El empeoramiento de la situación en Cataluña, y por extensión en el resto de España, aunque todavía a otro nivel, tras la convocatoria ilegal del referéndum del 1 de octubre, hace necesario promover un debate que ponga en cuestión muchos de los argumentos mediante los que se quiere convertir esta convocatoria en un acto democrático, […]
El empeoramiento de la situación en Cataluña, y por extensión en el resto de España, aunque todavía a otro nivel, tras la convocatoria ilegal del referéndum del 1 de octubre, hace necesario promover un debate que ponga en cuestión muchos de los argumentos mediante los que se quiere convertir esta convocatoria en un acto democrático, cuando es exactamente lo contrario.
La decisión de la mayoría del Parlamento catalán de convocar un referéndum de autodeterminación y la aprobación por ese mismo Parlamento de leyes de desconexión y transitoriedad que suponen la separación inmediata de Cataluña del resto de España, antes incluso del 1 de octubre, no es sino la culminación de una política secesionista que viene de lejos. Esta decisión se ha tomado contraviniendo la Constitución y el Estatuto vigentes, violentando la propia normativa del Parlamento catalán relativa a la tramitación de leyes, ignorando las advertencias de los letrados del Parlamento, eludiendo el informe preceptivo del Consejo de Garantías Estatutarias y laminando a la amplia minoría que se oponía no solo a las normas, sino al antidemocrático procedimiento de aprobarlas. Hemos asistido a un golpe institucional que rompe unilateralmente con normas y procedimientos democráticos que han regulado la vida política y social en Cataluña durante décadas, hemos visto como el Estatuto vigente que ha llevado al Gobierno a los secesionistas ha sido de facto derogado, por una mayoría menor a la de los dos tercios necesarios para reformar el propio Estatuto….
Insensibles a la contradicción, los promotores de esta secuencia de actos antidemocráticos, los presentan como lo contrario de lo que son, se envuelven en la bandera y en el presunto derecho a la autodeterminación, y responsabilizan de todo al inmovilismo del PP, por negarse a acceder a la organización de un referéndum pactado.
Sin embargo a la gravedad de lo anterior, no por grave menos anunciado, hay que añadir la ya clara complicidad con el secesionismo de buena parte de la izquierda transformadora, señaladamente la de Catalunya en Comú, que con el apoyo irrestricto de Pablo Iglesias, ha ido modulando su apoyo al referéndum, su apoyo al proceso soberanista, para convertirlo en una movilización democrática en la que hay que participar; para castigar al PP, por supuesto. Y además porque se dice que esta movilización puede ser el comienzo del fin del régimen del 78, al forzar el referéndum la apertura de un proceso constituyente para toda España.
La realidad es que estas decisiones pueden provocar una fractura mucho mayor que la ya existente en la sociedad catalana, y un conjunto de respuestas de acción reacción, en torno al 1 de octubre e inmediatamente después, que pueden llevar exactamente a lo contrario de un proceso constituyente. Pueden llevar a la refundación autoritaria del Estado salido de la transición, vía electoral plebiscitaria, en la que la derecha del PP y Ciudadanos plantearán un proyecto nacionalista español, sin ninguna oposición real de una izquierda que ha perdido sus referentes solidarios y federalistas.
El que los secesionistas promuevan ese escenario es perfectamente coherente, el que la izquierda transformadora renuncie a defender la legalidad democrática y dé legitimidad a un proyecto etnicista y excluyente es lo completamente incoherente. El que la izquierda transformadora deje en manos de la derecha la defensa del Estado de derecho, y minimice la agresión al mismo que han perpetrado los secesionistas es una factura que se pagará cara mucho más pronto que tarde.
Conviene repasar las realidades tozudas que, pese al negacionismo reinante, se resisten a ser enterradas. No hay ningún problema de opresión nacional en Cataluña, lo que hay son cerca de 40 años de gobiernos autonómicos, dirigidos la mayor parte del tiempo por los nacionalistas devenidos hoy en secesionistas. No hay ninguna persecución de los rasgos lingüísticos o culturales específicos de Cataluña, bien al contrario, es a la lengua castellana a la que sectores secesionistas pretenden considerar como lengua extranjera en Cataluña. Al tiempo, las competencias y capacidades de autogobierno de las instituciones catalanas no han hecho otra cosa que crecer, en el marco de un estado profundamente descentralizado. El denominado ‘derecho a decidir’ no es un ningún derecho humano conculcado, es un alias del derecho a la autodeterminación. Ese derecho es propio de sociedades oprimidas y colonizadas, no es el caso de la catalana; ese derecho debe ser reclamado contra regímenes no democráticos, mientras que la legalidad estatutaria y constitucional están avaladas por decenas de elecciones, incluso plebiscitarias como las de 2015; ese derecho tiene legitimidad si existe una avalancha social, absolutamente mayoritaria, a favor de la separación de un estado preexistente, y la sociedad catalana está, como poco, dividida por la mitad en esta cuestión.
La agenda política del secesionismo no es, por tanto, la respuesta a situaciones derivadas de la opresión, ni derechos inherentes vinculados a un pasado glorioso. Son reivindicaciones de parte, nada más, reivindicaciones que no cuentan con el aplastante apoyo social del que presumen. Los datos electorales son tozudos, desde el 49 % de participación electoral con el que se aprobó el actual Estatuto de Autonomía de 2006, en contraste con la participación del 68 % con la que se aprobó en Cataluña la Constitución de 1978. Si vamos al actual Parlamento de Cataluña formado en 2015, con una participación superior al 77 %, las fuerzas secesionistas sumaron el 47,7 % de los votos. Sin duda un resultado importante, sin ninguna duda la expresión de la inexistencia de una abrumadora mayoría social a favor de la independencia.
La realidad tozuda, es que esas reivindicaciones nacionalistas de parte, de corte insolidario y buscando crear diferencias inexistentes en un demos básicamente común, han venido siendo creadas y fomentadas por el nacionalismo, hoy secesionismo, que ha gobernado Cataluña, a la vez que apoyaba decisivamente al PSOE o al PP en el Gobierno central. De esta manera el actual secesionismo ha sido uno de los protagonistas que ha bloqueado cualquier evolución progresista del sistema surgido de la transición, ha apoyado recortes y reducciones de derechos, ha sido el mejor aplicador de las peores políticas neoliberales, y está a la altura del PP en corrupción.
Otra realidad tozuda derivada de la anterior, el crecimiento del apoyo social al secesionismo no está basado en ninguna cadena de agravios hecha a Cataluña por el Estado -las instituciones catalanas son, por otra parte, tan Estado como la Diputación de Guadalajara, o el Sistema Nacional de Trasplantes- . Difundir tal falso sentido común, ha sido el éxito del secesionismo, para el que ha contado con la inestimable ayuda de la izquierda transformadora. El mejor éxito de ese falso sentido común es el del mito del vaciamiento de la autonomía por la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) de 2010.
El Estatuto de 2006 fue promovido y aprobado con un importante desinterés de la ciudadanía, el referéndum en el que se votó tuvo una participación del 49% como ya se ha dicho. Las reformas que el TC introdujo en ese Estatuto en 2010, no solo formaban parte de las reglas del juego legítimas que establecen la adaptación de las normas a la Constitución, sino que no afectaron a su núcleo de derechos y competencias. ¿Se rompe con algún pacto constitucional entre Cataluña y el resto de España? En absoluto, porque ese pacto nunca ha existido. La Constitución fue aprobada por las Cortes Generales elegidas en 1977 y por un referéndum en toda España. Efectivamente, el PP se envuelve en la bandera del nacionalismo español para facilitar precisamente un enfrentamiento con el nacionalismo catalán del cual ambos sacarán importantes beneficios, en perjuicio de la izquierda. El problema radica en que mientras que la izquierda denuncia, como es su obligación, las campañas xenófobas del PP, no hace lo mismo con las campañas secesionistas, al contrario, o las da soporte, o las deja pasar, o echa la culpa de esas campañas al PP.
Gracias a esa dejación de la izquierda es más comprensible el éxito de la ofensiva secesionista lanzada desde 2010. Las motivaciones de esa ofensiva fueron las de frenar las movilizaciones sociales contra las políticas neoliberales del Gobierno de CiU, más duras aún que las del PSOE y las del PP, tapar la marea de escándalos de corrupción de CiU por décadas -en todo similares a los del PP-, y conseguir un encaje fiscal más injusto e insolidario. Los objetivos, por supuesto, han ido creciendo, se busca la secesión o una relación institucional completamente confederal. Los secesionistas han conseguido, sin coste, lo que sería inimaginable en el resto de España: una unión sagrada de la que forman parte fundamental elites y grupos dominantes (lo que representa PDeCAT, lo que representan Mas, Millet, los Pujol), exactamente iguales al PP y a quienes este representa, pero de otro nacionalismo.
¿Cómo hemos llegado a la dejación de responsabilidades de la izquierda, rayana en la complicidad, que ha facilitado esta situación? Situación que las decisiones oportunistas de Catalunya en Comú, y de la alcaldesa Ada Colau no hacen sino empeorar.
Desgraciadamente, la historia de la izquierda en Cataluña es también la de su progresiva sumisión al discurso nacionalista, empezando por la aceptación del soberanismo, pasando por el olvido de la fraternidad común y el federalismo, finalizando con la aceptación del falso discurso del enfrentamiento entre Cataluña y el Estado. Tal cantidad de cesiones, tal colonización mental, la ha dejado inerme frente a la ofensiva secesionista iniciada en 2010.
Es necesario poner el énfasis en la aceptación del soberanismo, este ha pasado a ser no solo seña de identidad de buena parte de la izquierda en Cataluña, también la dirección de las izquierdas emergentes, señaladamente Unidos Podemos, se ha apuntado a este principio que forma parte del programa de Catalunya en Comú que propone: «una república catalana que compartiría soberanías en un estado de carácter plenamente plurinacional». La aceptación y extensión de este planteamiento rompe con una de las principales fuerzas de las clases populares de toda España, su fraternidad común. Esta fraternidad es un conjunto real y bien trabado. No solo por los evidentes lazos familiares, culturales, políticos y económicos formados por centurias de migraciones y mezclas, particularmente importantes en Barcelona, Madrid, y el País Vasco. Es la expresión de la solidaridad común de las clases populares de toda España, que se vieron obligadas a emigrar, a pelear por sus derechos frente a los propietarios de las fábricas de Barcelona y frente a los propietarios de las tierras de Andalucía. Es la expresión de la unidad que trajo la II república y resistió al golpe de 1936. Es la expresión de la confraternidad creada durante el franquismo en Cataluña, cuando centenares de miles de trabajadores de toda España arribaron a Barcelona. Esta fraternidad fue parte sustancial en la lucha por la democracia, fue fundamental para luchar contra la opresión nacional que sí existía en Cataluña durante el franquismo.
Esa fraternidad es la que el secesionismo quiere romper en Cataluña, la que el PP desearía sustituir por un renacimiento del nacionalismo español. Ese valor común, mucho más cívico y progresista que las identidades regionales basadas en pasados inventados, y en narcisismos egoístas, es lo que se abandona al no ponerlo como punto primero, segundo, y tercero de cualquier programa de izquierda. Algo aparentemente tan sencillo, como decir: Somos un demos común – el de los y las de abajo, el de las clases populares- con intereses comunes desde Olot a Huelva, desde Fuerteventura a Bilbao. Las aportaciones catalanas, vascas, gallegas, andaluzas, etc, etc, enriquecen al conjunto, no lo dividen . Luchar contra el sentido común impuesto por el nacionalismo, supone partir de ahí y articular una política a partir de ahí. Lo otro no es más que la abducción cada vez más rápida por el nacionalismo, por la unión sagrada, a 100 años del gran triunfo del nacionalismo burgués que supuso la 1ª Guerra Mundial.
Desafortunadamente, no estamos en eso. Se está apoyando de forma cada vez más directa el golpe secesionista. Se lanzan mensajes oportunistas que llaman a la confusión y a la desmovilización de los sectores sociales que se han movilizado contra los recortes, que han votado a otra izquierda presuntamente distinta del PSOE, en Cataluña y en toda España. ¿Por qué es una movilización democrática, emancipadora, una propuesta de secesión que no responde a ninguna opresión nacional real? ¿Cómo se puede dar legitimidad a un proceso carente de garantías democráticas? ¿Cómo se puede llamar a participar en un presunto referéndum de autodeterminación sin posición fijada?
Con semejantes mimbres, más la decisión de la dirección de Unidos Podemos, con Pablo Iglesias a la cabeza, de dar por buena la posición de Catalunya en Comú, y la todavía más pro-secesionista de Podem, nos encontramos con la imposibilidad de mantener un discurso común, federal y solidario, que pueda fundamentar la apertura de un proceso constituyente en el conjunto de España, el único marco posible. Posible para poder obtener resultados democráticos y emancipadores. ¿Con qué programa común vamos a ir a luchar por la reforma radical de la Constitución? ¿Cómo movilizaremos para luchar por la generalización de los derechos sociales, cuando hablemos a la vez de confederalismo o federalismo asimétrico? ¿Cuándo llamemos a luchar por la fiscalidad progresiva, como enfrentaremos la propaganda de Andalucía primero, el expolio a Cataluña, o los derechos históricos vascos? ¿Así nos vamos a enfrentar a la patronal, al PP, a la Unión Europea? No nos enfrentaremos porque seguramente no nos seguirá nadie.
Sin embargo, debemos primero tratar de hacer frente a la grave situación que nos plantea el 1 de octubre. Afortunadamente crecen las voces en la izquierda que no aceptan ni el programa secesionista, ni la opción que representan hoy Ada Colau y Pablo Iglesias. Esas voces se están dejando oír, pese a todo, entre la sociedad catalana y en el resto de España. Básicamente se trata de llamar a la fraternidad, unidad y solidaridad de las clases populares de toda España, se trata de llamar a no buscar diferencias que no existen, y a no aceptar como nuestras las reivindicaciones insolidarias de los más ricos y poderosos aunque se envuelvan en la bandera. Hoy, además de llamar al dialogo y a la buena convivencia entre los y las de abajo, hay que llamar a no aceptar el conflicto, falso y malo, que los secesionistas quieren provocar. En Cataluña hay que hacerlo denunciando el golpe institucional de los secesionistas y no participando en la farsa electoral que organizan para el 1 de octubre. En el resto de España, exigiendo al Gobierno de España que su obligación de garantizar la legalidad en Cataluña, debe ejercerse con el respeto estricto de los derechos y libertades que la Constitución y el Estatuto garantizan. Derechos y libertades que ese Gobierno y el de Cataluña, acostumbran a incumplir, de ahí la necesidad de estar vigilantes.
Jesús Puente, miembro del Colectivo Juan de Mairena.
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