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La oposición al TAV

No es solo un tren, es un mundo

Fuentes: Rebelión

Esta singular forma social que moviliza a todo el mundo se vanagloria de haber concebido sistemas técnicos capaces de metamorfosear los movimientos de seres y cosas hasta el punto de convertirlos en meros flujos. Tal es la aceleración a que los ha sometido. Zygmunt Bauman   Siempre ha habido quien ha dicho que en un […]

Esta singular forma social que moviliza a todo el mundo se vanagloria de haber concebido sistemas técnicos capaces de metamorfosear los movimientos de seres y cosas hasta el punto de convertirlos en meros flujos. Tal es la aceleración a que los ha sometido.

Zygmunt Bauman

 

Siempre ha habido quien ha dicho que en un trocito de la realidad se condensan y concretan las lógicas y prácticas de un tipo de sociedad. De ahí que uno de los slogans de la oposición al TAV haya sido: No es solo un tren, es un mundo. Y es que el empeño por construir nuevas lineas ferroviarias de alta velocidad es un ejemplo paradigmático, es decir, ejemplar del tipo de realidad en la que nos desenvolvemos. En la exigencia de construir un TAV se concretan y condensan las lógicas, intereses y prácticas de nuestra singular, orgullosa e inconsciente forma de vida.

Es una agresión, como tantas otras a las que ya nos hemos acostumbrado, contra el frágil medio del que tan radicalmente dependemos. Un nuevo intento de romper las limitaciones impuestas por la resistencia del aire y del rozamiento. Un nuevo artefacto siempre hambriento de mayores dosis de energía y por tanto de centrales nucleares y térmicas a las que se añadirán las eólicas y solares. Además de forzado a controlar como sea sus lugares de extracción y distribución. O ponerse al servicio de quien lo hace. La carrera por controlar los denominados recursos del planeta (energía, agua, tierras, alimentos…) hace ya tiempo que se está intensificando y extendiendo. Un buen puñado de países y agencias financieras ya están promoviendo la compra de tierras fértiles.

Por supuesto el TAV es un buen ejemplo de cómo los fondos denominados públicos, pero en realidad al servicio principalmente de intereses privados, se destinan a permitir la aceleración de los viajes de una minoría de la población: aquella que necesita y se puede permitir desplazarse de forma habitual y lo más rápidamente posible entre grandes capitales. Atravesando los lugares a tal velocidad que ni es capaz de mirar los paisajes a través de la ventanilla. Constituye un caso entre otros de la ceguera de nuestra clase política y sus fieles, quien con la que está cayendo no parece cansarse de repetir la letanía de su modelo: acelerar selectivamente los desplazamientos de determinados viajeros y mercancías nos hará más competitivos y capaces de crecer económicamente. Se recitará el mantra del necesario e insoslayable crecimiento económico como condición para no venirnos abajo. Así pues, produzcamos y consumamos más, si cabe, todo tipo de bienes ya sean materiales, de servicios o relacionales. Y luego gestionemos el desastre que deja tras de sí.

Sí, el TAV es un mundo. Y se palpa en la selección y control de sus viajeros. En sus guardias jurados y sus azafatas. En la breves y educadas palabras que intercambian los clientes antes de alejarse de nuevo, esta vez mediante conexiones inalámbricas, del lugar en el que están. Es el signo de las ansias de los políticos de turno por dejar huellas grandilocuentes de su paso por los puestos de mando.

La construcción del TAV y del resto de macroinfraestructuras ya sean de transporte, energéticas o urbanísticas es un vano intento por volver a la época de la especulación constructora que tantos beneficios ha dado al mundo del hormigón y de las finanzas. Y tantas prebendas ha repartido entre sus impulsores administrativos.

Pero quizás todo esto no tendría lugar sin su justificación medular: hay que ganar tiempo, también en los desplazamientos. Es lógico. Una sociedad acuciada por la falta de tiempo recurre a cualquier tipo de aceleración de las actividades para disponer de unos cuantos minutos más. Sin embargo, los resultados son cada vez más abrumadores. Cuanto más se incrementa la velocidad, más crece nuestra sensación de falta de tiempo. De tener que estar repicando y en la procesión. El imperativo social de hacer el máximo de cosas posibles en el menor tiempo posible se posibilita, al menos para algunos, también con la aceleración de determinados desplazamientos. De Madrid a Zaragoza, Sevilla o Barcelona. Y París y Bilbao y…

El TAV no solo pertenece a un mundo que está cambiando el clima y envenenando el planeta, que es crecientemente dependiente de todo tipo de recursos en vías de agotamiento o que en su delirio de dominar aquello que hay de «salvaje» en la tierra, la está recubriendo y manipulando con un aparato técnico cada vez más poderoso y peligroso. El TAV también pertenece a este mundo porque impulsa una de las reglas básicas de la competitividad global: acelerar todos los procesos. La creciente velocidad es igual a eficiencia y beneficio, pero no a un tiempo humano, a un ritmo adecuado a los umbrales necesarios de toda vida.

Se extiende la sensación ya generalizada de falta de tiempo en la sociedad que más ha logrado acelerar sus actividades. Y para contrarrestarla se impone más de lo mismo: más velocidad, más actividad. No solo se trata de más producción y consumo, sino de más deprisa. Otra imposición de los «mercados». El TAV es parte de este mundo que en su imperiosa aceleración provoca episodios crecientes de angustia, ansiedad y stress, que nos aboca a una precariedad existencial y amenaza con el colapso. No es poco.

Existen momentos creados mediante la conformación de espacios colectivos en donde lo que que todo el mundo intuía, sabía, murmuraba o gritaba, se hace evidente. Es lo que ha ocurrido en la toma de plazas, principalmente con la clase política: todo el mundo sabe que esta muy corruptible casta se ha convertido en un eslabón imprescindible en la creciente dictadura de «los mercados». E igualmente, se está haciendo evidente que la incuestionable y poderosa necesidad de acelerar todos los procesos sobrepasa nuestras capacidades. Nos aturde, desasosiega y somete. Se ve de una forma provocativa y arrebatadora que el rey está desnudo.

Crear un ritmo adecuado que permita unas condiciones dignas de vida es también un asunto político. Cuidar algunos límites tanto en nuestros consumos, ritmos, formas de representación o manipulaciones tecnológicas de lo inerte y lo vivo es un asunto de formas de vida, de mundos. Y esto solo puede ser un asunto colectivo. Como lo es el anunciado inminente inicio de obras para construir uno de los tramos del TAV navarro. No es solo un tren, es un mundo.

Un mundo que, por cierto, se está descomponiendo tal ha sido su victoria. Su promesa de un trabajo se desinfla entre precariedad, explotación y absurdo al mismo tiempo que los trabajadores se vuelven superfluos. Su democracia se asemeja más que nada a un esperpento de guiñoles. Su modos de vida se han vuelto radicalmente dependientes de mercados e industrias globales. Sus formas sociales nos abruman con contactos y nos zancadillean los encuentros. Su consumo voraz revela su insatisfacción y su saqueo de esfuerzos, ideas y todo tipo de materiales. Su aceleración instituye una forma de control donde cada uno ya está suficientemente ocupado en mantener su vida a flote.

Los dioses se están desmenuzando tal es la cantidad y la grandeza de las mentiras que se han contado. Ante las enormes crisis que están a la vista de todos (climática, de recursos, de cuidados, financieras…), el Ministerio de Fomento, con la servil colaboración de las administraciones autonómicas, sigue promoviendo el mismo modelo que tan buenos réditos le ha dado hasta ahora, impulsando un TAV que es una muestra ejemplar de un mundo sin futuro. Y lo sabemos. El rey se tapa con andrajos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.