Migrar desde Colombia, Venezuela o Perú, tres de las nacionalidades que más solicitudes de asilo recibe España cada año, es un calvario que no acaba en el viaje. Varias mujeres cuentan su historia
Llegar a España fue como golpearse contra un muro. Así lo relata Luisa Marina O. Villadiego*, trabajadora social y defensora de derechos humanos que se vio forzada a huir de Colombia tras ser amenazada por los paramilitares, grupos armados ilegales autores de gran parte de los asesinatos en el país. Lo explica mientras pasea por primera vez por el desierto Fórum de Barcelona.
Está anocheciendo, huele a mar y Luisa Marina se esfuerza en grabar con su móvil cada detalle del entorno para mandárselo a sus amigas en Bogotá.
Hacía poco que había sido su cumpleaños y su familia estaba haciendo los preparativos para celebrarlo. Cuando entraron los paramilitares a buscarla, Luisa Marina no estaba en casa. Tras un par de disparos amenazantes que destrozaron la tarta que más tarde debía soplar, se marcharon. Rápidamente, la familia llamó a Luisa Marina para que no fuera, le hicieron las maletas y en menos de dos días estaba fuera del país. Llegó a Valencia el 19 de noviembre de 2018, con 10 noches de hotel y la intención de solicitar asilo en España.
En la actualidad hay más de 82 millones de personas desplazadas por la fuerza en todo el mundo, según datos del último informe de ACNUR. Esto es más del 1% de la población mundial. Es decir, que 1 de cada 97 personas se encuentra desplazada por la fuerza. Luisa Marina es una de ellas, una entre los millones de personas que se han visto obligadas a migrar, a huir contra su voluntad, como es su caso, para sobrevivir y que a su llegada se han encontrado con el racismo cotidiano y la violencia estructural de las instituciones.
Antes de venir a España, Luisa Marina se había desplazado cinco veces dentro de la misma ciudad, tres veces se cambió de departamento y tres veces de país. Era muy duro, porque siempre volvía a empezar de cero, tanto ella como sus hijos. “Generalmente, antes de pedir asilo, hay desplazamiento interno. No quieres alejarte de tu familia y cambias de espacios por seguridad. Hasta que llega la gota que derrama el vaso”, explica Gaby Poblet, investigadora especializada en migraciones.
Cuando terminó su estancia en Valencia, Luisa Marina no tenía ningún otro plan de futuro próximo. Decidió trasladarse a Barcelona, pues nadie le había informado que se podía pedir asilo desde cualquier comunidad autónoma. Allí durmió tres días en la calle, con todos los riesgos que eso comporta. Por suerte, consiguió entrar en un programa de Cruz Roja y conocer a Daniela Pérez, ingeniera y amiga con quien pasó el confinamiento.
Cuando tienes que salir forzosamente
A medida que sube La Mola, Daniela se siente más ligera. El paisaje gris de Terrassa se va diluyendo poco a poco entre los primeros matojos de naturaleza, hasta que la montaña lo tapa por completo. Daniela se ha puesto las bambas de trekking que sus amigas le regalaron por su cumpleaños, aportando cada una un poco de sus ahorros. Para esta ingeniera venezolana, caminar siempre ha sido una vía de escape, una manera de aligerar su carga.
Daniela tuvo que salir de Venezuela por sus ideas políticas. Después de ser vista en manifestaciones en contra del gobierno, desde la empresa donde trabajaba la obligaron a renunciar. “Yo me hacía la fuerte, quería esperar a que me echaran. Me tocó vender torta y helados para seguir aguantando, pero llegó un momento que me quedé sin plata… Tuve que renunciar y volver al pueblo”, explica Daniela con voz entrecortada. Todavía le duele recordar esa parte de su pasado. Al cabo de un tiempo, se encontró una pintada en la fachada de su casa, amenazando su vida. En 15 días estaba volando hacia Madrid.
La frecuencia de las visitas de Daniela a La Mola eran el patrón que Luisa Marina usaba para saber cuándo las cosas iban mal.
Tras meses de confinamiento en Terrassa, las dos se hicieron íntimas, y se convirtieron en pilares la una de la otra. Las dos pidiendo asilo, las dos reconstruyendo su vida de la nada.
Según datos del informe “Más que Cifras” de CEAR, Venezuela (28.365) y Colombia (27.576) encabezan la lista de países solicitantes de protección internacional en España en 2020, seguidos por Honduras (5.536), Perú (5.162) y Nicaragua (3.750).
Durante el último año, España ha recibido 88.762 solicitudes de asilo. Es el tercer país de la Unión Europea que más solicitudes recibe, por detrás de Alemania y Francia. Pero el número de solicitudes no se corresponde con la protección internacional otorgada. De las 114.919 solicitudes de asilo estudiadas en 2020, España solo ha aprobado el 5%, es decir, únicamente ha otorgado protección internacional a 5.758 personas.
Prisionera sin estar entre rejas
Patricia Rodríguez conoció a Luisa Marina delante de la Oficina de Extranjería de Barcelona, durante las 48 horas de cola que hizo para pedir cita para la solicitud de asilo. Luisa Marina andaba de paso, venía a realizar unos trámites. A Patricia, en cambio, le esperaban dos noches de dormir en la calle para mantener su turno en la cola. La oficina admitía muy pocas personas sin cita previa y mucha gente dormía allí para asegurarse su sitio. Desde un principio, las dos barranquilleras hicieron buenas migas y Luisa Marina se ofreció a hacer turnos para que así Patricia pudiera ducharse y descansar unas horas.
Patricia tuvo que salir del país por su orientación sexual. Si eres lesbiana en Colombia, “te toca vivir escondida”. “No puedes ser tú. Son países demasiado machistas, demasiado discriminadores.”, describe indignada. En Colombia, Patricia había perdido un trabajo por ser lesbiana. También había sufrido burlas sobre su orientación sexual. “Es como tener una doble vida. No tengo palabras para describir cómo se siente cuándo te preguntan ¿Por qué no tienes esposo?’, cuándo te dicen que eres rara por no llevar vestidos o tacones, cuándo llegas a un grupo y se quedan callados porque estaban hablando de ti…”, suspira Patricia.
Con expectativas de mejora, se fue a Bogotá, la capital, pero las discriminaciones se repitieron. Los ojos avellana de Patricia, enmarcados por un contorno de lápiz negro y una sombra rosa palo, se endurecen cuando prosigue el relato: “Le agarré la mano a una pareja que tenía y fui a darle un beso. Un hombre nos vio y al poco rato una pandilla nos empezó a insultar, nos rodeó, nos llevó a un lugar oscuro… Me tiraron al suelo y me alcanzaron a golpear. A los días siguientes, llegaron las amenazas, supieron dónde vivía, dónde trabajaba. Entonces, me dije que eso no era para mí. No lo soportaba más. Era como vivir prisionera sin estar detrás de unas rejas”.
Ser agredida y no poder denunciar
Cuando Cynthia Díaz conoció a Rossana, no se agarraban de la mano. Nunca. “Todo era silencioso”. Las muestras de cariño implicaban recibir insultos en la calle y, lo peor, arriesgarse a decepcionar a la familia de Cynthia. Todavía mantenían la ilusión de que su hija no fuese lesbiana.
Sentadas en un parque de la Sagrera, rodeadas de familias que juegan y pasean a su alrededor, la pareja narra los inicios de su huida. Mientras hablan, se miran, entrelazan las manos y terminan las frases la una de la otra. No se enfadan por interrumpirse, sino que lo toman como un complemento cariñoso.
“Antes de hacer el proceso de asilo, teníamos otra vida. Yo era maquilladora profesional y madre. Trabajaba en los canales de televisión de Lima, también con artistas… Cynthia era otra chica exitosa, trabajaba en relaciones públicas”, explica Rossana Flores, que lleva las puntas de algunos mechones de pelo de color verde, a juego con su maquillaje impoluto.
Llegó un punto en que decidieron dejar de esconderse y Cynthia le contó su relación a algunas compañeras de la empresa. “Hacía tiempo había estado saliendo con un chico de allí y al enterarse se obsesionó. Las cosas se complicaron y comenzaron las amenazas…”, explica Cynthia, al tiempo que se le endurece la mirada tras unas finas gafas de pasta negra. En la oficina, el tipo la empezó a acosar y al tiempo Rossana recibía fotos de alguien que la había seguido en la calle, hasta su casa.
“Me empiezan a llegar sobres por debajo de la puerta del apartamento, mensajes de texto insultándome, diciéndome: ‘Te tengo vigilada, te tengo seguida, machona de mierda, deja a mi novia, te voy a mandar a violar, a matar…’. Los insultos más horribles que he recibido en mi vida –suspira Rossana–. Lo investigamos más y resulta que ya tenía antecedentes de agresiones y denuncias de otras exparejas”. Cuando fueron a la policía, al principio no les tomaron denuncia, decían que no había suficientes pruebas. “En Perú, te pueden meter un cuchillazo en la calle y seguir de frente. O te pueden meter un balazo en la cabeza y no pasó nada”, denuncia Cynthia, relativo al barrio del Callao, de donde proviene.
En 2019, se cometieron 4.640 feminicidios en América Latina y el Caribe, según el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe. “El problema más grave de América Latina es el índice de feminicidios y de violencia machista, producto de la desigualdad de género estructural y de la cultura patriarcal, a lo que se suma el contexto de violencia generalizada”, señala el informe “Migrantes, trabajadoras y ciudadanas”, publicado por la UAB en 2020.
Una noche el agresor intentó meterse en el piso de Rossana. Esa fue la gota que colmó su vaso: “¿Qué pasa si mañana viene, me encuentra en la calle y me mata? Ahí quedé, quedé ahí… Yo no quiero ser un número más, quiero trascender”. A raíz de esa situación, Rossana se desplazó a Madrid y más tarde a Barcelona. Al cabo de unos meses, el hombre agredió físicamente a Cynthia, que también tuvo que huir de Perú.
“Se supone que hay unas leyes de protección y de igualdad, que las personas homosexuales tenemos los mismos derechos, ¡pero qué va! Una cosa es lo que dice la letra escrita y otra es lo que se aplica. Yo intenté denunciar, pero no tienes pruebas, no tienes fotos, no tienes nada, solo tu palabra”, explica Patricia, sobre su agresión en Colombia.
“Esto no es para todo el mundo”
La habitación de Patricia es sincera, sin pretensiones, como su persona. En la cama, un par de peluches. En una pared, unos globos deshinchados de cuando celebraron su cumpleaños. En el espejo, mensajes que le recuerdan su valía: “Soy paciente, soy tolerante, soy indiferente a la crítica”.
Antes de entrar en un programa de Assís, centro de acogida para personas en situación de sinhogarismo, y poder acceder al piso compartido donde vive, Patricia estuvo durmiendo dos meses en un sofá con chinches que encontró en un anuncio de Internet. Durante ese tiempo, llena de incertidumbre, aprovechaba para buscar empleo, conocer la ciudad, las instituciones y los programas de ayuda con los que podía cubrir las necesidades básicas. “Lo más fuerte es el no saber qué va a pasar. Será que sí lo voy a lograr, será que voy a volver a dormir aquí otra vez, será que mañana sí tendré con qué comer, será que mañana voy a conseguir la ayuda de Cáritas, del centro de alimentos, la tarjeta del transporte… Me arden los pies de tanto caminar, tengo ampollas en los dedos pequeños”, recuerda Patri.
Comenzar de cero no es fácil. La migración forzada es una realidad cada vez más común entre la sociedad española, que hace poco que empieza a ser consciente de ello. De acuerdo con Gaby Poblet, investigadora especializada en migraciones, “España no se pensó a sí misma como un país de acogida. Fue en 1973 que la demografía cambió y pasó de ser un país de emigración a ser un país de inmigración”.
Además, la investigadora recalca que migrar siendo mujer te hace mucho más vulnerable de ser víctima de trata o de prostitución. En diversas entrevistas para ser trabajadora del hogar a las que Patricia asistió, una de las condiciones requeridas era mantener relaciones sexuales con el contratante. Y es que migrar siendo mujer es huir de una sociedad patriarcal y abiertamente machista para entrar en otra que también tiene unas violencias estructurales que repercuten en tu persona.
“Esto no es para todo el mundo. El desapego a la familia, de tus raíces, de tu cultura, de tu gente, de todo… No es para todo el mundo, es para valientes –describe Patricia–, tener el título de inmigrante significa dolor, pero también valentía. Significa discriminación, pero también significa coraje. Tenemos muchas razones por las que salimos de nuestros países, pero ninguna razón es positiva”.
El sistema de asilo y sus flaquezas
“RESOLUCIÓN: DENEGAR EL DERECHO DE ASILO ASÍ COMO LA PROTECCIÓN SUBSIDIARIA (…). En caso de proceder, la salida obligatoria del territorio español deberá efectuarse en el plazo de quince días a contar desde la notificación de la presente resolución”, decía el informe de Rossana. Es parecido al de miles de personas a las que se les deniega constantemente el asilo.
Desde el último trimestre del 2020, con la pretensión de agilizar la tramitación de expedientes, el BOE publica listas de notificación masiva para solicitantes de asilo a quienes no ha podido notificar de otro modo. Lo recoge El Salto, que denuncia la alta proporción de denegaciones que estas notificaciones traen aparejadas.
El derecho de asilo es un derecho fundamental reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, desarrollado en la Convención de Ginebra de 1951 y complementado en el Protocolo de Nueva York de 1967. En España, la protección internacional está reconocida en la Constitución y regulada por la Ley 12/2009 de 30 de octubre, conocida como Ley de Asilo, que regula el derecho de asilo y de la protección subsidiaria.
Aun así, esta ley todavía no está reglamentada, “lo que dificulta gravemente la gestión de las obligaciones de protección internacional suscritas por España”, de acuerdo con el informe “El Asilo en España”, elaborado por el Defensor del Pueblo. Según Poblet, “el concepto de asilo está bien planteado en la Convención de Ginebra, pero está pensado en el siglo XX. Ahora los conflictos se están complejizando y depende de la voluntad política de cada país conceder el asilo”.
Una semana antes de conocer la resolución de Rossana, la pareja había celebrado el asilo de Cynthia. “Tenía expectativas de que si a ella se lo habían aprobado, a mí también”, señala Rossana. Extrañamente, el caso de Cynthia se había resuelto en poco tiempo y le habían concedido la condición de refugiada en tan solo ocho meses. Pero hay gente que espera más de dos años para tenerla. Como Patricia, que la formalizó en agosto de 2019 y todavía está en trámite. “Ahí viene lo atípico. Entiendo que puedas tener mil casos, pero somos pareja, declaramos lo mismo. Te estoy dando evidencias”, exclama Cynthia.
El funcionario le retiró la tarjeta roja a Rossana, que ha recurrido la resolución y cuyo futuro está todavía suspendido en el aire. “No he venido acá para que me regalen nada. No he venido ni a limosnear, ni a mendigar. Tengo brazos, piernas, inteligencia y vitalidad. Fuerza, motivación. Lo único que quiero es poder trabajar, que me den una oportunidad”.
Cuidados caseros
Daniela está masajeando los pies de Luisa Marina con crema hidratante. El agua de la palangana hace tiempo que se ha enfriado, pero Luisa Marina está tan relajada que casi ni se ha dado cuenta. Suena de fondo uno de esos programas de reformas de casas de ensueño estadounidenses, que casi nunca nadie podrá alcanzar. El doblaje en español es exageradamente estridente. Hoy es el día libre de Luisa Marina, a quien hace poco han contratado para trabajar de noche en La Violeta, el nuevo Centro Residencial de Inclusión que ha abierto Assís para acoger mujeres en situación de sinhogarismo en Barcelona.
“Esta va a ser la casa de verano de todas”, dice sonriendo Luisa Marina, que luce unos pantalones de leopardo rosa. Está radiante, se le nota el descanso en su mirada. Tras vivir un tiempo en la Llar Impuls de la fundación Assís, se ha mudado a este nuevo piso. La casa es pequeña, pero tiene una terraza preciosa, con una higuera que ya da frutos y un vivo albaricoquero como vecino.
Daniela y Luisa Marina se volvieron íntimas tras pasar el confinamiento juntas, en un piso de la Cruz Roja en Terrassa. Desde aquel momento se apoyan incondicionalmente y, aunque ya no viven juntas, forman parte de la familia que han creado en España. Tener una red de personas en quien respaldarse es vital para combatir el sentimiento de desarraigo. Luisa Marina lo tiene presente y es por eso que, en el libro que está escribiendo sobre su historia, ha incluido un capítulo llamado “Hasta aquí no llegué sola”.
Daniela se quedó más tiempo viviendo en Terrassa y de allí también se lleva a los miembros de su comunidad evangélica. Fueron las primeras personas en las que confió y las que la acogieron en sus inicios. Daniela encuentra en la fe la fortaleza indispensable para afrontar cualquier situación. También le ha brindado esperanza para encarar esta nueva etapa, después de que le denegaran el asilo y la protección subsidiaria, pero le autorizaran la residencia temporal por razones humanitarias, medida que se aplica a la mayoría de venezolanos.
Antes de la sesión de peluquería, las chicas hacen una pausa para comer un plato de pasta con pollo especiado. “No soy amante de la pasta, porque en casa solo la comíamos cuando no había nada –recuerda Luisa Marina–. Tiene que ser un plato bien condimentado, con mucha carne o pollo para que me apetezca”. Durante la comida, rememoran experiencias de su tierra natal y también se proyectan sobre cómo va a ser su vida a futuro. Luisa Marina se ve viviendo en el campo, tranquila, con una pareja que seguramente no será hombre. Difícilmente volverá a confiar en alguno. “He sufrido todas las violencias posibles entre las cuatro paredes de mi casa”, narra, antes de contar las violaciones, los abusos, los chantajes y los menosprecios que sufrió durante su matrimonio. Hizo entonces de su trabajo social y la defensa de los derechos de las mujeres su mayor fortaleza.
Resiliencia y paz
Hace un día húmedo y cálido de verano, de esos que consiguen pegarte la ropa al cuerpo, como si fuera una capa más de piel. Luisa Marina, que espera en la puerta de casa, no tarda en esbozar una media sonrisa pícara, que anticipa una buena nueva: “¡Ay, pensé que te lo había dicho, me dieron el estatuto de refugiada!”. Luisa Marina se siente afortunada, aunque el asilo sea un derecho sabe que muy pocos lo consiguen. Tras tres años de incertidumbre y muchos esfuerzos, parece que podrá alcanzar la paz y la estabilidad que todo el mundo merece.
“En la migración forzada de Latinoamérica, la prioridad es la reparación de la violencia y la paz”, describe Gaby, que también reivindica un enfoque transnacional y bilateral de las políticas migratorias. “Los migrantes adquieren una doble pertenencia. Aquí me emociono porque nos toca a todos –Gaby migró de Argentina–. Desarrollamos múltiples pertenencias a lugares, a situaciones… Y ese espacio hay que darlo, porque favorece a todos los países”.
Luisa Marina está comprometida con la construcción de la paz en Colombia, pero también está sensibilizada con la realidad desigual de España. Quiere trabajar para erradicar las situaciones de sinhogarismo en que viven muchas mujeres. Sabe que tiene mucho que aportar y ya está pensando en qué proyectos impulsar en su nuevo sitio de trabajo.
Sentada en el sofá, antes de irse a trabajar a La Violeta, Luisa Marina piensa en su familia, que se alegró inmensamente de su resolución. Después de muchas llamadas por WhatsApp para compartir distintas realidades a distancia, por fin les podía dar una buena noticia. Son de los pocos que la saben, ya que todavía lo cuenta con la boca pequeña. No se lo termina de creer. Su caso ha sido una excepción a la norma, puesto que las solicitudes de asilo provenientes de personas colombianas son las que más se rechazan en España. En 2020, se denegaron 37.907 solicitudes de Colombia, según el informe “Más que Cifras”.
Entre la nostalgia y las expectativas de futuro, Luisa Marina se despide reproduciendo el vallenato que le cantó a su hija por la celebración de sus 15 años. Mientras tararea bajito, pronostica el inicio de una nueva etapa: “Hija, nunca tengas miedo. De decir tu pensamiento, ni luchar por tu ilusión”, sentencia la canción de Diomedes Díaz.
*Para proteger su identidad, todos los nombres de las mujeres solicitantes de asilo son pseudónimos.