Tal vez no pocos españoles en edad de votar se sorprendan al saber que el voto en blanco en España nada tiene que ver con el que producía aquellos efectos demoledores en la novela de Saramago, «Ensayo sobre la lucidez». Como nuestra casta política suele interpretar las cosas en su beneficio, no considera el voto […]
Tal vez no pocos españoles en edad de votar se sorprendan al saber que el voto en blanco en España nada tiene que ver con el que producía aquellos efectos demoledores en la novela de Saramago, «Ensayo sobre la lucidez».
Como nuestra casta política suele interpretar las cosas en su beneficio, no considera el voto en blanco como una manifestación en contra de todos los candidatos en contienda, sino como indiferencia del emisor, que, de esta forma, expresa darle igual votar por uno que por otro.
Si a esta torticera forma de interpretación, unimos nuestra tramposa ley electoral, resulta que, en nuestro sistema de votación, el voto en blanco se suma como válido al número total de sufragios del escrutinio, lo que eleva el número de votos necesarios para alcanzar el porcentaje mínimo (3%) que da opción a la representatividad parlamentaria. Indudablemente, esto perjudica a los partidos minoritarios, al tiempo que favorece a los más votados en función del método de contabilidad de escaños basado en la Ley D’Hondt, que atiende más a la proporcionalidad que a la representatividad de los sufragios.
Como consecuencia, el voto en blanco debe quedar excluido como muestra de rechazo o condena a nuestra casta política, ya que, como hemos dicho, con él, aunque fuera abrumadoramente mayoritario, no lograríamos otra cosa que favorecer el bipartidismo del PPSOE sin que el Sistema se resintiera lo más mínimo.
Sin embargo, aún disponemos de dos vías para hacer constar el descontento ciudadano -más bien, la indignación- hacia toda esa tropa de políticos, tan deshonestos democráticamente, que, hasta ahora, no hemos podido encontrar en ninguna de las dos Cámaras ni siquiera 35 diputados o 26 senadores que tuvieran la decencia de dar al pueblo que dicen representar la posibilidad de decidir en referéndum la ultraurgente reforma de la Constitución.
Estas dos vías son: el voto nulo y la abstención.
El voto nulo con carácter intencional puede lograrse simplemente llevando de casa la propia papeleta (no oficial) donde aparezca escrito algo que elimine la ambigüedad, como por ejemplo: «No nos representáis». Este voto, a diferencia del blanco, no se suma a los votos válidos. Y, aunque como acto individual no tiene la menor trascendencia, sí adquiere importancia cuando se convierte en una acción de masas, que es de lo que se trata.
Otra manera de exteriorizar nuestra negativa a participar en el teatrillo de marionetas en que ha degenerado la política española, es la abstención; más precisamente: la abstención política, actitud consciente de no sumarse al nunca tan prostituido carrusel de las papeletas, mostrando abiertamente una voluntad de rechazo al sistema político que usurpa lo que, atendiendo a su nombre, llamamos democracia y no lo es. El acto de no ir a votar es un acto neutro en sí mismo, que, como el anterior, sólo puede tomar un peso específico insoslayable si es el electorado en masa quien lo adopta.
No obstante, aunque la abstención es tan legítima como el voto nulo a la hora de manifestar nuestro repudio hacia el sistema, se presta a más ambigüedades que éste, y como en la crítica coyuntura en que nos encontramos, hemos de huir de cualquier confusión, parece una opción menos recomendable que acercarnos hasta el colegio electoral correspondiente con nuestro voto nulo preparado para depositar con él nuestra indignación por cuanto está sucediendo.
Hay quien sostiene que renunciar al voto es una enorme irresponsabilidad. A mí lo que me parece una irresponsabilidad superlativa es continuar participando de esta farsa, con unas reglas del juego injustas e inadmisibles y todo sumido en una atmósfera de malsana depravación propiciadora del estado de corrupción política y social que nos enfanga hasta los ojos.
Tampoco se trata de pedir perfecciones -para perfecciones estamos-, se trata de huir de una tomadura de pelo tan escandalosa que da igual lo que votes porque los que realmente van a mandar nunca aparecen como candidatos, se quedan en la sombra partiéndose de risa ante nuestras pugnas partidistas, dejando que volquemos nuestra ira sobre Rajoy o Rubalcaba, o sobre Obama, o Bush, o el político que quieran, cuyo recambio -mientras las reglas del juego sigan como hasta ahora- les trae absolutamente sin cuidado. Y desde luego, lo que supone «una rendición incondicional en la lucha por devolver a la ciudadanía sus instituciones», es seguir llamando a esta parodia «sistema democrático».
Estamos tocando el fondo y, por consiguiente, tenemos que ir al tronco y no andarnos por las ramas. Ni queremos este sistema corrompido, ni queremos la ley electoral existente, ni queremos la partitocracia que se ha atiborrado de privilegios a costa de dilapidar el Estado de bienestar que recibieron en legado, ni queremos ser mercancía en manos de políticos y banqueros. Queremos Democracia, no este remedo formal que lo único que tiene de democrático es llamarnos a votar (lo inservible) cada cuatro años.
Qué hemos de hacer entonces, ¿seguirles el juego eligiendo un candidato?… Sería una incongruencia. Partamos de una vez la baraja y dejémonos de paños calientes. Si todos los que estamos realmente hartos de la descomunal estafa en que se ha convertido la política, acudiéramos con nuestra papeleta de «No nos representáis» a las próximas elecciones, el rostro demudado y las profundas ojeras con que el primer ministro de la novela de Saramago compareció ante los medios para dar los resultados electorales, iba a ser una pamema comparados con los que iba a tener más de uno la noche del 20-N. Después, ya buscarían la forma de maquillarlo todo, que para eso tienen en nómina al grueso de los medios de comunicación, pero el cuento de la representatividad se les habría acabado sine die. Y nosotros estaríamos más cerca de conseguir esa democracia real que perseguimos.
Lo demás es continuar dando carrete a lo que hay.
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