No hay mejor horizonte que una república popular y feminista.
Hay algo cautivante en las reinas tristes. Con vidas misteriosas, llenas de drama e intriga, de leyendas que, a base de repetirnos, nos creemos ciertas (a ver si a estas alturas nos pensamos que The Crown cuenta la verdad). Mujeres con esas agendas llenas de filantropía y caridad, de recepciones y cenas, conferencias y viajes a sitios que ni tú ni yo pisaremos nunca, con vestidos de gala que me encantaría ponerme, claro, pero no tendría a dónde ir con ellos. ¿Por qué podría estar triste una reina? ¿Qué mal puede tener una princesa, para que salgan suspiros de su boca de fresa? Hemos crecido rodeadas de historias de reinas tristes y resignadas, de reinas lunáticas y enfermas que habitaban los cuentos, la Historia o la televisión. Juana de Castilla, (que no la loca), la suicida Cleopatra, el corazón roto de Sissi Emperatriz, Lady Di estrellada en el túnel bajo el Puente de Alma. De la princesa Masako de Japón, con su depresión crónica a la que llamaron “trastorno de adaptación”, dicen que no tiene ni amigos, ni teléfono, ni visitas. Tras la elegancia discreta de Charlene de Mónaco se dice que, como Grace Kelly, se esconde una afección profunda que algo tiene que ver con tener que mantener la farsa de vivir junto a un Grimaldi, y no me extrañaría. La misma semana pasada, Mary de Dinamarca esquivaba con grima el beso de su marido durante la coronación, sabedora –como todos en aquella sala– de los escarceos de Federico por Madrid, aunque quedar de consentidora bien vale una corona. Y qué decir de Sofía, tan pía, tan sufrida, tan ortodoxa y luego tan católica, a la que convencieron para casarse con ese primo tercero alto y tan simpaticón que le dio la vida mártir. No le arriendo la ganancia, aunque a mi también me hubiera gustado refugiarme de los cuernos de mis ex con mi familia y amigas en Londres y que me pagaran la cuenta los impuestos de españolas y españoles.
Según Pilar Eyre, que de estas cosas sabe un rato y las explica con mucha retranca, Letizia está triste, y con razón. El chantaje regio y la tensión dinástica que vive ahora mismo la Casa Real la ha elegido como proxy, como objetivo, aireando su privacidad, hurgando en su intimidad y dejando circular rumores y abyectas informaciones sobre su vida y también la de sus hijas y hermanas (ellas, siempre ellas). Estas han sido tan innobles que han despertado la solidaridad de muchas mujeres, curiosamente y como apuntaba la propia Eyre, mujeres que suelen acompañar su sororidad de un “yo no soy monárquica, pero”. De los suyos, ni mu, de momento. Yo no sé si la reina está triste o todo esto le importa un carajo, –como le dijo a su compiyogui, “todo lo demás, merde”–, pero sería inocente pensar que los tuits de Jaime del Burgo son una campaña espontánea de este esperpento, o que Peñafiel en su infinita misoginia está actuando solo y enajenado. El primero carga tras de sí una grimosa genealogía –su abuelo, en el requeté, tiene en su haber la mayor matanza de republicanos y republicanas de Navarra, y desde ahí, todo han sido éxitos y buenos cargos en la familia– y el segundo suma a su tradicionalismo monárquico y sus labores de real lacayo un odio genuino contra Letizia en su condición de plebeya que le ha llevado a retratarla con un amargor que raya la envidia y en el que ha vomitado todos los clichés machistas sobre perfidia de las mujeres poderosas.
Este “emérito rencor” como lo ha definido, magistral, Maruja Torres, sacude ahora mismo Casa Real, y hoy existen de facto, no una sino dos Cortes –el colmo para las republicanas, amigas–: la de Zarzuela, y la de Abu Dabi. De ambas comen muchas, muchas bocas, y casi ninguna lleva corona. El último movimiento ha sido el cese de Jaime Alfonsín, que pasa a consejero privado, y la entrada en la jefatura de la institución de Camilo Vilariño, diplomático, militar reservista, gabinetero del bipartidismo en el noble arte de la política exterior española: Dastis, Laya, Borrell, por si a alguien le quedaban dudas de que en las relaciones exteriores, tanto montan, montan tanto. Todo un full pack del Régimen del 78 con el reto de bregar con la actual crisis como hacen con todo en Casa Real, llámalo discreción y sigilo, llámalo opacidad, ocultamiento, cloaca.
Ante esto, surgen varias preguntas: ¿Qué posicionamiento debería tener una feminista ante estos ataques? ¿Y el republicanismo de izquierdas? Cuando son la extrema derecha y el sistema Bribón-putero en el exilio los que articulan una vendetta misógina para llevarse por delante a una mujer en su real cruzada, ¿dónde nos colocamos nosotras?
Es lógico sentir empatía y sororidad frente a los ex rastreros, los viejos con bilis llena de machismo y rencor, el conservadurismo que nunca le perdonó no ser de las suyas. También, creo, nace en muchas una simpatía natural precisamente, porque hemos crecido entre historias de princesas tristes. No es tan lógico, no obstante, que el resorte solidario entre nosotras no se haya activado igual ante violencias políticas machistas más cruentas, directas y evidentes a mujeres poderosas que lo han sido por sus méritos políticos y feministas y no por su regio cargo. Sabéis a quién me refiero.
Por eso sería cauto y razonable –como muchas, de hecho, hacen– diferenciar los ataques que, en calidad de mujer en una posición de poder y de visibilidad, recibe Letizia, y el hecho de que, con su figura, su imagen y su trabajo legitima una institución reaccionaria, retrógrada y antidemocrática. Los suyos –los monárquicos, las conservadoras, los gorrones palatinos– están cobarde y prudentemente callados, esperando acontecimientos, eligiendo en qué corte rendir pleitesías. Sería el colmo que fueran las republicanas, las de verdad y las de boquilla, que han salido a la defensa feminista de Letizia, las que abran el camino a esa renovación y lavado de cara real. Hasta ahora, a ellos mismos no les ha salido demasiado bien, y no sabría decir si es por soberana torpeza, por esas resistencias furibundas a cualquier progreso en la institución o porque las cosas en Palacio van, efectivamente, demasiado despacio. Las fanfarrias para introducir a Leonor en la vida pública, paseándola vestida de militar, jurando cargos contenida y recatada, besamanos a besamanos, pringada en las loas babosas de los pelotas palaciegos, con su cara plantada en banderines por toda la ciudad, han liquidado todos los esfuerzos por modernizar su imagen invertidos en ese colegio galés tan chulo (según algunos, demasiado woke para la princesa). La esperada “operación Leonor”, no es más, de momento, que el encaje forzado y artificioso de una chavala de 18 años en un mundo de carcamales y muñidores entregados a la nostalgia, aunque la nostalgia sea ahora quien quiera liquidarlos.
Pero, amigas, así se convirtiera Leonor en la Greta Thunberg de Zarzuela, así modelasen su discurso para hablar como hablan las chicas de prometedor futuro de las Juventudes Socialistas, esa no es nuestra guerra, así como tampoco sería ninguna conquista que nos vendan como revolucionaria una reforma constitucional que cambie aquello del varón y la mujer en la sucesión al trono, lo que sería, todo sea dicho, una operación to be psoed again de manual.
Desde un republicanismo feminista, lo que está ocurriendo no debería servir para restaurar ningún honor regio, sino para mostrar el rol que estas instituciones reservan a las mujeres, especialmente en nuestro país, y el silencio y la soledad en el que las sumen. Que Corinna o Bárbara Rey hayan hecho más por la transparencia en Zarzuela que generaciones de política y periodismo cortesano y silente es prueba de ello, aunque ambas sean, lamento recordarlo, dos cooperadoras necesarias para que el emérito viviera y gozara por encima de todas y de todo. Sea como fuere, las mujeres son hoy los peones de una guerra dinástica, quienes reciben los daños colaterales, y también, paradójicamente, el único ticket para garantizarle un futuro encaje político y cultural a la Corona: hablo de Letizia, de Leonor, pero también de Victoria Federica, que tiene más followers en redes sociales que la propia Casa Real. Habrá que seguir navegando entre el BOE y el ¡Hola!, los Presupuestos Generales del Estado y el TikTok de las “pititas” (las influencers ultraconservadoras que marcan tendencia digital), ya que no creo que desde Zarzuela den, para variar demasiadas respuestas, y de momento, aquí, ni Dios salva a la reina. Aunque parece que por fin, alguien ha roto el laúd al bufón palaciego y Peñafiel va a quedarse sin columna en El Mundo, ¡Salve, regina!
Sirva de nuevo el feminismo para demostrar que, hasta cuando suscompiyoguis fallan, quedamos nosotras. Pero sin desviarse, amigas: que señalar el machismo, militarismo, corrupción e ilegitimidad de la monarquía, así como la violencia que ejerce hasta con sus propias mujeres, nos sirva para recordarnos nuestra resistencia a ser súbditas, nuestro orgullo plebeyo y nuestra hermosa memoria republicana. Que hubo una vez en nuestra Historia en la que por fin fuimos ciudadanas, tribunas, iguales, libres, y por serlo, hubo quien nos quiso presas y muertas, y tuvimos que ser milicianas, resistentes, exiliadas, víctimas, y de nuevo súbditas. No os engañéis: eran los mismos hoy que entonces. Por eso, para acabar con ellos, no hay mejor horizonte que una república popular y feminista, y quién sabe, puede que, en ella, incluso, hasta las reinas dejen de estar tan tristes.