Antes del Tren de Aragua, fueron los empresarios. Los del papel higiénico, de las farmacias, de los pollos, del gas licuado y de lo que usted sospeche. ¿No es acaso crimen organizado el descubierto en las declaraciones de ese pinganilla de apellido Hermosilla?
Un poco antes, fueron los altos mandos militares y policiales que se encariñaron con dineros fiscales y, para el efecto de llevárselos para la casa, urdieron complejas estructuras y equipos bien pensados.
Hace medio siglo, inaugurando la temporada de robos, estafas y operaciones de mexicanas contra propiedades al Estado, fue la dictadura que irrumpió un martes algo nublado pregonando que iban a restaurar los valores patrios, la honestidad, la decencia y otras fantasías.
De modo que la solución al fenómeno de la delincuencia que la alharaca presidencial avisa como cosa nueva y eficiente y de la que dan cuenta los matinales de la televisión uniformada, centrada en más cárceles, soldados en las calles, más leyes represivas y más artilugios que espían a los potenciales delincuentes, no pasa de ser un aviso para la galería.
Eso es atacar el síntoma puntual, pasajero y variable. No las razones que le dan cabida y naturalizan.
Si se quiere hacer algo en serio se podría empezar, solo para dar una señal, por sancionar a los medios de comunicación que ganan dinero con la sobrexplotación mediática del miedo. En los matinales solo les falta transmitir en vivo el siguiente asesinato. Habría que inventar algo llamado deontología periodística por ver si algo les suena, y de paso sacar del aire a periodistas perfectamente ignorantes.
Y, ya más en serio, revisar el origen de las más grande fortunas como para ver el grado de honestidad, apego a la ley y a los mandamientos de sus religiones de los millonarios y poderosos que mandan en el país.
Chile se ha convertido en una meta para la delincuencia de todo tipo en virtud del triunfo de un Orden que lo permite y que fue impuesto a sangre y fuego por la dictadura y perfeccionado con devoción por los oportunistas, falaces y tránsfugas que le han lavado la cara en más de treinta años de gestión.
En adelante, la cosa fue hacer leyes inútiles solo para hacer la pantomima. En Chile la mayor parte de las leyes que combaten la delincuencia, no funcionan.
Ya la distribución de la riqueza de la que hablan las estadísticas indica que algo huele mal detrás de esos lujos y placeres. Sería cosa de seguir el movimiento de esos dineros para darse cuenta de que, en algún momento, alguien fue estafado, esquilmado, cogoteado o simplemente explotado por un sueldo indigno.
Chile se ha convertido en un país de las oportunidades para los ladrones, sinvergüenzas y corruptos porque el Estado abandonó su labor de prevención y represión del delito. Antes tampoco digamos que era la gran cosa, pero algo era.
Durante los años que siguieron a la dictadura las policías y los tribunales no se sacudieron de su convicción doctrinaria de que el enemigo era el comunista alborotador, el estudiante rebelde, el mapuche insumiso y la mujer protestona.
Para controlar a esa chusma, no hay inconveniente ni faltan recursos ni leyes. Para asaltar a sangre y fuego un jardín infantil y una radio comunitaria sospechosa de zurdería, la cosa sí funciona. Para asolar comunidades de mapuche que lo único que piden es su derecho a ser, sí hay armas, medios blindados y una infantería con alto grado de valer combativo. Y sobre todo, tribunales que en ese caso sí funcionan.
Pero no se trate de una banda de traficantes que se toma una población para celebrar un difunto. Ahí la cosa se ve desde lejitos.
La delincuencia se instala en donde la democracia es débil, en donde el pueblo está desmovilizado y desmotivado, donde las instituciones funcionan solo para los poderosos, donde la gente está a merced de la manipulación de los grandes consorcios de la mentira televisada, y donde la carcoma de la corrupción se ha metido hasta mitocondria en el tejido social y del Estado.
Es decir, donde los principios del neoliberalismo se han anclado en la sociedad como una cosa viva que ha colonizado las conciencias. Y eso no lo mejora ni las cárceles ni las policías, las tropas o nuevas leyes.
Hagan lo que hagan para adormecer las efectos más inmediatos de la delincuencia, será de corto vuelo. La proliferación y desarrollo de las delincuencias se va adaptando a las nuevas condiciones, curiosamente tal como lo hace la economía de libre mercado.
Antes del Tren de Aragua, fueron los empresarios. Los del papel higiénico, de las farmacias, de los pollos, del gas licuado y de lo que usted sospeche. ¿No es acaso crimen organizado el descubierto en las declaraciones de ese pinganilla de apellido Hermosilla?
Un poco antes, fueron los altos mandos militares y policiales que se encariñaron con dineros fiscales y, para el efecto de llevárselos para la casa, urdieron complejas estructuras y equipos bien pensados.
Hace medio siglo, inaugurando la temporada de robos, estafas y operaciones de mexicanas contra propiedades al Estado, fue la dictadura que irrumpió un martes algo nublado pregonando que iban a restaurar los valores patrios, la honestidad, la decencia y otras fantasías.
De modo que la solución al fenómeno de la delincuencia que la alharaca presidencial avisa como cosa nueva y eficiente y de la que dan cuenta los matinales de la televisión uniformada, centrada en más cárceles, soldados en las calles, más leyes represivas y más artilugios que espían a los potenciales delincuentes, no pasa de ser un aviso para la galería.
Eso es atacar el síntoma puntual, pasajero y variable. No las razones que le dan cabida y naturalizan.
Si se quiere hacer algo en serio se podría empezar, solo para dar una señal, por sancionar a los medios de comunicación que ganan dinero con la sobrexplotación mediática del miedo. En los matinales solo les falta transmitir en vivo el siguiente asesinato. Habría que inventar algo llamado deontología periodística por ver si algo les suena, y de paso sacar del aire a periodistas perfectamente ignorantes.
Y, ya más en serio, revisar el origen de las más grande fortunas como para ver el grado de honestidad, apego a la ley y a los mandamientos de sus religiones de los millonarios y poderosos que mandan en el país.
Chile se ha convertido en una meta para la delincuencia de todo tipo en virtud del triunfo de un Orden que lo permite y que fue impuesto a sangre y fuego por la dictadura y perfeccionado con devoción por los oportunistas, falaces y tránsfugas que le han lavado la cara en más de treinta años de gestión.
En adelante, la cosa fue hacer leyes inútiles solo para hacer la pantomima. En Chile la mayor parte de las leyes que combaten la delincuencia, no funcionan.
Ya la distribución de la riqueza de la que hablan las estadísticas indica que algo huele mal detrás de esos lujos y placeres. Sería cosa de seguir el movimiento de esos dineros para darse cuenta de que, en algún momento, alguien fue estafado, esquilmado, cogoteado o simplemente explotado por un sueldo indigno.
Chile se ha convertido en un país de las oportunidades para los ladrones, sinvergüenzas y corruptos porque el Estado abandonó su labor de prevención y represión del delito. Antes tampoco digamos que era la gran cosa, pero algo era.
Durante los años que siguieron a la dictadura las policías y los tribunales no se sacudieron de su convicción doctrinaria de que el enemigo era el comunista alborotador, el estudiante rebelde, el mapuche insumiso y la mujer protestona.
Para controlar a esa chusma, no hay inconveniente ni faltan recursos ni leyes. Para asaltar a sangre y fuego un jardín infantil y una radio comunitaria sospechosa de zurdería, la cosa sí funciona. Para asolar comunidades de mapuche que lo único que piden es su derecho a ser, sí hay armas, medios blindados y una infantería con alto grado de valer combativo. Y sobre todo, tribunales que en ese caso sí funcionan.
Pero no se trate de una banda de traficantes que se toma una población para celebrar un difunto. Ahí la cosa se ve desde lejitos.
La delincuencia se instala en donde la democracia es débil, en donde el pueblo está desmovilizado y desmotivado, donde las instituciones funcionan solo para los poderosos, donde la gente está a merced de la manipulación de los grandes consorcios de la mentira televisada, y donde la carcoma de la corrupción se ha metido hasta mitocondria en el tejido social y del Estado.
Es decir, donde los principios del neoliberalismo se han anclado en la sociedad como una cosa viva que ha colonizado las conciencias. Y eso no lo mejora ni las cárceles ni las policías, las tropas o nuevas leyes.
Hagan lo que hagan para adormecer las efectos más inmediatos de la delincuencia, será de corto vuelo. La proliferación y desarrollo de las delincuencias se va adaptando a las nuevas condiciones, curiosamente tal como lo hace la economía de libre mercado.
Si hasta parecen familiares cercanos.