Los últimos dos años se han convertido en un auténtico bienio negro para los derechos laborales en el Estado español, con efectos devastadores a medio plazo para las condiciones de vida de la clase trabajadora. Como en cualquier guerra -y la lucha de clases es una más-, lo primero que se pierde es la verdad, […]
Los últimos dos años se han convertido en un auténtico bienio negro para los derechos laborales en el Estado español, con efectos devastadores a medio plazo para las condiciones de vida de la clase trabajadora. Como en cualquier guerra -y la lucha de clases es una más-, lo primero que se pierde es la verdad, algo que encontramos sobre todo en el argumentario del Gobierno español y del Partido Popular a la hora de justificar los cambios normativos. Manifestaron literalmente: «Con la Reforma Laboral se acaba con unas relaciones laborales franquistas». Al unísono, con el clásico método goebbelsiano, todos los miembros de la reacción repetían las mismas frases en entrevistas y ruedas de prensa.
Si bien las direcciones de los sindicatos mayoritarios se opusieron a la aberración histórica y científica que supone situar los derechos laborales en el franquismo, curiosamente tampoco dieron una explicación real sobre el origen de los mismos. Los máximos dirigentes de CC.OO. y UGT opinan que los autores de la contrarreforma laboral «Quieren arruinar de un plumazo tres décadas de diálogo social», dando así a entender que los derechos laborales que nos han expropiado sin compensación responden a treinta años de concertación social.
Seguramente, cualquier persona de origen obrero o progresista respondería claramente a los argumentos conservadores y de las direcciones de los sindicatos mayoritarios sobre el origen de los derechos laborales situando éstos en las luchas obreras, sindicales y sociales. Esta visión debe ir acompañada de una explicación razonada sobre el auténtico origen de los derechos laborales en el Estado español, así como de una mención al papel de la dictadura franquista en las relaciones laborales.
La dictadura franquista con origen en la negación del movimiento obrero y de los derechos sociales
El golpe de Estado fascista del 18 de julio de 1936 fue la repuesta de la burguesía española a la victoria política de la izquierda y al imparable proceso revolucionario que se desarrollaba. Una de las grandes expresiones políticas de eso durante las primeras dos décadas de la dictadura franquista fue la aniquilación física de los dirigentes de la izquierda, la prohibición de las organizaciones obreras y la represión de cualquier atisbo de reclamación sindical.
En el terreno de lo normativo, se derogó de facto la legislación en materia laboral surgida durante la Segunda República, entre otras la Ley de Contrato de Trabajo y la constitucionalización del derecho de libertad sindical. Se frenó todo desarrollo social incorporado por la normativa precedente mediante la aprobación del Fuero de los Españoles. Este texto, que se compone de dieciséis apartados, no incorpora prácticamente derechos laborales sustantivos más allá de unas vagas vacaciones retribuidas. Por el contrario, hasta en dos ocasiones manifiesta su objetivo y naturaleza: «Representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista», «una forma de producción igualmente apartada de la concentración capitalista y del gregarismo marxista». De él se derivaron después diferentes leyes que desarrollaban subsidios y el descanso dominical.
En 1944 aparece la Ley de Contrato de Trabajo (que deroga formalmente la Ley de Contrato de Trabajo de 1931, ya sin efectos en la práctica). Esa normativa y el Fuero de los Españoles constituyen el auténtico corpus de la legislación laboral franquista. Una mínima aproximación a la misma nos permitirá comprobar si se asemeja a la legislación de los últimos treinta años, a una actuación paternalista del Estado o a los planteamientos liberales.
La mujer no gozaba de autonomía ni para contratar ni para reclamar sus correctas retribuciones, cosas a cargo de maridos y padres. La contratación temporal era legal tanto para eventualidades como para obras y servicios. En el régimen de despido improcedente encontramos que la indemnización no podrá superar en ningún caso el año de salario, exactamente igual que el máximo legal de la indemnización por despido objetivo que, con la última contrarreforma laboral del Partido Popular, se ha extendido y facilitado. A su vez, se regulaba un generoso régimen de extinción colectiva con un genérico «cesación de la industria, comercio, profesión y servicio, fundada en crisis laboral o económica, siempre que dicha cesación haya sido debidamente autorizada». La jornada laboral no se limitaba y ni siquiera se decretaba el descanso de 48 horas tras 5 días, sino simplemente el descanso de un día por la presión histórica de la Iglesia católica para que no se trabajase durante el domingo. La prestación de servicios no tenía más límite que lo consignado en el contrato, al tiempo que la prestación de IT era tan sólo del 50% del salario y con un máximo de 4 días al año, es decir, que al quinto día de enfermedad ya no se percibía retribución alguna. No se garantizaban todavía dos pagas extraordinarias, tan sólo la del Generalísimo el 18 de julio, y hasta finales de los años sesenta no apareció algo similar al actual SMI. Nos encontramos, pues, durante los primeros treinta años de dictadura franquista, con una regulación del salario muy similar a la petición de los liberales, sin salarios mínimos y dejándo éstos a expensas de la «negociación entre las partes».
En ocasiones se ha indicado la existencia de una cierta libertad a la hora de negociar los derechos laborales a tenor de la existencia de ordenanzas laborales de ramo o sector. Pero lo cierto es que hasta 1958 no existió intervención de representación de los trabajadores alguna en la confección de las mismas, sino que eran los funcionarios del Sindicato Vertical quienes estampaban su firma en los textos elaborados desde el Ministerio de Trabajo.
La realidad sociolaboral del periodo 1939-1959 expresa un nivel máximo de explotación para la clase obrera española. La acumulación sin precedentes de capital a la que sirvió fue la base para el desarrollismo del franquismo. Nada que ver con el mito del buen hacer de los tecnócratas del régimen.
La existencia de derechos laborales en los primeros veinte años del franquismo se ve cuestionada por el hecho fundamental de que la propia dictadura anclaba sus orígenes en el asesinato y aniquilación de sindicalistas y personas de izquierdas. Por lo que la mera reclamación de derechos podía constituir un suicidio laboral en el mejor de los supuestos, y una ejecución judicial o extrajudicial en el peor. A su vez, no nos encontramos siquiera ante un Estado de Derecho burgués, sino ante un régimen fascista o bonapartista de derechas cuyos jueces tenían en el 99% de los casos un origen falangista o militar, lo cual convertía el sistema judicial en un escarnio para la clase obrera.
Así pues, que el Partido Popular tache de franquistas las relaciones laborales sólo se puede entender como una broma macabra y un auténtico desprecio a la dignidad de los centenares de miles de sindicalistas asesinados durante lo que fue el origen de la dictadura.
1958-1973. La Ley de Convenios Colectivos: entre el incremento de la productividad y la falsa negociación
En el año 1958 se aprueba una nueva regulación de la «negociación colectiva», lo que se ha querido presentar en ocasiones como la existencia de un sistema de participación de los trabajadores en sus normas paccionadas. Nada más lejos de la realidad, pues esta nueva normativa respondía al intento de disuadir las respuestas huelguísticas (1956-1958) y a la necesidad de incrementar la productividad. (Hasta la fecha, las empresas habían basado sus beneficios en una explotación extrema de la mano de obra, pero los ritmos productivos no se asemejaban a los de los estados europeos.) Así, la esencia de la nueva negociación colectiva era mantener bajo el salario base o garantizado y establecer complementos vinculados a la productividad. Curiosamente, este último objetivo es el que cíclicamente solicitan los liberales.
La falsa negociación colectiva instaurada se caracterizaba por dos grandes elementos: el primero, que la representación de los trabajadores se debía desarrollar a través del Sindicato Vertical; y el segundo que, una vez había acuerdo -o si no lo había- era el Ministerio de Trabajo el que lo tenía que aceptar, o bien fijar otras condiciones, para publicarlo como «convenio colectivo». Llama poderosamente la atención que este sistema guarde más similitudes con la figura del arbitraje obligatorio instaurada por el gobierno del Partido Popular que con la negociación colectiva que conocimos durante los últimos treinta años.
Por último, la Ley 38/1973 de Convenios Colectivos Sindicales de Trabajo incorporó la concurrencia de convenios, la creación de acuerdos marco y la duración mínima de dos años -en definitiva, mejorando técnicamente la negociación colectiva-, pero dejó sin resolver el problema del intervencionismo del Estado, que debía homologar el «convenio».
Analizando la normativa franquista encontraremos enormes similitudes con el clásico argumentario liberal y ninguna coincidencia con los derechos laborales de los últimos treinta años.
En el origen de los derechos laborales que conocimos durante los últimos treinta años: Ley de Relaciones Laborales de 1976, RD-Ley 17/1977, Constitución española y Estatuto de los Trabajadores
Para entender la esencia de los derechos laborales de los que disfrutamos durante los últimos treinta años, no debemos buscar ni en el Fuero del Trabajo, ni en la Ley de Contrato de Trabajo de 1944 ni en la Ley de Convenios Colectivos de 1958, puesto que esa normativa, por suerte, no guarda prácticamente relación alguna con el conjunto de derechos y libertades que pudimos conocer durante el periodo comprendido entre 1980 y 2010. Para ello debemos analizar la Ley de Relaciones Laborales de 1976, el RD-Ley 17/1977, el Estatuto de los Trabajadores de 1980 y, por supuesto, los preceptos de naturaleza laboral de la Constitución española.
Aunque no tendría que ser necesario, debemos recordar que el dictador Franco murió el 20 de noviembre de 1975, el 15 de diciembre de 1976 se aprobaba la Ley para la Reforma Política (derogación tácita de la legalidad franquista) y el 15 de junio de 1977 se celebraban elecciones «libres» pluripartidistas.
La Ley de Relaciones Laborales de 1976 es sin duda la cota más alta de derechos laborales individuales que jamás hemos alcanzado: readmisión en sus propios términos ante el despido improcedente; laboralización de algunas relaciones de trabajo especiales; presunción directa de la contratación indefinida; reforzamiento de la subrogación empresarial; exigencia de visado del finiquito; exigencia de expediente para el traslado, fuerte causalidad y derecho de consorte; disminución de la jornada laboral de 48 a 44 horas semanales y descanso de 12 horas entre jornada y jornada; descanso de 15 minutos en la jornada continua de 6 horas; autorización administrativa para la modificación del horario; ampliación de la maternidad posparto a 8 semanas y de la excedencia por maternidad hasta 3 años; constitución del FOGASA; previsión de la revisión semestral del SMI si el índice general del coste de la vida aumentaba un 5%, etc., etc.
El Real Decreto Ley 17/1977, entre otras materias, reconoce claramente el derecho a huelga y lo regula, al igual que el cierre patronal. Respecto al primero de los derechos, supuso un reconocimiento de derecho fundamental que vino a ser concretado a través de los posteriores parámetros de constitucionalidad. En cuanto al cierre patronal (lock out) vino a ser limitado o regulado en lo que en el momento supuso un freno al chantaje patronal de cese de actividades ante la huelga. La norma es del 4 de marzo de 1977, con la Ley de Reforma Política vigente y días antes de la primera campaña electoral tras el fascismo. La regulación que hace referencia a la huelga y el cierre patronal todavía se mantiene en vigor, con las únicas modificaciones que el Tribunal Constitucional realizó para su adecuación a la Constitución.
La Constitución española establece como derechos fundamentales la huelga y la libertad sindical, a la par que deja que otros derechos fundamentales empapen la legislación laboral (principio de igualdad, libertad ideológica, intimidad, libertad de expresión y de información, derecho de reunión, derecho a la tutela judicial efectiva, etc.). También se establecen otros derechos «no fundamentales» que se concretarán legislativamente a posteriori: el derecho y el deber al trabajo, la libre elección de profesión u oficio, el derecho a una remuneración suficiente, el derecho a la negociación colectiva y a la adopción de medidas de conflicto colectivo, y el derecho a la libertad de empresa. Por último, encontramos principios rectores de la política económica y social: el deber de los poderes públicos de realizar políticas orientadas al pleno empleo, de velar por la seguridad y la higiene en el trabajo, de garantizar el descanso necesario mediante la limitación de la jornada y las vacaciones retribuidas, y de fomentar la formación.
El Estatuto de los Trabajadores de 1980 (cinco años después de la muerte del dictador y con un único legislador que se reconociese franquista, aunque AP lo negaba) es la expresión de la etapa que finaliza y de la nueva realidad que se inicia para las relaciones laborales y el movimiento sindical. Sin duda, ha sido el eje normativo a través del que han pivotado los derechos laborales en los últimos treinta años, pero, lejos de emanar de la dictatura franquista, es a su vez expresión de una época de máximo nivel de movilizaciones obreras y el inicio de la siguiente etapa de concertación social.
Tres décadas de diálogo social y treinta años de continuas pérdidas de derechos
En primer lugar, atendiendo al necesario riguror científico, debemos expresar que el proceso de los últimos treinta años no ha sido lineal en cuanto a los derechos laborales, y si bien la tendencia ha sido a la pérdida, han existido algunas materias sobre las cuales ha habido conquistas. En la mayoría de los supuestos nos encontramos con una necesaria trasposición de directivas de la Unión Europea (principio de igualdad, sucesión, insolvencia empresarial) y con un desarrollo de derechos derivados de la maternidad y de la conciliación de las vidas laboral y familiar.
Más allá de lo anterior, en las últimas tres décadas se han perdido continuamente derechos laborales: extensión de la contratación temporal (Ley 32/1984), creación y desarrollo de las empresas prestamistas de mano de obra (Ley 14/1994), facilitación de la modificación de condiciones (Ley 11/1994) y de la extinción de contratos por causas objetivas (Ley 11/1994, Ley 63/1997, RD-Ley 5/2001), precarización del contrato a tiempo parcial (RD-Ley 5/2001), reducción de la indemnización por despido improcedente (Ley 63/1997, Ley 12/2001, RD 5/2006) y limitación de los salarios de tramitación (RD-Ley 11/2002, posteriormente convalidado como ley).
La realidad jurídico-laboral de los últimos treinta años ha sido un goteo en cuanto a la pérdida de derechos, transformado en lluvia con la Ley 35/2010 y en tormenta tras la Ley 3/2012. Así, debemos poner de manifiesto que en los últimos treinta años no sólo no se han consolidado los derechos laborales que conocimos, sino que se han ido eliminando paulatinamente. Ésta ha sido la realidad de tres décadas de diálogo social.
Derechos que ahora nos son arrebatados, como la indemnización de 45 días por año trabajado, la causalidad y criterio finalístico en el despido objetivo y modificación de las condiciones, la negociación colectiva libre y estable, los despidos colectivos causales, finalísticos y con autorización de la autoridad laboral, etc., no tienen su origen en el período 1980-2010, sino en el período 1976-1980. En plena situación de crisis, los sindicatos no optaron por sacrificar el trabajo digno ni por renunciar a su capacidad de movilización, y la etapa sin duda con más movilizaciones de la historia del Estado español coincidió exactamente con la aprobación de la normativa que reconoció aquellos derechos. Seguramente, la mayoría de los historiadores honestos caracterizarían aquel período de prerrevolucionario, pues las demandas de las organizaciones obreras no fueron únicamente económicas y sociales, sino que iban encaminadas a acabar con el capitalismo o con el franquismo. La única alternativa que tuvieron la burguesía y el aparato del Estado fue el mantenimiento del poder adquisitivo en los convenios colectivos, el incremento permanente del SMI y el reconocimiento de un bloque de derechos y garantías laborales de los que pudo disfrutar toda una generación de trabajadores y trabajadoras.
Lejos del mito de la negociación, cada conquista de derechos supuso siempre sacrificios en la movilización, represión sindical y asesinatos. Si tachar de «franquistas» las relaciones laborales de las que hemos disfrutado tras la «Transición» es, además de una falacia, una dulcificación indirecta de la dictadura franquista, situar el origen de los avances laborales en los últimos treinta años de diálogo social es un error sindical y una falta de respeto por quienes dejaron los mejores años de sus vidas, e incluso éstas, luchando por ellos.
Se califica la Transición de modélica y pacífica, pero no cabe duda de que no rompió con el período anterior, dejando intactos el poder económico, el judicial, el policial, y el statu quo. Entre 1975 y 1982, 188 personas -la mayoría de ellas participantes en manifestaciones obreras y cuadros sindicales- fueron asesinadas por la violencia del aparato del Estado o de miembros «incontrolados».
Pero las discusiones no deben tener como finalidad sonrojar a quien miente o se equivoca, sino situar la verdad como elemento determinante en el proceso emancipatorio.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-105/notas/el-origen-de-los-derechos-laborales