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No somos leños lanzados al agua

Fuentes: Bohemia

El término-concepto  afrocubano ha tenido gran éxito científico y popular. Fernando Ortiz, quien lo acuñó, tenía veinticinco años cuando lo introdujo, desde el título, en Hampa afrocubana. Los negros brujos (apuntes para un estudio de etnología criminal), libro publicado en 1906. Casi cuatro décadas después llamó a ese volumen «breve ensayo de investigación elemental acerca […]

El término-concepto  afrocubano ha tenido gran éxito científico y popular. Fernando Ortiz, quien lo acuñó, tenía veinticinco años cuando lo introdujo, desde el título, en Hampa afrocubana. Los negros brujos (apuntes para un estudio de etnología criminal), libro publicado en 1906. Casi cuatro décadas después llamó a ese volumen «breve ensayo de investigación elemental acerca de las supervivencias religiosas y mágicas de las culturas africanas en   Cuba

[…] como eran en realidad, y no como eran aquí tenidas. Es decir, como una variación extravagante de la brujería de los blancos, […] ese milenario trato con los demonios o malos espíritus, donde se daban las horribles prácticas de las brujas de Europa», según creencias al uso, agreguemos.

Con un toque de humor, en esa declaración valoró como «una suerte que ya en la primera investigación de la brujería en Cuba y sus misterios, pudiéramos asegurar que aquí no había tales vuelos de aeronáutica diabólica». Todo eso, y más, sostuvo el 12 de diciembre de 1942, al recibirlo como Socio de Honor una institución de la «raza negra»: el Club Atenas. Bajo el programático título Por la integración cubana de blancos y negros, con el que siguió reproduciéndose, el discurso de esa ocasión -merecedor de un estudio aparte y concentrado- lo publicó en su número de enero de 1943 la revista habanera Ultra, que él fundó y dirigía. Es el texto en el cual Ortiz apuntó que la palabra afrocubano «ya había sido empleada en Cuba una vez, en 1847, por Antonio de Veitía, según dato que debo a la tan cortés como intensa erudición de Francisco González del Valle».

Pistas cronológicas y bibliográficas sugieren que el aporte debido a González del Valle, coetáneo suyo y muerto seis días después de celebrarse la citada ceremonia en el Club Atenas, le llegó a Ortiz cuando ya había publicado Los negros brujos. Pero nos quedamos sin saber qué connotación tuvo en De Veitía el término afrocubano, y tampoco es seguro que ese autor, hoy desconocido, fuera el único en utilizarlo antes que Ortiz. Lo ostensible es que, si en 1942 este último defendía la integración cubana , sin parcelaciones étnicas, de blancos y negros -no los veía ya separadamente-, en 1906 utilizó afrocubano asociado a la discriminación. A los llegados, arrancados, de África, la sociedad racista los privó hasta de sus nombres -tema que nuestro Poeta Nacional, Nicolás Guillén, trató en su intenso poema El apellido-, y a sus descendientes les negaba el lugar que les correspondía como criollos primero y como cubanos después.

Profundo admirador de Ortiz, pero sin doblegarse ante el éxito de afrocubano, Alejo Carpentier calificó este término de impropio en la memorable entrevista que le hizo en 1977 el espacio televisual español A fondo. En ella hizo una maciza refutación del racismo y se extendió sobre la significación del mestizaje como enriquecimiento cultural. Argumentos le sobraban al gran novelista y conocedor del Caribe. A nuestros descendientes de españoles no se ha creído necesario llamarlos hispanocubanos, y abundan quienes descienden a la vez de africanos y de españoles. ¿Habría que llamarlos hispanoafrocubanos o afrohispoanocubanos, y, si además tienen genes chinos, afrohispanochinocubanos? ¿Cómo determinar en cada caso la proporción de genes para no establecer de antemano posiciones discriminatorias en los componentes de esos gentilicios? Y tal conteo ¿estaría muy lejos de criterios racistas? ¿Resolvería algún problema fundamental?

Sombras de prejuicios

Con Los negros brujos, que tuvo una segunda salida en vida suya (cerca de 1917), Ortiz anunció el inicio de una serie denominada Hampa afrocubana, a la cual también pertenecerían Los negros esclavos (1916); Los negros curros, del que dio adelantos en Archivos del Folklore Cubano entre 1926 y 1928, y Diana Iznaga estableció el texto para su primera edición póstuma (1986) con los manuscritos encontrados; y Los negros horros, que no terminó. En correspondencia con la evolución de quien fundó en 1937 la Sociedad de Estudios Afrocubanos, que además presidió, la posterior publicación de esos libros -salvo Los negros horros– como volúmenes autónomos ha librado a sus títulos de remitir al hampa, submundo de maleantes y delitos.

Como parte de su monumental obra, Ortiz organizó en 1926 la Institución Hispanocubana de Cultura, que igualmente presidió.

Con sabiduría honró los dos componentes que, extintos en su mayoría los aborígenes por la genocida conquista, devinieron básicos en nuestra nación y su cultura: el «blanco», dominante, y el «negro», oprimido. No insistió en el estudio del segundo por mera curiosidad sociológica, sino por actitud justiciera. Como resultado de la esclavitud , los descendientes de africanos eran víctimas de un racismo que, por dominante, invadía asimismo el pensamiento de los dominados, entre ellos los blancos pobres, a menudo en condiciones de servidumbre similiesclavista.

Sería una doble discriminación, reforzada si redujéramos blanco a opresor y negro a oprimido, seguir viendo por un lado nuestros elementos culturales africanos y por otro los españoles, no digamos ya a sus portadores, seres humanos unidos durante siglos en una compleja mezcla de explotación y apoyo, de abusos y productividad, de violencias y gozos. El uso de discriminación privilegia sus connotaciones negativas, pero su verbo base, discriminar -que un diminuto prefijo diferencia de incriminar y recriminar, también vinculados de distintas maneras con crimen-, es pariente de seleccionar y clasificar. En el tuétano de este último se halla clase, que no es lo mismo aplicar a insectos que a personas.

Lejos de quedarse atascado en la separación del componente africano y el español, Ortiz abonó su estudio vistos ambos en el proceso gracias al cual se mezclaron y dieron un fruto nuevo: el pueblo cubano . Para definir ese proceso -que remite a nuestra identidad cultural- acuñó transculturación. El sabio, que se sentía, y era, cubano, asumió la cubanidad y la cubanía -más apegada a lo conceptual la primera, a lo emocional la segunda- con amor y con aplomo de humanidad, sin atascarse en pintoresquismos ni en trampas racistas.

Con esa pupila escribió El engaño de las razas (1946), texto que, si de honrar a su autor y deshacer entuertos se trata, deberíamos leer una vez por semana. En 1942, el mismo año de su discurso en el Club Atenas, había publicado Martí y las razas, en el cual mostró que hacía suya la aspiración cardinal trazada por el autor de Nuestra América (enero de 1891): «No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre».

Ejemplo de erudición verdadera, Ortiz apreció la unidad cultivada, entre otros, por Carlos Manuel de Céspedes y Antonio Maceo, Juan Gualberto Gómez y en especial Martí. Comprendió que no era una táctica oportunista al servicio de la independencia, sino, en primer lugar, una estrategia fundacional contra desigualdades y prejuicios afianzados por la esclavitud, crimen de lesa humanidad.

El racismo es una variante de lo que en el mundo se ha manipulado históricamente como supuesta inferioridad de los oprimidos, pretexto capitalizado por quienes, para legitimar la opresión que ejercen, se atribuyen superioridad. En esa urdimbre, clasificar por colores encubre ambiciones y barreras vinculadas con las clases sociales. Aunque lo parezca, no es nuevo el afán «posmoderno» de la academia imperial y sus voceros por difundir criterios dirigidos a subordinar el peso, determinante, de las clases sociales a la importancia de sectores a veces mal llamados minorías, y que no son homogéneos ni existen al margen de la trama clasista.

Economía y racismo vs. liberación

Se sabe que el abolicionismo promovido en el siglo XIX por Inglaterra -cuyo espíritu colonial llegó resumido al XX en el apartheid-, más que de ansias justicieras nació del mercadeo en torno a la máquina de vapor, de mayor rentabilidad que la mano de obra esclava. Esa metrópoli implantó en sus dominios una drástica segregación, por la cual, en pleno siglo XX, los oprimidos del Caribe anglófono buscaban su ideal en África y adoraron al príncipe, o ras, Tafari Makonnen, luego emperador Hailé Selasié. De ahí viene el movimiento Rastafari. En los Estados Unidos, el retorno masivo al África fue un sueño extendido e irrealizable: su logro habría dejado al país en poder de los racistas blancos.

Hace pocos años, un exitoso fotógrafo estadounidense de paso por La Habana, negro y ufano de fotografiar nada más a negros prósperos, se declaraba «africano, no estadounidense», porque «un madero sumergido en el agua durante cuatro siglos no se convierte en cocodrilo». Olvidaba datos elementales: los esclavos africanos introducidos en las Américas no eran leños, sino seres humanos, y sus descendientes no se formaron en África. Con los debidos ajustes, esa verdad es aplicable -tuvieran el color del ébano o del ácana, el de la caoba o cualquier otro- a todos los componentes exógenos de las que devinieron amalgamas americanas.

La esclavitud ha sido, es y será abominable en todas partes, aunque se enmascare con otros nombres; pero en el Caribe hispanófono -donde se dio un grado de integración que, aunque insuficiente, era impensable en los dominios británicos- los ideales de la abolición se unieron a los independentistas. Siempre que se identificaran con los afanes libertarios, cubanos de todos los colores podían sentirse representados en una amplia gama cromática: Céspedes, Ana Betancourt, Mariana Grajales, los Maceo, Martí, Juan Gualberto, Quintín Bandera, el dominicano Máximo Gómez y muchos más que nutren desde la historia el «todo mezclado» con que nos definió Guillén, escoltado por sus dos abuelos.

El prestigio y la significación de Antonio Maceo no fue cuestión de proporciones entre su sangre africana y su sangre española. En Cuba, aunque eran minoría, oficiales mulatos y negros -esclavistas propietarios de esclavos negros y mulatos- sirvieron a la metrópoli junto a blancos opresores, así como en África había negros esclavizados por negros, y negros medraron con la trata negrera. Martí, al recordar las causas de su segundo destierro (1879), dio menos peso a su labor conspirativa en la preparación de la Guerra Chiquita (desarrollada entre aquel año y el siguiente) que a su vigilancia contra maniobras del Capitán General español. Este aprovechaba el conflicto racial y repartía cargos y grados militares entre negros y mulatos que los aceptaban por el deseo de «ascender». Así se enmarañaba aún más la trama contraria a la unidad por la independencia y la justicia social.

En la trampa no cayeron cubanos como el ya nombrado Juan Gualberto, unido desde aquel año con Martí por una amistad que dio frutos mayores en los preparativos de la Guerra de 1895. Sufrió las consecuencias de tener piel negra y ser oficialmente hijo de esclavos, aunque méritos y circunstancias le permitieron ser un intelectual eminente y alcanzar gran relieve histórico. Con pareja pasión rechazó la discriminación racial y participó en la brega por la independencia. Lo animaba el ideal de que, al desaparecer las «diferencias entre blancos y negros», se produciría un cambio fundamental: «el hombre de raza dejará de existir para dar nacimiento al hombre sin adjetivo».

Esa brújula, que hizo pública en el periódico La Igualdad el 28 de enero de 1893, explica su identificación con Martí, de quien Patria difundió el siguiente 16 de abril el artículo « Mi raza «, con el título entrecomillado, para refutar falacias raciales. En ese texto afirmó: «Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro». Si en las citas vistas de Martí y de Juan Gualberto sustituyéramos hombre por ser humano, los respectivos textos representarían a los autores con una actualidad todavía más plena.

Por muy digna que sea y mucho respeto que merezca, ninguna particularidad debe opacar la identidad humana , ni impedir la unidad natural y necesaria para encarar, todas y todos, cuanto se oponga a la equidad justiciera, aunque no lo haga más, ni menos, que en el plano del pensamiento, y a veces bajo disimulo. Mientras un ser humano sufra las consecuencias del racismo y de la desigualdad material fomentada por la esclavitud, el mejor destino de la unidad será luchar contra ese crimen, dondequiera que se dé.

Ideales, frustración, afanes

La República neocolonial, implantada en 1902, contrarió en su base los ideales por los que cubanas y cubanos de diferentes orígenes étnicos habían luchado y luchaban, incluso al precio de la vida. La mayor causa de la frustración fue la intervención estadounidense en una contienda en la cual las fuerzas revolucionarias habían perdido a Martí y Maceo, muertos en combate. Aquella intervención añadió al infecto legado colonial el espíritu de un poderío basado en el exterminio y el apartheid -llamárase como se llamara- de los pobladores aborígenes, y en la esclavitud y la matanza de negros, con instrumentos como el Ku Klux Klan.

Contra esa realidad, y en su seno, se gestó con la guía heredada de Martí la lucha por una República nueva, libre, independiente, para la que abrió las puertas el triunfo de las fuerzas rebeldes encabezadas por Fidel Castro . Poco más de 50 años pueden ser insuficientes para erradicar el racismo y las desigualdades que vienen de siglos. Pero sería injusto, más que ingrato, desconocer lo que en nuestra República de trabajadoras y trabajadores la Revolución ha hecho e intentado hacer para eliminar esos males.

Los Estados Unidos de Barack Obama -etapa de «perfección» en los experimentos que antes tuvieron de conejillos privilegiados a Collin Powell y Condoleezza Rice- siguen intentando estrangularla. Aunque haya engañados voluntarios, esa potencia carece de moral para dar lecciones de equidad. Otra cosa son los ideales por los que han sido asesinados Malcolm X, Martin Luther King y otros disidentes de aquel sistema.

La criminal urdimbre racista genera respuestas diversas en todas partes. Ecos llegan de sitios donde las desigualdades, así como afrocubano prosperó en nuestro país, y en otros, favorecen la expansión de términos parecidos, y uno más general: afrodescendiente. Con este -aplicado a personas de visible ascendencia africana, «pura» o mezclada con otras, a veces tan ostensibles como ella, o más- se intenta reivindicar dicha filiación. Pero, según lo conocido, la humanidad en pleno es afrodescendiente: surgió en África.

La discriminación meliorativa, necesaria a veces, puede apoyar desde ángulos diferentes la búsqueda de espacios, derechos y respuestas a necesidades y aspiraciones. Ahora leyes de España propician que en distintas naciones -Cuba entre ellas- numerosos hijos y nietos de emigrantes de aquel país reclamen una doble ciudadanía. Así, de hecho, si no también de palabra, se declaran hispanodescendientes, aunque tengan además genes africanos, chinos y quién sabe cuántos otros, sin descartar los aborígenes.

¿Será verdad que han aparecido «nuevos» indocubanos? Si los hay, merecen y deben tener el espacio y el respeto que les corresponden como seres humanos y como hijos de nuestra patria. El legado cultural que tengamos de nuestros aborígenes debe reconocerse y apreciarse. Estaría mal que Hatuey volviera a morir, ya no quemado en una hoguera asesina, sino congelado en envases de cerveza, como no parece ejemplo de buen tino que un establecimiento llamado El Palenque sirva para comer y beber placenteramente. Una tribu con cacique, behíque y areíto, y taparrabos, sería igualmente atractiva en la picaresca del turismo y el mercado. Para completar la escena faltarían nada más algunos perros mudos, que un aficionado a la cirugía podría lograr.

Reclame cada quien lo que le corresponda o desee, y ejerza el derecho a defender la imagen externa que prefiera o estime que debe portar. Aspirar a la formación del ser humano sin adjetivo, en el sentido profundo y emancipador en que lo pedía Juan Gualberto Gómez, no significa renunciar a colores y rasgos propios, y mucho menos ocultarlos o reprimirlos. Pero, cualesquiera que sean nuestros antepasados, solo la unidad -diversa y firme- nos permitirá alcanzar una justicia que nos otorgue, sin distinción de colores, rasgos físicos y apariencia, y sin sustituir una discriminación por otra, el gentilicio que más le urge al mundo: humanoascendente.

Fuente: http://www.bohemia.cu/2011/01/27/historia/cubanas-y-cubanos.html

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.