siendo lamentables piltrafas humanas.
El narcotráfico al que hoy asistimos no es sino una expresión más de la lucha de clases a nivel global, donde el país hegemónico del capitalismo, Estados Unidos, busca por todos los medios continuar con su posición de dominante, aplastando al resto del mundo, y básicamente, a la gran masa trabajadora. Quizá la evasión del malestar humano sea algo que jamás vaya a terminar; el mismo está indisolublemente articulado en nuestra dinámica. Valga agregar que una obra fundamental de Sigmund Freud en cuanto a la lectura social propuesta desde el psicoanálisis lleva por título, justamente, “El malestar en la cultura”. De todos modos, la implementación de este abominable recurso de la promoción artificial del consumo de evasivos como forma de control social debe terminar. Que el emblemático “Caso Ochoa” de Cuba revolucionaria y socialista marque el camino.
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